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Agota Kristof: la escritora del desamparo

Alpha Decay reúne veinticinco brevísimos textos que conforman las primeras exploraciones literarias en lengua francesa de la autora de ‘Claus y Lucas’ y al mismo tiempo condensan la poética que Kristof desarrollará en obras posteriores

Agota Kristof: la escritora del desamparo

Alpha Decay

«¿Cómo habría sido mi vida si no hubiera dejado mi país? Más dura, más pobre, pero también menos solitaria, menos rota; quizá feliz», se pregunta Agota Kristof en La analfabeta, su breve, incisivo y bello texto autobiográfico. No hay una respuesta capaz de alumbrar la vida que no se tuvo. Un «quizá» alude a la duda irresoluble en torno a esa vida que Kristof dejó atrás cuando huyó de Budapest y, junto a su marido y su hija de tan solo cuatro meses, buscó refugio en Neuchâtel, una pequeña ciudad suiza. Aquella veinteañera que, pocos días antes, leía los versos de Sándor Petöfi frente a una derruida estatua de Stalin huye de su ciudad y de su país, sin tan siquiera tener tiempo de dar un último adiós a sus padres.

«Dejé a mis hermanos, mis padres; sin avisarles, sin despedirme de ellos, sin decirles adiós. Pero, sobre todo, ese día, ese día de finales de noviembre del año 1956, perdí definitivamente mi pertenencia a un pueblo», recuerda en aquel breve texto en el que reflexiona sobre cómo su llegada a Suiza la convirtió en una «analfabeta», en alguien que debía aprender a leer y escribir otra vez, en una lengua, el francés, que le era totalmente desconocida. Paradójicamente, ese aprender de nuevo implicaría, con el tiempo, dejar atrás el ruso, la «lengua invasora» en la que había leído tantos libros desde que con cuatro años se le inoculó el vicio de la lectura. 

De ese «aprendizaje» nacieron los veinticinco cuentos reunidos en Da igual, publicados por Alpha Decay, editorial que hace apenas unos años reeditó La analfabeta. Los veinticinco brevísimos textos aquí reunidos no solo son las primeras exploraciones literarias en lengua francesa de la autora de Claus y Lucas, sino que al mismo tiempo condensan la poética que Kristof desarrollará en obras posteriores y, a la vez, dialogan con los otros dos géneros literarios explorados por la autora además de la narrativa: la poesía y, sobre todo, el teatro.

En efecto, en estos veinticinco relatos, la escritora recurre en más de una ocasión al diálogo como forma narrativa; a veces, como sucede en El hacha, cuento que abre el libro, solamente escuchamos la voz de uno de los personajes -aquí una mujer trata de explicar a un médico la extraña muerte de su marido, que, al caerse de la cama, se ha clavado un hacha en la cabeza- y, a veces, nos encontramos más de una voz, como sucede en La casa, donde el protagonista, un niño que se hace adulto marcado por los traslados, dialoga con distintos interlocutores -el amigo, el antiguo vecino, un niño-, entre los que está su primera casa. «Se te ve cansada (…). Aun así tienes que saber que he vuelto», le dirá al reencontrarse con sus viejos muros, antes de decidirse por construir idéntica, «como si se pudiera copiar lo que hemos construido».

Agota Kristof: la escritora del desamparo 1
Imagen vía Alpha Decay.

En La casa, el edificio en el que transcurrió parte de su infancia el protagonista es algo más que un conjunto de viejas paredes: es el testimonio de un pasado que, por mucho se que quiera, no puede reconstruirse. Los escombros, parece decirnos Kristof, están ahí para quedarse. Toda reconstrucción será falaz, pues nunca se podrá replicar aquello que algún día fue y ya no es.

