THE OBJECTIVE
Jorge Vilches

¿Sacralizar la Constitución? (I)

«El texto de 1978 es un instrumento para la convivencia resultado de un pacto. Este pacto se ha roto, y no ha sido precisamente por la labor de la derecha»

Opinión
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¿Sacralizar la Constitución? (I)

Ilustración de Alejandra Svriz.

Un conservador solo sacraliza los fundamentos de la comunidad política, y la Constitución no lo es. El texto de 1978 se trata de un instrumento para la convivencia resultado de un pacto. Este pacto se ha roto, y no ha sido precisamente por la labor de la derecha, ni de liberales o de conservadores. Quien lo ha estampado contra el suelo ha sido la izquierda en su afán de cumplir su objetivo, que no es otro que el poder por el poder a cualquier precio. 

Ante tal situación, el universo conservador tiene dos opciones. La primera es la resistencia al golpe de Estado, al proyecto de democracia iliberal que plantean Sánchez y los rupturistas, y sostener la sacralidad de la Constitución. El fondo de esta postura, la inmovilista, que no es mala por mucho que la demonice la izquierda, es considerar que tocar las piezas básicas de lo político acaba con la libertad.

Es preciso no olvidar que las costumbres y creencias de los conservadores, tan legítimas como la de los progresistas, sobreviven mientras haya libertad. Más claro. Si se elimina la separación de poderes y se otorga el carácter de constituyente a una asamblea ordinaria como la actual, autoritaria y exclusivista, la de Sánchez, se acabó la libertad y, por tanto, la legalidad que permite el ecosistema conservador. La sacralización de la Constitución tendría ese sentido, el de impedir que se toque cualquier parte del articulado, incluso de su espíritu, porque «abrir el melón» solo tiene una conclusión: el fin de la libertad.

«Julián Marías señaló en 1978 que era un error convertir en nacionalidades a regiones con lengua propia»

Sin embargo, esta parte de los conservadores ha sostenido siempre que hay elementos de la Constitución que no funcionan o, peor, que han provocado la situación crítica que vivimos. Me refiero, por ejemplo, al Estado de las Autonomías, ese título VIII locoide que bendice la centrifugación constante, y el artículo 2, que marca la desigualdad entre españoles al hablar de nacionalidades y regiones. 

Julián Marías señaló en el Senado en 1978 que era un profundo error convertir legalmente en nacionalidades a regiones con lengua propia y entregar a los políticos nacionalistas la legitimidad exclusiva para la construcción de esas nuevas comunidades. López Rodó en 1980 fue más claro si es posible. Las autonomías, escribió, lejos de traer la paz social, crearían nuevos problemas e iban a resucitar los que habían desaparecido. El proceso autonómico, tal y como está en la Constitución, supondría el paulatino «desguace del Estado» y su sustitución por comunidades independientes. 

Dalmacio Negro señaló que las autonomías nacionalistas, semiestatales, asentadas en el mando de las oligarquías locales, iban a tender a destruir la nación histórica para volver a un momento prepolítico; es decir, de tabla rasa sobre la que reconstruir el territorio sobre otras naciones. Es evidente que una nacionalidad tarde o temprano demanda convertirse en nación política que quiere un Estado propio; es decir, separado de España. Esto llevó a ese conservadurismo a rechazar la Constitución, justo por el artículo 2 y el Título VIII, como fue el caso de Fernández de la Mora. 

«La tradición de la izquierda española es la querencia por la República federal»

Ese desencaje territorial solo lo podía aprovechar la izquierda, porque, como ha indicado de forma más reciente González Cuevas, la tradición de la izquierda española es la querencia por la República federal y las nacionalidades autodeterminadas como una forma de imponerse a la derecha española. La pulsión por el poder que ha demostrado siempre la izquierda es superior a los valores supremos, como la nación, la libertad y la democracia. 

No obstante, los partidos de la derecha, la UCD, AP y sus sucesores aceptaron el sistema en beneficio propio. El constitucionalismo, por tanto, habría sido un ardid del «bipartido único», en expresión de Jerónimo Molina, para obtener el poder. El mito de la Constitución para definir y orquestar un país, dice Molina siguiendo a Dalmacio Negro, nos llevó al salto al vacío del Estado de las Autonomías. Es por esto que Molina, pesimista, no se pregunta por quién defenderá la Constitución del asalto de los bárbaros si las instituciones que deberían impedirlo están invadidas, como el Tribunal Constitucional. Molina se pregunta si la nación histórica sobrevivirá al constitucionalismo. 

Más allá de estos análisis teóricos, ese conservadurismo ve, por un lado, que tenía razón en sus críticas, que los fallos de la Constitución iban a conducir a la crisis, y, por otro lado, que defender hasta el último hombre, institución y palabra ese mismo texto es ahora el último muro defensivo. No obstante, esta figurada Línea Maginot constitucional tiene partes ostensiblemente débiles, conocidísimas por el enemigo, y es más que probable que no impida la invasión de los bárbaros. Por tanto, son conscientes de que están defendiendo lo mismo que ha provocado el mal, y de ahí el pesimismo

(El otro conservadurismo respecto a la Constitución de 1978 se cuenta en el artículo del próximo sábado).

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