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Guadalupe Sánchez

Pedro Sánchez canceló la democracia… y lo volvería a hacer

«Las crisis sanitarias precisan de batas blancas y de EPIs, pero también de togas que controlen los excesos de los dirigentes en situaciones de excepcionalidad»

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Pedro Sánchez canceló la democracia… y lo volvería a hacer

Costas Baltas | Reuters

No hay igualdad posible al margen de la legalidad, sólo abuso y despotismo, por más que el fin invocado para subvertir la norma se nos presente como digno y loable. Ningún propósito, por muy noble que parezca, justifica la excepción. Toda causa justa dispone en nuestro ordenamiento de la herramienta jurídica apta para su consecución, ya que la idoneidad del instrumento legal es uno de los tantos reductos formales a los que recurre el Estado de derecho liberal para protegernos de las arbitrariedades del poder.

No hay fines ni motivos excluidos del imperio de la ley ni del control de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos que consagra el artículo 9 de nuestra Constitución. Así lo ha recordado el Tribunal Constitucional en la sentencia que ha declarado la inconstitucionalidad de la prórroga de seis meses del estado de alarma decretado en octubre del año pasado: «Lo que importa subrayar es que ni las apelaciones a la necesidad pueden hacerse valer por encima de la legalidad, ni los intereses generales pueden prevalecer sobre los derechos fundamentales al margen de la ley». Nada hay por encima de la ley, ni tan siquiera la salud pública, pero no por una cuestión de jerarquía sino porque en absoluto son incompatibles.

Frente a quienes quisieron y quieren hacernos creer que los jueces están jugando a ser médicos cuando cuestionan las decisiones de índole sanitaria del Ejecutivo, es necesario recordar que, en nombre de la sanidad, se pueden cometer innumerables tropelías políticas y jurídicas que acaban afectando gravemente tanto a los derechos de los ciudadanos como a la calidad de las instituciones democráticas. Las crisis sanitarias precisan de batas blancas y de EPIs, pero también de togas que controlen los excesos de los dirigentes en situaciones de excepcionalidad.

Para muestra, la actuación de la mayoría de nuestra clase política durante la pandemia. Tal y como señala el Tribunal Constitucional, la prórroga por seis meses del estado de alarma sirvió «para cancelar el régimen de control que, en garantía de los derechos de todos, corresponde al Congreso de los Diputados». Un control que no puede soslayarse ni siquiera durante un estado constitucional de crisis.

La ley orgánica que regula el estado de alarma dice que su duración será la estrictamente necesaria, así que la extensión de la prórroga está estrechamente vinculada a la evolución de la situación sanitaria. Algo que debe evaluar no sólo el Gobierno, sino también los diputados que nos representan en la sede de la soberanía popular: el Congreso, al que la ley confiere la función de supervisar la actuación del Ejecutivo. Y si al declarar el primer estado de alarma Sánchez optó, de entre las herramientas jurídicas que le brindaba el ordenamiento, por aquélla que implicaba controles parlamentarios más laxos, al prorrogar el declarado en octubre el presidente no sólo reincidió, sino que buscó deliberadamente colocarse en una situación que permitiera a su Gobierno obrar con total arbitrariedad. No dudó en sustraer su actuación del control parlamentario, sino que además delegó en las autonomías funciones que sólo a él le competían. Y lo hizo con la aquiescencia de la mayoría de la Cámara Baja: Ciudadanos votó a favor, el PP se abstuvo y sólo Vox y el diputado de Foro Asturias votaron en contra –algo que a este último le costó la reprimenda de su partido–.

«El Congreso se desapoderó de su exclusiva responsabilidad constitucional». Con esta contundencia sintetiza el máximo intérprete de nuestra Constitución la dejación de funciones que acordó el Parlamento durante nada menos que medio año. Porque la vacunación no sólo ha puesto fin a la pandemia, sino también a una dictadura sui géneris, instigada por el Gobierno y avalada por una amplia mayoría de los diputados, ya sea por acción o por omisión. Gracias a la notable excepción de Vox podemos confirmar lo que muchos ya dijimos en términos similares a los que emplea el Tribunal Constitucional: que todo aquello fue inconstitucional.

Lo más bochornoso de todo, lo que más vergüenza produce, no fueron las excusas de entonces, sino cómo las reiteran ahora. «Si tuviese que volver a hacerlo, lo haría de nuevo», afirmó esta misma semana el presidente ante sus compañeros de filas en referencia a los estados de alarma declarados inconstitucionales. Vamos, que volvería a sustraerse del control de los contrapesos democráticos, a colocar a su socio de Gobierno y vicepresidente en el CNI, a monitorizar las redes sociales buscando opiniones críticas con su gestión, a invocar comités de expertos inexistentes para justificar sus medidas etc.

Ante la gravedad de lo que afirma el Constitucional, Sánchez no sólo no actúa con propósito de enmienda, sino que exhibe la misma actitud que sus socios catalanes sobre el referéndum independentista: «Ho tornarem a fer». Qué mensaje tan peligroso y profundamente totalitario subyace tras estas palabras: según el presidente, el Estado democrático y de derecho resultaba inoperante para enfrentar la pandemia, así que la protección de la salud bien mereció suspenderlo y quebrantarlo.

Siguiendo esta perversa lógica, aquellas causas que el Gobierno identifique como nobles podrán perseguirse aun al margen de la legalidad. Para muestra, la aprobación mediante decreto ley de la nueva plusvalía tras haber sido declarada inconstitucional, y ello a pesar de haber declarado el Tribunal Constitucional en anteriores ocasiones que no cabe acudir a esta herramienta legislativa para modificar los elementos esenciales de los tributos. Pero el menosprecio de este Gobierno por la legalidad y por los contrapesos a su actuación alcanza cotas nunca vistas, ya que no sólo omite asumir responsabilidad política alguna, sino que además hace alarde y mofa de las inconstitucionalidades cometidas. La deslegitimación institucional en la que nos hallamos embarcados no parece haber tocado aún techo.

*Quisiera agradecer a mi amigo Carlos Cuervo su inestimable colaboración, sin la cual este artículo no sería posible.

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