«La escuela está educando a las nuevas generaciones en el recelo al futuro. Antes se iba a la escuela para tener un porvenir. Ahora se va para temerlo»»»
En dos semanas hemos conocido la relación estadística que existe entre la renta familiar, los códigos postales y el absentismo escolar. La conclusión: que ser pobre no es ningún chollo.
Permítame el lector rogarle que, por unos instantes, se figure la siguiente escena. Un caminante, de no muchas luces, se topa, mientras atraviesa un frondoso bosque, con un río que debe por fuerza franquear si de llegar a su destino se trata. El hombre empero vacila, pues siente miedo de la corriente y no divisa ni aguas arriba ni aguas abajo vado alguno que le facilite el tránsito.
No es un mal ejercicio pedagógico en este asueto sofocante recuperar la serie-documental La Transición de la periodista Victoria Prego.
Entro siempre motivada de todo lo que voy a decir. Mientras me dan la acreditación y atravieso la pista de atletismo, hago repaso de las debilidades y bondades de mi hijo. Esta vez me han llamado ellos. Al parecer, el otro día no pudo más y se echó a llorar en clase, diciendo que iba a coger una ametralladora para acabar con todo el colegio. El chiquitín rubio que siempre sonríe, que hace chascarrillos, que saca dieces en las asignaturas más difíciles, el pequeño achuchable de ocho años que va a todas partes con su elefante de peluche, gritó: ¡voy a mataros a todos! Y por primera vez en siete años, no soy yo quien ha de llamar a la pedagoga para pedirle ayuda, para solicitar adaptaciones o ejercicios motivadores para mi hijo de Altas Capacidades que jamás he conseguido. Por primera vez es ella la que me llama a mí para preguntarme si mi hijo es feliz.
Esa mirada me recuerda a la de Roma, el niño de ‘Leviatán’, la ambiciosa y pesante película de Andrei Zvyagintsev, que contempla cómo las vanas ilusiones de su padre se van desmoronando frente al empuje de lo terrenal. En ese pueblecito a orillas del mar de Barents, al norte de Rusia, la belleza serena del paisaje se mezcla con la ruina de lo material: barcas encalladas, edificios abandonados y el esqueleto de un cetáceo que quedó varado en una ría.
Es mucho mejor practicar diez minutos de ejercicio al día, que pasar tres horas en el gimnasio y no volver en todo un mes. ¿Pero qué pasa cuando el deporte se reduce a hacer unos saltitos un tanto gansos y cinco abdominales con la espalda torcida en el saloncito de casa?
A mí, que soy hombre de consenso, me gustaría zanjar esta polémica diciendo que yo también estoy en contra de los malos deberes y a favor de los buenos. Pero mucho me temo que la polémica que nos ocupa no tiene tanto que ver con los deberes como con el pánico que todo buen demócrata siente ante la desigualdad, a la que no sabe concebir como nada más que como injusto privilegio. Y qué duda cabe que los deberes la evidencian de forma inevitable, si no es que incluso la causan ellos mismos.
Ciberbullying no es el antagonista de la nueva saga de Star Wars ni la última creación del mercado tecnológico. Nada de eso. Ciberbullying es el mote con el que han dado los expertos para nombrar al acoso escolar, un problema de la educación que llevamos años viendo por la tele. Tantos como sin hacer nada serio al respecto, sin plantearnos salidas, soluciones; sin abordar el drama desde dentro: en las instituciones, en las aulas, en los despachos. Parece que hubiese un silencio pactado, un silencio de vergüenza al que nadie diese importancia, y no porque no la tuviese, sino por miedo a averiguar la envergadura de la tragedia en la sociedad. El ninguneo del que no se atreve a mirar a los ojos. El ninguneo cómplice del que prefiere apartar la cabeza para otro lado. De todo esto saco unos breves apuntes.