Como la vieja casa de este relato, en Las calles, otro de los textos que componen Da igual, las vías que tanto le gusta recorrer al protagonista –«Le gustaba pasear por las calles desde niño. Por las calles de aquel pueblecito sin porvenir»- también trascienden su naturaleza muda, convirtiéndose en el único hogar posible para el niño que, ya anciano, sigue transitándolas, encontrando en ellas el único refugio posible. El protagonista de Las calles es, en este sentido, una especie de flâneur que hace de las calles su hogar, por las que sigue vagando, casi como si fuera un personaje rulfiano, una vez muerto. Pero ¿acaso no está también muerto ese «pueblecito sin porvenir»? ¿Acaso no es el caminar del protagonista una forma de rescatar aquello que ya no está? De esta manera, Las calles dialoga con La casa, pues en ambos relatos encontramos el tema del exilio y de la pérdida, ejes centrales de gran parte de la obra de Kristoff y, sobre todo, ejes centrales de su teatro, publicado recientemente por primera vez en castellano por la editorial Sitara en traducción de José Ovejero. 

«¿Cuándo dejaremos de llorar y de vengar a nuestros muertos? ¿Cuándo dejaremos de matar y llorar? Somos los supervivientes, los cobardes, los incapaces de luchar incapaces de matar. Queremos olvidar. Queremos vivir», leemos en La venganza, uno de los relatos más breves y, a la vez, más incisivos; una especie de parábola de la historia contemporánea de Europa y de sus fracturas, abiertas, nunca cerradas, imposibles de ser olvidadas y repetidamente vengadas. Las víctimas convertidas en verdugos, los muertos en excusas para una lucha que parece no tener fin. Y es que, al final, siempre aparece el hombre que, como venganza, levanta «su arma» y abate «del primero al último». Como Las calles y La casa, el relato La venganza entronca directamente con los temas centrales de Kristof; ya no solo el exilio y la pérdida, sino también la violencia y la brutalidad como expresiones y también como consecuencias de la tiranía política.

Junto a la brevedad de los relatos, hay que destacar su contundencia: la escritora húngara no se recrea ni busca adornos innecesarios, su prosa es seca y directa como la sordidez de los paisajes, geográficos y humanos, que construye a través de una prosa que si, por un lado, dialoga con su obra teatral, por el otro, tiene algo de poético, como puede verse en Da igual y El ladrón, dos relatos que bien pueden leerse como poemas narrativos, algo que también podría decirse de La gran rueda. Se trata de un relato de apenas dos páginas a lo largo del cual el lector siente el miedo de ser observado y vigilado por una instancia superior a la que no puede dar nombre, pero que está ahí: «Quiero verte sufrir todavía más. Quiero que estés harto de todo lo demás. Quiero que vengas a suplicarme que te lleve». El lector se convierte en la víctima de una voz inclemente que se dirige a él directamente, que lo apela rompiendo así lo que, en términos teatrales, podríamos llamar la cuarta pared. Aquí como en muchos de los otros textos de Da igual, Kristof desdibuja la línea que separa el adentro y el afuera del texto a través de la apelación constante al lector, hablándole directamente a un tú que no es otro que nosotros, los lectores, convertidos en parte activa de una historia de violencia, poder, abandono y exilio de la que formamos inevitablemente parte. Es precisamente el sentirse parte de esta historia lo que recrudece todavía más si cabe los relatos, que no nos son ajenos, pues formamos parte de ellos y no solo como meros espectadores externos. 

«Antes buscaba, iba de aquí para allá continuamente. Esperaba algo. ¿El qué? No sabía. Pero pensaba que la vida no podía ser eso, o sea: nada», nos dice Kristof en el relato Pienso que para, de inmediato, apenas pocas líneas después, quitarnos toda esperanza: «Ahora pienso que no hay nada que esperar, así que me quedo en mi habitación, sentada en una silla, no hago nada». Desde esa silla, la escritora nos recuerda que, como ya nos advirtió Beckett, Godot nunca va a venir y nos recuerda también en su relato El escritor que la escritura ya no salva, que solo es posible escribir «lo escribible». Todo lo demás se escapa de la palabra y del sentido dejándonos en plena soledad en este descampado que, como dice el poeta y periodista Antonio Lucas, «es esta vida perra». 

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