El infiltrado que evitó el asesinato de la Familia Real
Se cumplen 40 años del éxito de Paco Lerena, un guardia civil que se la jugó y después el servicio secreto lo dejó tirado

El rey Juan Carlos I pasando revista a las tropas durante un desfile similar al acto en el que casi atentan contra su vida. | Europa Press
Conocí a Francisco Lerena, alias Alejandro, a raíz de la publicación de su libro de memorias Así intentamos matar al Rey. Corría el año 2008, sabía desde hacía tiempo algunas de sus proezas como agente y no paré hasta conseguir una reunión para entrevistarlo.
Lo que previamente conocía de Lerena, sumado a la lectura pausada y absorbente de su biografía, había creado en mi cabeza una imagen de él cercana a un James Bond tranquilo. Me caí de semejante error a los pocos minutos de conversación y volví a la idea inicial cuando más de una hora después nos despedimos. Paco era un personaje singular cercano a George Smiley, el protagonista fascinante de muchas novelas de John le Carré. Era un espía auténtico. Era un ser humano con sentimientos, alguien que se había jugado la vida convencido del deber de servir que había mamado en la Guardia Civil.
En los años 80, tras el frustrado golpe de Estado del 23-F, Lerena hizo un inmejorable trabajo como agente infiltrado en la extrema derecha que continuaba batallando en las cloacas para subvertir el régimen y provocar la llegada de una dictadura militar. Evitó varios atentados, uno con explosivos, que podría haber tenido consecuencias dramáticas, contra un autobús de familiares de ETA que se dirigía a visitar a sus presos. Lo que lo convirtió en un mito del espionaje y le hizo pasar a la historia fue su labor para impedir que en 1985, durante el desfile de las Fuerzas Armadas en La Coruña, explotara una bomba debajo de la tribuna desde donde presidiría el acto la familia real al completo, acompañada por el presidente del Gobierno Felipe González y el ministro de Defensa, Narcís Serra.
Había conocido a muchos agentes durante los anteriores veinte años y era la primera vez que me sentía delante de un Smiley. Lerena no era alto, no parecía demasiado fuerte, la sonrisa no le salía con felicidad, no se sentía alguien especial. Había realizado su trabajo y en ese momento lo contaba con suma naturalidad. No tardé en descubrir que la tristeza que desprendían sus ojos estaba relacionada con los acontecimientos que provocaron su salida por la puerta de atrás del servicio secreto.
Temor a una venganza
Volví a verlo tiempo después y durante los años siguientes nos hemos reunido varias veces delante de un café con leche y unos churros –en ese ambiente aparece el personaje que está basado en él en mi libro Líneas rojas–. Al principio de nuestros encuentros, quedábamos en la calle delante de algún bar y él aparecía por sorpresa, nunca sabía de dónde. Imagino que me había estado observando, oculto en algún sitio, mientras yo lo esperaba en el punto convenido. A pesar del tiempo que había pasado, Lerena seguía cumpliendo estrictas medidas de seguridad, tal era la preocupación que tenía de que alguno de los que había engañado en su infiltración en la extrema derecha pudiera vengarse tras la publicación de su libro.
Hablábamos de mil cosas. De la familia, de la vida, de política, de espionaje. Llegamos a ser amigos, al menos yo lo considero como tal. Al principio me costó comprender su sentido trágico de la existencia y más tarde, por desgracia, me sentí identificado con sus problemas.
Cada vez que pienso en él, lo imagino decepcionado y hundido cuando, tras jugarse la vida en la infiltración, descubrió que el servicio secreto no pensaba cumplir ninguna de las promesas que le había hecho en el momento de captarlo. Día tras día, mientras charlábamos relajadamente en un solitario bar, fui conociendo los detalles más íntimos de su aventura. Paco Lerena lo dejó todo, abandonó sus expectativas de futuro en una ciudad lejana y se vino a Madrid para convertirse en agente de un servicio que le aseguró un sueldo digno y, sobre todo, una salida profesional para cuando concluyera la tarea. ¿Hacía falta prometerle lo que no pensaban cumplir? Sí, era imprescindible. Un hombre con mujer e hijos no lo abandona todo para embarcarse en una aventura sin perspectiva de futuro. Ellos lo sabían y por eso lo engañaron dejándolo luego tirado.
¿Y si alguien le da públicamente las gracias?
Cuando finiquitó con su exitosa actuación la amenaza de la extrema derecha, le fueron bajando el sueldo mientras le prometían regentar alguna de las tapaderas que el servicio estaba montando. Más tarde, lo arrojaron al lodazal. Paco, al que se conoce como Lobo Azul, comparando su exitosa infiltración con la de Mikel Lejarza en ETA, no volvió a levantar cabeza. Le destrozaron la vida.
Un amigo espía siempre me habla de la frialdad de La Casa, que todos más o menos entienden mientras reciben un sueldo, pero ninguno lo hace cuando se va. Muchos como Paco han sufrido por culpa de esa organización que pocas veces agradece los servicios prestados a las personas que se la juegan en su nombre. En 2025 se cumplen 40 años de su brillante trabajo, alguien podría reconocérselo públicamente. Todavía están a tiempo.