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Cultura

Raúl Zurita y la «intolerable» belleza del arte

Conversamos con el ganador del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 2020 por su ‘Sobre la noche el cielo y al final el mar’ (Literatura Random House, 2021)

Raúl Zurita y la «intolerable» belleza del arte

Lorena Palavecino | PRHGE Chile

«Una de las condiciones más absolutas del pasado es que en él todo existe menos el pasado», sentencia desde Santiago de Chile el poeta Raúl Zurita que, con 71 años y tras haber sido laureado hace apenas un año con el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, presenta Sobre la noche el cielo y al final el mar (Literatura Random House), un libro en prosa y en tercera persona en el que su padre, la voz narrativa, carga la cabeza del poeta durante un largo deambular por la capital chilena, durante el cual cuenta entre evocaciones las vivencias de ese hijo decapitado, protagonista mudo de una historia que le pertenece y, al mismo tiempo, le sobrepasa.

«Me he empeñado en construir una obra que sea paralela a mi vida, no porque mi vida tenga algo especial, sino porque es la vida de cualquier persona y me he entregado por entero a ello», comenta Zurita que, como ya hiciera en El día más blanco, ofrece a través de su propia historia un retrato de su país, Chile. De esta manera, esa autorreferencialidad que, aparentemente, ha definido su obra poética se amplía y traspasa los márgenes del yo para narrar una historia compartida que pertenece a todos y a nadie al mismo tiempo. Nos equivocamos, nos recuerda Zurita en las páginas de Sobre la noche el cielo y al final el mar, «creemos ser uno solo, pero somos tantos y la historia de uno es la historia de todos, desde una pelusa de polvo hasta las estrellas de la noche». De ahí la fuerza narrativa de ese padre que recorre las calles con la cabeza decapitada del hijo, que escucha atento «esta maldita historia llena de culpas, de sueños y de presentimientos», pero también llena de violencia, cuerpos violentados y vidas perdidas durante esa dictadura contra la que un joven Zurita combatió junto a Lotty Rosenfeld, Juan Castillo, Fernando Balcells y Diamela Eltit, con quien el poeta terminaría casándose y cuyo nombre omite a lo largo de las 236 páginas. 

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Imagen vía Literatura Random House.

Todos ellos formaban parte del CADA (Colectivo de Acciones de Arte) y, a través de acciones artísticas y performance, se constituyeron públicamente como oposición al régimen de Pinochet a la vez que articularon, desde posiciones próximas a la neovanguardia, un relato disidente dentro de los discursos artísticos dominantes en el Chile de entonces. De lo que se trataba era de establecer una interacción directa entre arte y vida a través de la cual transformar la sociedad y embestir contra todo tipo de convenciones y valores imperantes. «Me viene, hay días, una gana ubérrima, política…», decía César Vallejo, cuyas palabras resumen el espíritu de Para no morir de hambre en el arte, una de las tantas acciones del CADA y que Zurita rememora en la primera parte del libro. Tuvo lugar en 1979 y su objetivo final era denunciar la pobreza en la que vivía un gran número de chilenos. La performance contó con distintas acciones: desde colgar en la fachada del Museo de Bellas Artes un enorme lienzo blanco durante un desfile de camiones de leche hasta el repartir litros de leche en los barrios marginales de Santiago y pronunciar públicamente un discurso de denuncia a través de altavoces colocados fuera del edificio del CEPAL. 

«Cuando la humanidad entera se postre llorando frente a la Pietá, el mundo habrá terminado»

Han pasado más de cuatro décadas desde entonces, pero Zurita sigue convencido de que el arte es, por definición, un gesto radical, «una profanación permanente». Lo es «incluso el arte cortesano. Christo lo fue, Goya lo fue, Miguel Ángel. El solo hecho de que exista es visto por los poderes como un peligro latente». Es consciente de que «el mercado del arte, las industrias editoriales pueden imbuirlo todo con un sentimiento de falsa seguridad, de pax romana», pero «el conflicto está allí. El exceso de belleza es intolerable para el mundo. Ese exceso es la violencia del arte. Cuando la humanidad entera se postre llorando frente a la Pietá, el mundo habrá terminado».

