Ayer, una semana después de que la sacrificáramos, me desperté hecho un ovillo en mi lado de la cama y extendí el brazo con sumo cuidado, tanteando las sábanas en busca de lo que, en mi letargo matinal, aún no tenía por su ausencia. Mica me habría mordisqueado la mano, se habría sacudido mi tentativa de caricia con un leve cabeceo y se habría escurrido hacia el suelo, acaso dejando en el aire un maullido quejoso.
Ha llegado Draco desde Huelva, donde vagaba por la calle hasta que Miriam lo rescató. Tiene dos cicatrices en la cabeza y una en la oreja, como si le hubieran arrancado un pendiente en la encerrona de la que, imagino, consiguió escapar. Las patas, con apenas cuatro meses, indican que será grande. Se le han caído dos dientes de leche, está sano y ayer tarde descubrió el alocado comportamiento de una pelota de tenis. Le gusta el jazz.
Hay algo definitivamente poco frívolo en el perro, y quizá, cuando Cervantes y Shakespeare los hacen hablar, no hacían sino intuir como intuyó Malaparte- que el encuentro de un hombre y un perro siempre es el de dos formas de dignidad.
Donde mucha gente sólo ve un animal poco agradable a la vista, otros vemos un ser vivo que es capaz de hacer feliz a una persona. Porque las mascotas tienen esa capacidad, pueden hacernos despertar con una sonrisa, nos hacen compañía, siempre están a nuestro lado.
Recordarán El planeta de los simios. Cualquiera que la vea por primera vez se queda impactado por esa última escena en la que el astronauta Charlton Heston descubre que no ha viajado en el espacio, sino en el tiempo.