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Pablo Isla for president

Es verdad que un directivo trabaja a menudo en medio de una considerable incertidumbre, pero dispone al menos de una brújula fiable: la cuenta de resultados

Pablo Isla for president

Pablo Isla. | Gustavo Valiente (EP)

Ahora que ha dejado Inditex, en El Debate sugieren que Pablo Isla se encargue de administrar «el maná» que viene de Europa. «No podemos seguir así», escribe José Ramón Riera. «Ha llegado el momento de tener nuestro Mario Draghi, alguien […] capaz de coger el dinero que va a llegar y gestionarlo correctamente». O aunque solo sea, gastarlo, añado, porque según estiman César Cantalapiedra y Ana María Domínguez en Cuadernos de Información Económica, el Ejecutivo apenas habría ejecutado un 5,7% de los fondos de recuperación presupuestados. «Estamos ante la absoluta ineficacia de una burocracia que contaba el 1 de enero de este año con 2.710.405 empleados públicos», argumenta Riera. Y concluye con una desesperada llamada: «Pablo Isla, te necesitamos».

La reproducción de un párrafo del artículo en LinkedIn ha generado un aluvión de recomendaciones, lo que confirma la buena salud de un viejo cliché que podría resumirse en la siguiente pregunta: ¿por qué no entregamos las riendas del país a directivos de éxito y no a políticos que no saben lo que es ganarse el pan con el sudor de la frente y cuyo mérito exclusivo ha sido abrirse paso a codazos en las listas de un partido?

El interrogante lleva implícito, sin embargo, una asunción tramposa. Ni todos los empresarios son profesionales ejemplares ni todos los políticos son parásitos indeseables. Ocurre que, en el caso de los primeros, nos fijamos en los que triunfan. Los malos (y los hay a puñados, como atestigua la Estadística del Procedimiento Concursal del INE) no aparecen en las portadas de Fortune, Business Week o Actualidad Económica.

El gobernante vive, por el contrario, en una exposición permanente. Legiones de periodistas apuntamos cada palabra y cada gesto y, si por un comprensible despiste se nos escapa algún error, ahí están la leal oposición o el compañero de partido para hacérnoslo notar.

Incertidumbre

Muchos héroes de los negocios desembarcan en la política convencidos de que el problema de los gobernantes es que, como dice mi madre, no se organizan. Les falta método. Durante la campaña que lo llevó a la Casa Blanca, Donald Trump admitió ante el entrevistador Hugh Hewitt que no tenía clara la diferencia entre Hezbolá, la guerrilla libanesa chií, y Hamás, la organización terrorista palestina, pero «al día siguiente de las elecciones», añadió, «sabré de ello más de lo que usted sabrá nunca».

La experiencia revela, sin embargo, que aquello que no se sabe antes de la toma de posesión no se aprende después. Lo impide el ritmo vertiginoso al que se suceden los acontecimientos. Como observó Henry Kissinger: «No puede haber una crisis la semana que viene. Tengo la agenda llena».

Los desafíos que se afrontan no son, además, parte de lo que Robin M. Hogarth, Tomás Lejarraga y Emre Soyer denominan «entornos de aprendizaje amables», como una cirugía de rodilla. En un quirófano se tropieza una y otra vez con situaciones similares y patrones discernibles, lo que permite adiestrarse hasta adquirir las habilidades adecuadas. Pero, ¿cómo se entrena uno para una pandemia o una crisis nuclear? Las universidades Americana, de Princeton y Hamburgo han elaborado un juego de realidad virtual en el que eres el presidente de Estados Unidos y, de repente, te informan de que 299 misiles se dirigen desde Rusia hacia tus ciudades y silos. Apenas dispones de un cuarto de hora y en ese plazo es imposible descartar que se trate de una falsa alarma. Si es real, el país desparecerá del mapa. Pero ¿y si resulta un acto de piratería? No sería la primera ocasión en que un hacker burla un sistema seguro. Ha sucedido con la NASA, el Departamento de Defensa, el Pentágono… El asistente militar que sigue a todas partes al inquilino de la Casa Blanca te tiende un maletín. En su interior está el terminal en el que debes introducir las claves secretas que desatarán el Armagedón. Hay tres opciones: un ataque restringido a los objetivos militares, que acabará con 15 millones de rusos; otro más amplio, que matará a 10 o 25 millones, y un tercero masivo, que arrojará entre 35 y 40 millones de víctimas. ¿Cuál es la respuesta adecuada? ¿Existe siquiera?

La brújula loca

Es verdad que el directivo trabaja a menudo también en medio de una considerable incertidumbre, pero dispone al menos de una brújula fiable: la cuenta de resultados. Mientras dé beneficios, todo va bien. Pero, ¿cuál es la cuenta de resultados de un país? ¿Cómo se mide el éxito? ¿En PIB per cápita? ¿En saldo exterior? ¿En esperanza de vida? ¿En igualdad?

En política, los KPI (indicadores clave de productividad) no son tan obvios y los intentos de implantarlos no han acabado bien. El esfuerzo más ambicioso lo promovió John F. Kennedy en los años 60. «Una de las promesas de campaña del joven presidente fue trasladar al Ejecutivo el estilo de gestión moderno y científico de las multinacionales», escribe Joseph Dillier en The Daily Illini. Nombró secretario de Defensa a Robert McNamara, uno de los Whiz Kids (niños prodigio) que habían revolucionado Ford con sus modelos matemáticos. Rápidamente aplicaron sus métricas a la guerra de Vietnam y concluyeron que la «ratio de muertos» les era claramente favorable: los norvietnamitas perdían 2,6 soldados por cada uno que perdían los americanos. Además, tenían más bombas, aviones y barcos. ¿Cómo iban a perder?

Animado por estos razonamientos, Kennedy escaló la implicación en Indochina. McNamara se dedicó a mejorar la ratio de norvietnamitas muertos por americano igual que había mejorado la de coches manufacturados por operario en Ford. Alcanzó tasas de productividad impresionantes, pero no sirvió de nada, porque la batalla real no se libraba en el delta del Mekong, sino en la mente de sus compatriotas y ese frente no tardó en desmoronarse. El propio McNamara declararía posteriormente que hacia 1965 ya se había convencido de que el conflicto no podía ganarse militarmente.

Nada de esto significa que las habilidades del sector privado no sean bienvenidas en el público, pero convencerse de que uno y otro son asimilables es una simplificación que únicamente conduce al fracaso y la melancolía.

O sea, Pablo Isla, te necesitamos, sí, pero dentro de un orden.

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