Sin embargo, basta mirar alrededor, para darse cuenta de que todavía queda mucho tiempo para que el mundo se postre entre lágrimas frente la Pietá, un tiempo en el que el arte y, consecuentemente, el artista no puede sino perseverar. El artista no puede sino ser consecuente con la radicalidad inherente a la creación: «En la vida puedes ser un socialdemócrata, pero no en el arte», apunta Zurita, quien rememora cuando en marzo de 1980, coherentemente con la idea de que arte y vida deben confluir, trató de cegarse con amoniaco. Un acto radical de amor y un gesto político, recuerda el poeta: «Frente al horror lo que está en juego es ver, porque, por extremo o demencial que parezca, está la otra elección: decidir no ver. Yo quería fundirme con los cuerpos destrozados y desaparecidos de la dictadura. Era también un homenaje y un poema de amor. Iba a escribir unos poemas en el cielo. No quería verlos, quería que otros lo vieran por mí». Quizás, añade Zurita, algunos puedan considerar este gesto como «una demencia, pero los dementes era otros, eran los que a los prisioneros les sacaban vivos con corvos los ojos de las cuencas antes de matarlos».

«Si fuera creyente diría que el arte es el soplo casi inaudible de Dios. Es bello ponerlo así. Pero Dios no viene, pero Dios no siente, pero Dios no es»

No hubo demencia en aquel gesto ni tampoco en ninguna de las acciones llevadas a cabo junto al CADA; es cierto que no acabaron con Pinochet, pues, no hay que ser ingenuos, «el arte no puede derribar una dictadura, ni detener los feminicidios, ni suprimir la esclavitud infantil», matiza Zurita, sin embargo, la radicalidad de todas aquellas actuaciones refleja el convencimiento, todavía hoy intacto en el poeta, de que «sin arte ningún cambio es posible». Es tajante al respecto: «Un ser humano puede vivir tres días sin ingerir agua, pero si se terminara el arte, la humanidad se acabaría en los próximos cinco minutos, porque eso significaría que se acabaron los sueños y nadie, absolutamente nadie, puede vivir sin un sueño. Fíjate en esas madres sosteniendo lo que queda de su hijo triturado por una bomba y te preguntas por qué no se mata, cómo se puede soportar tanto dolor y es el sueño, el pobre sueño que nos mantiene vivos. Si fuera creyente diría que el arte es el soplo casi inaudible de Dios. Es bello ponerlo así. Pero Dios no viene, pero Dios no siente, pero Dios no es». 

Raúl Zurita y la «intolerable» belleza del arte
«En la vida puedes ser un socialdemócrata, pero no en el arte». | Foto: Lorena Palavecino | PRHGE Chile.

Sobre la noche el cielo y al final el mar es un testimonio, sí, de un tiempo pretérito y de unas vivencias, pero, sobre todo, de la relación de un joven poeta con el arte y de cómo el arte se convierte no solo en una herramienta transformadora de la realidad, sino en una forma de vida y en la expresión más profunda de compromiso con uno mismo y con el entorno. Y como testimonio de una experiencia que trasciende lo puramente individual, no hay que buscar en Sobre la noche el cielo y al final el mar la verdad de unos recuerdos, porque «no son los recuerdos los que se imponen a la escritura, sino que es la escritura la que impone los recuerdos. El tema de la poesía no es la verdad», algo que sabía muy bien Hesíodo, «al que se le presentan las musas y le dicen que ellas pueden decir muchas mentiras con apariencias de verdad y también decir la verdad cuando les da la gana, por lo que al leer un poema no podemos saber si lo que dice es mentira o es verdad».

Por esto, a Zurita no le importa romper con los dictámenes del más exigente realismo, porque Sobre la noche el cielo y al final el mar no quiere -y no puede- ser una mera transcripción de hechos, sino la construcción de una realidad que contiene todas las realidades posibles, aquello que podría o pudo ser. Y solamente allí, en esa «escritura nos inventa un pasado y nos da un rostro, una identidad e incluso una identidad sexual», donde se derrumban los discursos dominantes, las ideas asumidas y las convenciones. Y, ante todo, donde «se derrumban todas las teorías sobre el patriarcado, el primer principio es que yo no soy hombre ni mujer, soy lo que la escritura dicta que sea. Qué es Virginia Woolf, qué es Pablo Neruda, sino conceptos, sombras, a las que no podemos decirles ni preguntarles nada porque ellos ya están fuera del lenguaje, pero lo que sí existe es una novela como Miss Dalloway, o los poemas de Residencia en la tierra, y son tan reales que leerlos nos pueden cambiar la vida». Como también puede cambiarnos la vida la lectura de Sobre la noche el cielo y al final el mar, cuyas páginas nos recuerdan que de la misma manera que en cada uno de los momentos de nuestra historia está contenida la historia de todos, «en cada nuevo instante de nuestra vida está contenida toda nuestra vida, y las cosas muertas, como los sueños muertos o los amores muertos, nunca terminan de morir porque en todo amor vivo están todos los amores muertos». 

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