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Sociedad

Hay un inspector en mi sopa

En sus trabajos, los inspectores de la Michelin son gente discreta y educada, excepto cuando hacen acto de presencia en Twitter

Hay un inspector en mi sopa

Kevin Grieve | Unsplash

Los inspectores de la Guía Michelin son como los audímetros de televisión, nos han contado que existen, pero nadie los ha visto. Bueno, nadie, nadie, no. Como ocurre con Dios, algunos no los han visto nunca y otros los vemos en todas partes. Vale, yo verlos tampoco los he visto, pero he hablado con ellos, con los inspectores, no con Dios. Y puedo decir que son muchos, muchísimos.

Pero vamos a centrarnos: Los inspectores de la guía francesa son esos individuos que van solos a restaurantes malos, buenos y muy buenos, siempre restaurantes interesantes. Reservan mesa con nombres falsos, comen por encima de sus posibilidades y cuando han pagado la cuenta, se identifican y piden hablar con la chef (o el chef, que me han dicho que alguno hay). Luego se retiran a sus aposentos para digerirlo todo y redactar un informe donde ponen de vuelta y media el pescado de piscifactoría que han comido o cantan las mil grandezas del menú. Esos informes sólo los leen las personas de la guía. En cambio, ya adelanto que tengo el honor de haber recibido muchos informes de los inspectores Michelin.

Dicen quienes han visto a estos expertos en persona, que son hombres gordos de mediana edad. Hombres gordos misteriosos, no vayamos a creer que pertenecen a la especie de gordo común. Estos hombres no les cuentan ni a su familia ni a sus amigos a qué se dedican. No quisiera yo con este dato hacerle a nadie creer que ese amigo emprendedor, ese cerebro de startups a punto de dar un pelotazo en Google que nadie sabe bien qué hace con su vida, es en realidad un inspector y no te lo quiere decir. Si tu amigo te ha dicho, porro en mano, que está creando una startup, créelo y no pienses que es inspector. Básicamente porque los inspectores no paran mucho por casa, y tu amigo, que no está en Silicon Valley porque no quiere, es escultor de sofás.

Nadie —casi nadie— sabe quiénes son esos inspectores. Nadie les pone una cara concreta. Cambian a menudo de aspecto, como los Transformers. Su existencia genera mucha confusión en el resto de la gente, así que si dices, como es mi caso, que eres periodista gastronómica, siempre surgen preguntas sobre si voy a los restaurantes de incógnito; si como gratis y si monto un pollo a grito pelao porque las croquetas eran industriales. No, un periodista gastronómico no necesariamente es un crítico gastronómico. La mayoría de los periodistas gastronómicos no comemos gratis en los sitios y, al menos yo, nunca le monto un pollo a nadie si la comida no me ha gustado, no soy Chicote. También está bien que sepamos que un crítico gastronómico no siempre trabaja en la Michelin. Y si trabajase en la Michelin, tampoco te lo diría.

Además de entrevistas y artículos sobre el trabajo de los inspectores Michelin, en 2018 se publicó un cómic muy entretenido donde Emmanuelle Maisonneuve, que no es ni hombre ni gordo, relata su experiencia como inspectora de la Guía. El cómic se llama El gusto de Emma, editado en español por Ponent Mon. Una lectura que recomiendo mucho para saber cómo trabajan, cómo viven y los dilemas personales y profesionales que entraña esa profesión.

Ahora volvamos a lo del principio: Yo sí he leído informes de inspectores Michelin. Y sí, claro que sí, he hablado con ellos. ¿Que cómo he conseguido esto? Pues porque he descubierto un método infalible para detectar inspectores: sube una foto de comida a Twitter y espera. Los inspectores no tardarán en morder el anzuelo. En cuestión de minutos tu timeline es un hervidero de inspectores de lo gastro. Es importante, eso sí, no confundir inspectores con personas, no son lo mismo. Los que vienen de buenas, son amables y tienen ganas de conversación e intercambio de pareceres, no son inspectores. Los que juzgan tu comida con pasión y desprecio, sí. Ahí hay un inspector, que no se te escape.

En sus trabajos, los inspectores de la Michelin son discretos y educados. Eso demuestra Maisonneuve en su cómic y eso han contado otros inspectores anónimos en las entrevistas que se han publicado. Nunca vierten una opinión pública, nunca comentan un plato en el restaurante y, por supuesto, nunca le faltan el respeto a nadie y menos al comensal. En cambio, cuando un inspector hace acto de presencia en Twitter, lo reconocerás porque después de decir que tu comida es una basura, no tiene ningún problema en llamarte amargada, gorda o puta. Además, el inspector entregado espera que después de esto te apetezca ver las fotos de lo que se comió él en 1997, que eso sí que estaba bueno y no “la mierda” esa que te vas a meter tú entre pecho y espalda.

Todos los inspectores son apasionados e implicados con lo que hacen. Así que es un verdadero honor recibir sus insultos y aprender de ellos. Disfruto tanto con sus comentarios, siempre enriquecedores, que cuando no opinan sobre lo que voy a comer yo, visito el perfil de Twitter Comensal Enfurecido. Ahí leo con detenimiento y tomando apuntes todos los informes de los inspectores gastronómicos que recoge esta cuenta. En ese caso vierten un buen aderezo de bilis sobre lo que han comido ellos mismos y sobre el personal de sala de los restaurantes que han visitado. Es un no parar de aprender cosas, como por ejemplo, que un menú sin esferificaciones ni es menú ni es ná. Me gusta especialmente cuando la valoración va más allá de la comida y te enteras de que fueron a comer y tuvieron que pagar la cuenta (¿tú te crees?) o cuando destacan que en ese restaurante la cristalería se rompe al golpearla y te la cobran. No hay derecho. Pero sobre todo, me llena de esperanza que estos inspectores estén haciendo cantera transmitiéndoles a sus hijos los valores de esta bonita profesión, como es el caso del niño experto en croquetas o el hijo radar de trampantojos.

Por todo esto, me gustaría cerrar este artículo haciendo un llamamiento a los inspectores gastronómicos de internet. No cesen su labor. Nuestra comida es asquerosa y su azote feroz el alimento de nuestras almas.

Prodíguense más. No nos priven del lujo de verles en todas nuestras sopas. 

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