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Sánchez, ese Fernando VII de baratillo

«El votante fino también es un manifestante fino. Dediqué un tiempo a considerar qué quería exactamente gritarle a Sánchez. Me quedé con dos palabras: ‘¡Fuera!’ y ‘¡Canalla!’».

Sánchez, ese Fernando VII de baratillo

Protesta contra el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. | EFE

1. La perversión del militante político es perder de vista que hay un bien superior al partido que defiende: la existencia de otros partidos y su alternancia en el poder. El pluralismo, en resumidas cuentas. A lo largo de mi vida política, nunca militante, he apreciado las virtudes del cambio de partido en los gobiernos: la ventilación que supone. Pero ahora se ha impuesto el tipo de militante obcecado que solo ve lo suyo. El que no gobierne jamás la derecha es hoy el bien supremo para la izquierda, al que hay que sacrificarlo todo: la verdad, la ley, la libertad, la igualdad, la fraternidad, la organización y la existencia misma del país. El presidente Sánchez es desdichadamente en España el líder de esta aberración. Un líder activo: va a por ello y lo consigue. A costa de una España crispada, polarizada, socialmente rota, pronto arruinada y ya embrutecida.

2. Iré este domingo a la manifestación de la Puerta del Sol de Madrid, contra la amnistía y en favor del Estado de derecho. El presidente Sánchez ha conseguido levantarme de mi sofá austrohúngaro. ¡Soy el Lázaro austrohúngaro ahora, que camina! Ya lo hizo el viernes, un día después de su infame pacto con Puigdemont, cuando vino a la Subdelegación del Gobierno en Málaga a reunirse con el canciller alemán Scholz.

A los malagueños, pues, se nos dio la ocasión de desahogarnos un poco contra este Fernando VII de baratillo que es Sánchez. A las manifestaciones se va a hacer bulto y a amplificar ripios, pero yo quería ahorrarme lo segundo. Y los demás insultos, aunque no fuesen rimados. El votante fino también es, o pretende ser, un manifestante fino. Dediqué un tiempo a considerar qué quería exactamente gritarle a Sánchez. Me quedé con dos palabras: «¡Fuera!» y «¡Canalla!». Armado con ellas en la boca, como dos bolas de chicle, fui a la sede de la Subdelegación. Una hora antes no había nadie: solo furgones policiales y policías, burócratas trajeados en el rellano tras la verja, cuatro ultraderechistas que parecían sacados de la película ‘7 días de enero’ (no me extrañaría que los hubiese puesto el Gobierno). Como el chiringuito Oasis está al lado, fui a tomarme un whisky al solecito, mientras este iba declinando con parsimonia. Cuando llegó la hora de Sánchez aún quedaba sol y aún me quedaba whisky, así que decidí aplazar la política por la vida una vez más. Una corriente de aire levantó arenilla a lo lejos, arenilla que por la luz que la atravesaba parecía polvo de oro. Podría haberme ido entonces, porque nada me pareció más antisanchista que aquella pausa del embrutecimiento. Pero al final fui. Había ya una multitud con banderas de España y gritando: «Pedro Sánchez, hijo de puta», «Puigdemont a prisión», «Que te vote Txapote»… El ambiente era más bien festivo. Solo vi una bandera con aguilucho: el premio que busca la prensa gubernamental y que siempre hay algún ‘apretao’ que le brinda. Los gritos no me animaban a sumarme, así que me limité a hacer bulto. Observé que por aquí y por allá había ciudadanos como yo: solitarios, silentes, resistiendo con sobriedad. De pronto la multitud se puso a repetir una de mis dos palabras elegidas: «¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!»… Me monté en la ola, coreé esa palabra y saqué la otra que traía: «¡Canalla! ¡Canalla! ¡Canalla!». La sofisticación de mi improperio causó extrañeza alrededor. Fui mirado. Nadie me acompañó. Por eso me partí de risa cuando no mucho después un periódico sensacionalista tituló así: «Una multitudinaria protesta revienta la reunión de Sánchez con Scholz en Málaga al grito de ‘¡Canalla!’».

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