THE OBJECTIVE
Jacobo Bergareche

Fidel, esta es tu casa

«En la imaginación, los países son grandes o pequeños en función de su capacidad para generar narrativas»

Opinión
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Fidel, esta es tu casa

Homenaje a Fidel Castro. | Agencias

Hay países que tienen personalidad propia, que evocan inmediatamente todo tipo de historias, y otros que apenas tienen algo que decir. Esto curiosamente no tiene nada que ver con el tamaño que ocupa en el mapa o con el poder político y económico de una nación. Por ejemplo, Irlanda: un país que ni siquiera ha sido capaz de conquistar su propia tierra, que ha sido incluso despojada de su lengua y que solo tiene tres millones de almas, y que sin embargo ocupa un vasto terreno en la mitología de occidente. Bélgica o Polonia, con muchísima más población que esta pequeña isla, no evocan gran cosa en comparación. Canadá que es uno de los países más extensos del mundo, a lo sumo es capaz de concitar la imagen de un oso polar. Alemania que es un país rico y poderoso, fecundo en música y literatura, no consigue sugerir otro relato en el imaginario colectivo que el de los nazis y los coches bien hechos, por mucho Thomas Mann o Wagner que tengan, que son figuras cada vez más oscuras y minoritarias. 

En la imaginación, los países son grandes o pequeños en función de su capacidad para generar narrativas, y para eso se sirven de sus cuentos, sus músicas, sus personajes históricos o ficticios, de su naturaleza, de sus ciudades, de la ropa, sus bebidas y de su cocina. En ese sentido, Cuba lo tiene todo, y por eso es uno de los países más poderosos en la imaginación.

«Para nosotros pues, Cuba no era Fidel, ni el Che, ni la revolución, sino que era Beny Moré, el Trío Matamoros, el Septeto Nacional Habanero, Celina González, Ñico Saquito, Arsenio Rodríguez, Celeste Mendoza, el Niño Rivera, Miguelito Cuní y Chapottin»

Yo tengo la suerte de haberme criado en una de esas raras familias donde no existían adhesiones a ningún partido, ni devociones religiosas, ni nitidez ideológica alguna, y por tanto podíamos asomarnos al mundo sin que los apriorismos de la política empañasen nuestro juicio. Por eso, nuestras primeras nociones de Cuba nos llegaron exentas de tintes políticos. Este país empezó a hacerse su hueco en nosotros por vericuetos totalmente ajenos a las filias o fobias que despierta la revolución castrista, y a los símbolos y eslóganes que este régimen ha sabido popularizar. 

Supimos de Cuba cuando nuestros padres viajaron a principios de los noventa a la isla porque era la tierra de la abuela de una buena amiga, y volvieron totalmente fascinados con la música local, años antes del fenómeno que supuso el Buena Vista Social Club que de repente catapultó al mainstream una música completamente olvidada y un elenco de músicos octogenarios liderados por Compay Segundo. 

Mis padres compraron una caja de varios CDs que se llamaba Semilla del Son, y que era una asombrosa antología que había compilado Santiago Auserón, verdadero erudito y evangelizador de las músicas de Cuba, después de haber investigado los archivos de la EGREM durante mucho tiempo. Poco se habla de esta colección y del impacto que tuvo en el rescate del acervo musical de la isla. 

Para nosotros pues, Cuba no era Fidel, ni el Che, ni la revolución, sino que era Beny Moré, el Trío Matamoros, el Septeto Nacional Habanero, Celina González, Ñico Saquito, Arsenio Rodríguez, Celeste Mendoza, el Niño Rivera, Miguelito Cuní y Chapottin. Eran esos, y era aquello a lo que le cantaba toda esta gente en sus canciones: los pregones de los fruteros que vendían las suculentas frutas del Caney, el grito de ¡Sábado! con el que Beny Moré abría “los rumberos de ayer” como si fuera el sacerdote de Dionisio, la exhortación a echarle salsita a la vida que con su voz de vieja cantaba Ignacio Piñeiro, la manera en la que bailaba una tal Rita la Caimana como una papa frita en una sartén, y era la puerta al misterioso mundo de los muertos que abría Celeste Mendoza en un guaguancó mientras invocaba a los Orishas. 

Mis hermanos y yo nos aprendimos las letras de todas las canciones de aquella colección de CDs, que nos había abierto un mundo nuevo en aquel momento en que solo se escuchaba radiofórmula o rock anglosajón, y en que descubrir otros territorios musicales era bien difícil para un adolescente pre-digital

