El referéndum ilegal del 1 de octubre es el verdadero mito fundacional del independentismo. 1714 está demasiado lejos. El 1 de octubre es una herida abierta que ha de mantenerse así. A partir de ese otoño, y de sus consecuencias políticas y jurídicas, el independentismo extrae toda su legitimidad hoy.
Ya lo había dicho Torra en donde Alsina y han repetido estos días Turull, Torrent y tantos más. El pueblo está por encima de la ley. Es algo que escandalizó a los demócratas habituales y hasta al mismísimo Rey de España pero que no logró, hasta donde tengo noticia, escandalizar a los nacionalistas catalanes. Y debería y mucho, porque es de ellos y de su catalanidad de la que se están olvidando Torra, Torrent, Turull y todos los que han ido aceptando este discurso, profunda y evidentemente antidemocrático, ni más ni menos que en nombre de la radicalidad democrática.
Dentro de unos días, se iniciará en el Tribunal Supremo la vista oral del juicio contra los instigadores del procés, circunstancia que con previsible automatismo ha renovado la atención de los medios extranjeros sobre España. Hemos leído comentarios editoriales sobre la inquisición medieval y recomendaciones de indulto, mientras el independentismo redoblaba su campaña para presentarse como víctima de un injusto delito de opinión.
Media España se ha lanzado estos días a un frenesí opinativo que ha tenido en las redes sociales su altavoz privilegiado.
Uno de los tópicos más insidiosos de cuantos ha generado el procés es la afirmación de que los políticos han engañado a la gente, como si lo reprochable, antes que el intento de golpe de Estado, fuera la ineficacia de los golpistas. “Habéis jugado con nuestras ilusiones”, claman los dolientes, limitando la responsabilidad de los Mas, Puigdemont o Junqueras al hecho (¡im-per-do-na-pla!) de no haber obrado con la solvencia que la empresa requería.
Pensar el uno del octubre de 2017 como momento central del catalanismo ilumina algunas de estas reflexiones escritas por el autor alemán.
El 1-O fue una tómbola de pueblo elevada a acto fundacional. La misión de ese día no era en realidad conocer ninguna verdad, sino establecerla.
No había mejor escenario que un teatro –el Teatro Nacional de Cataluña- para acoger el discurso lleno de mentiras del presidente de la Generalitat. A diferencia del teatro convencional, no obstante, su discurso no ha conseguido ni emocionar ni a los más convencidos ni aportar un atisbo de esperanza en esta enésima nueva hoja de ruta que indefectiblemente culmina con el muro del Estado.
No consigo encontrar en el asunto catalán nada que pueda resultar de interés salvo el efecto secundario, y sin embargo notable, de haber sacado a flote nuestra rudimentaria cultura política.