Fuimos a Cuba por primera vez en el año 93, una época de infausta memoria para los cubanos que el régimen bautizó como el “Periodo Especial”, y que se inició tras la caída del muro de Berlín y la descomposición de la Unión Soviética (uno ha de echarse a temblar cuando un dictador emplea el adjetivo “especial” para referirse a algo, por ahí tienen la “Operación Militar Especial” de Putin en Ucrania). El régimen cubano que siempre ha fiado su supervivencia a la caridad de otras autocracias más boyantes acababa de perder a sus principales patrocinadores, y el chavismo aún no había llegado a Venezuela para resolver cuestiones básicas como la seguridad energética o alimentaria. En este “Periodo Especial” los cubanos pasaron hambre, constantes cortes de electricidad y de agua, y tuvieron estrictamente prohibida la tenencia de dólares, que por otro lado era su única manera de conservar un cierto poder adquisitivo en un momento en que la divisa local estaba totalmente devaluada. Este era el contexto en que hicimos el viaje, aunque nosotros, que éramos adolescentes entonces, desconocíamos la situación del país y solo queríamos caminar por la Habana vieja, ver un auténtico tres, un güiro y unas maracas, cantar las canciones que ya conocíamos, bailarlas y tomar alguno de los tragos que asociamos a Cuba.

Teníamos solo un par de días en La Habana, después nos tocaba ir a la playa, y yo intuía ya que lo que deseábamos no estaba en la tranquila playa desierta del folleto de la agencia de viajes sino en los callejones de la ciudad

Después de un día turismo tranquilo, de esos en los que uno va tachando las cosas más obvias de la lista: la catedral, la plaza de Armas, el Castillo del Morro, la Bodeguita del Medio, se empezó a hacer de noche y les insistimos inmisericordemente a mis padres para que nos dejaran salir solos por ahí. Yo tenía 17 y mi hermano 15, y no íbamos a aceptar un no por respuesta, de modo que mi padre para que le dejáramos en paz le preguntó al taxista que nos llevaba por ahí cuál era un sitio tranquilo, de chavales sanos, para que nos diéramos una vuelta sin que nos pasara nada (exactamente lo contrario de lo que buscábamos, porque nosotros solo queríamos que nos pasaran cosas). 

El taxista no lo dudó: la UJC del barrio de Colón, frente al malecón, era el sitio ideal para dos turistas menores y blanquitos. Mis padres se fiaron del taxista, nos dejaron en la UJC y nos dieron un billete de veinte dólares, pensando que con eso no tendríamos demasiado capital como para liarnos y que nuestra noche sería corta. Lo cierto es que fuera del circuito turístico habanero, veinte dólares de 1993 era el equivalente a darle hoy un billete de 500 euros a tu hijo menor para que se dé una vuelta rápida por ahí.

Al entrar en la UJC, descubrimos que eran las siglas de Unión de Jóvenes Comunistas, lo cual suponía una cierta promesa de aventura que tardó en truncarse el tiempo que nos tomó recorrer la sede de la asociación hasta el fondo. El lugar, fuertemente iluminado, sin rincones oscuros de esos en los que pasan cosas, estaba lleno de jóvenes de pelo corto, perfectamente peinados, con polos y camisas atadas hasta el último botón, bebiendo una imitación local de la fanta, y cantando matracas de cantautores en un karaoke rudimentario. El ambiente nos pareció el de unas convivencias cristianas para preparar la confirmación. El taxista claramente había acertado: con los jóvenes comunistas estábamos entre gente de orden, nada nos iba a ocurrir aquí

Salimos huyendo a las tinieblas del barrio de Colón donde todas las farolas estaban apagadas y la mitad de los coches tenían los faros tuertos. Levanté la mano para parar un taxi como si estuviera en Madrid, y nos paró el primer coche que pasaba por ahí, una cafetera rusa en avanzado estado de descomposición que claramente no era un taxi sino alguien que pasaba por ahí y vio a un turista levantar la mano. Aquel conductor que iba con unas amigas en busca de diversión, vio su oportunidad en mi gesto y paró. Me preguntó dónde íbamos y yo le dije que queríamos salir, que buscábamos un sitio divertido con música. Le dije que solo tenía veinte dólares y al tipo se le dibujó en la cara la expresión de un niño en la mañana de Navidad. Con eso tenemos para rato, me dijo, yo sé a dónde ir. Nos achuchamos entre sus amigas en ese minúsculo coche, que tenía el suelo tan agujereado que se veía el asfalto. El problema, me hizo saber, era administrar ese billete prohibido que ningún cubano podía tener, so pena de ser confiscado, y que era mejor no partir porque nos estafarían con las vueltas. El pediría todo allí donde fuéramos y yo haría el pago final que cubriría el viaje en coche, los cigarrillos y los tragos. 

Fuimos a un antro en la rampa del Vedado que se llamaba Bulerías, y como si fuéramos la parodia cutre de unos oligarcas rusos en un club de Londres, acabamos en un rincón oscuro con varias botellas de un ron transparente de garrafa, sin etiquetas, probablemente destilado en un sótano, acompañado de varios vasos de plástico para todos, sin un solo hielo y con varios paquetes de cigarrillos de una marca nacional llamada Populares, que carecían de filtros y que abrasaban el gaznate como si fumáramos chiles habaneros. 

En pocos minutos, al calor del ron de garrafa y de los populares, acabamos rodeados de amistades instantáneas. Las pieles en el Bulerías eran bastante más oscuras que en la UJC, y aquí no había sitio para la Nueva Trova ni los cantautores, todo era salsa dura y la pista de baile estaba llena de expertos que en Madrid hubieran generado un corro de admiradores. 

Dos chicas de nuestra edad nos sacaron a bailar, con paciencia y cariño trataron de enseñarnos los pasos básicos de la salsa, igual a como se le enseña a caminar a un bebé sin soltarle de la mano. Para nosotros se abría una nueva dimensión de la música, o más bien de la vida: la posibilidad de unirse a otro cuerpo en el espacio de un ritmo que nos gobierna, de sujetar una cadera, de entenderse con la mirada, de sintonizarse con una misma emoción. Nos tropezamos, las pisamos, nos quedábamos trabados cada tres o cuatro pasos, pero ellas nunca nos dieron por perdidos, seguían guiándonos por la pista de baile como si fuéramos ciegos, y así pasamos toda la noche en el Bulerías, mientras el improvisado taxista hacía alargarse esos veinte dólares hasta el final de la noche. 

De repente todo acabó, la música paró, las botellas de garrafón habían volado, el taxista ya no estaba y no teníamos un céntimo para volver al hotel, ni sabíamos cómo llegar andando. Aquellas dos chicas se ofrecieron a acompañarnos y entonces vimos la posibilidad de seguir esa noche afortunada en el Hotel Nacional donde nos estábamos quedando, tomar la última quizás, charlar un rato, pero al llegar no ya a la puerta, sino al aparcamiento del hotel, un tipo flaco y uniformado nos salió al paso y nos dijo con frialdad que las dos chicas no podían entrar. Yo protesté, pero ellas sabían bien que no había nada que hacer y que insistir era mucho peor: los cubanos tenían prohibida la entrada al Hotel Nacional, nos aclararon, allí solo podían entrar los turistas. Aquel señor de repente había levantado una muralla infranqueable entre nosotros y nuestras parejas de baile, que nos resultó humillante e injusta.   

Cuba, que hasta entonces era para nosotros un paraíso musical, había adquirido una nueva capa de realidad, la capa política, que convertía aquel lugar en un espacio grotesco, donde los jóvenes comunistas eran algo así como los Legionarios de Cristo, y donde los cubanos eran ciudadanos de segunda a los que no les estaba permitido entrar en los lujosos sitios que su estado ofrecía a los turistas extranjeros.

Recuerdo esta anécdota ahora que acabo de leer las esclarecedoras memorias del cineasta cubano Carlos D. Lechuga, “Esta es tu casa, Fidel”, publicada este mismo mes por la editorial Deconatus, que desde que se fundó hace pocos años ha demostrado un olfato prodigioso para la literatura que elude modas y militancias para hablar de cosas que de verdad cuentan algo relevante (el último Nobel, el último Pulitzer y el escritor cuya novela adaptada ha triunfado en los Oscars, son apuestas visionarias suyas muy anteriores a los galardones). 

Lechuga habla de aquella Cuba deprimente contra la que nos estrellamos mi hermano y yo aquella noche de diciembre de 1993. El fue un joven comunista adherido a la oficialidad, de aquellos que podría haber visto en la UJC sorbiendo una imitación de fanta. Su abuelo hizo la revolución con Fidel, y eso le aseguró un lugar en la élite del régimen mientras fue dócil con el poder y hasta que empezó a desviarse, primero cuando empezó a explorar su bisexualidad y más adelante cuando en su cine empezó a retratar la realidad cubana sin ambages ni cortapisas, momento en que el régimen le puso bajo vigilancia policial, le censuró su película y le impidió exhibirla, y le hizo la vida imposible hasta el punto de tener que tomar la durísima decisión de abandonar la isla, algo que para él es asumir que ha sido derrotado. 

Lechuga narra en su breve memoria cómo creció con unos privilegios de clase reservados a los miembros del partido, y narra como tenían sirvientas, coches nuevos, acceso a clínicas mejores que aquellas a las que iba el pueblo, a whisky Chivas, incluso a un yate de recreo en un tiempo en que los cubanos construían balsas para escaparse. El libro es un desenmascaramiento de la clase dirigente de Cuba, y aunque cuenta cosas que sospechábamos o que ya habíamos oído en boca de tantos críticos y detractores del régimen, lo hace desde un punto de vista que no es el del resentido o del traidor, sino que es más bien el del traicionado, el del joven que mira con asombro como se desmorona la fantasía en la que ha creído ciegamente desde niño, y que para sobrevivir espiritualmente tras el desengaño, ha de buscar una verdad propia que afirmar frente a una clase social que le exige mantener como verdades lo que todos saben ya de manera cínica que son mentiras, pero que disimulan para mantener el sistema injusto que les otorga sus privilegios. 

El martes 2 de abril tengo la suerte de presentar estas memorias de Carlos D. Lechuga en la librería Amapolas en Octubre. Ahí podemos seguir con esta conversación.

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