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Cultura

Cuando Barcelona era una fiesta 

El Colectivo Bruxista y el festival de música Psych Fest programan actividades para reivindicar el movimiento contracultural barcelonés de finales de los 70

Cuando Barcelona era una fiesta 

Canet Rock en el 1975. | Pep Rigol

Cuenta el realizador barcelonés Morrosko Vila-SanJuán (Barcelona, 1970) que él no vivió la contracultura, pero sí su hermano, quince años mayor que él. Fueron precisamente las revistas de éste el motor que hizo que se interesase por aquella Barcelona libre y jipi, contracultural y soñadora. Es de ahí de donde surge su interés por contar esa época que fue como una suerte de espejismo para la sociedad catalana del último cuarto de siglo. Y lo contó en 2010 en su documental Barcelona era una fiesta underground 1970-1980, donde aparecen unos cuantos de los protagonistas de aquella época, varios de los cuales desgraciadamente han fallecido (el más reciente, Víctor Jou, padre de la sala Zeleste, que se nos fue hace apenas una semana, a los 84 años). Cuenta Vila-San Juan, en el cine Zumzeig, el pasado jueves 13 de abril, donde se acaba de exhibir su documental ante un público numeroso, en el acto organizado por Psych Fest, festival de música psicodélica que se celebra en la ciudad desde el año 2016 y que incluye, además de su película, una exposición de cartelería psicodélica por parte de Colectivo Oscuro, una charla sobre la contracultura de los 70´s y la proyección del documental de Manel Esteban Marquilles Gong a Montserrat (1973), que aquella fue «una época de creación muy colectiva y creativa, se trata de un momento desconocido y estimulante que no se ha vuelto a recuperar, pero de donde, sin embargo, todos venimos». Y eso incluye tanto la Movida Madrileña como el ambiente cultural posterior catalán. 

De igual opinión, aunque con matices, es Oliver Mancebo, miembro del colectivo Bruxista, responsables del acto cultural que se suma al festival PsychFest y al que han bautizado como Crónicas malditas de la Barcelona ácida, una performance literaria amenizada por el mítico Panocha que se celebra el viernes 14 en el Bistrot de la cooperativa Zumzeig y que toma como guía el libro Nosotros los malditos (Anagrama, 2006), del poeta vanguardista Pau Malvido, para tratar de sugerir una genealogía de la contracultura barcelonesa. Para Mancebo, «se trató de una generación que abrió camino en unas condiciones muy difíciles, tras el desierto franquista. Así tuvieron que inventarse una contracultura con lo poco que tenían (lo que les llegaba a cuentagotas, y descontextualizado, de la cultura americana y británica)». Para Mancebo, el movimiento sí ha tenido continuidad, solo que es difícil de percibir por el mainstream. «Tendemos a considerar las generaciones como compartimentos estancos, pero mucha gente que empezó entonces sigue activa y colaborando con gente más joven, como Pepe Ribas», nos cuenta. Sucede, sin embargo, que sí hay una diferencia importante con aquella generación. Señala Mancebo que «se ha perdido algo de inocencia, aquella actitud tan naif que tenían, y que surgió al amparo del verano del amor. Esa idea de estar convencidos de que un cambio a nivel mundial, político y en las formas de relacionarse no solo era posible, sino que estaba al caer; eso ya no existe. Hoy sabemos que el enemigo es mucho más poderoso y tentacular». Y añade: «diría que la lucha sigue, pero se está librando en otros campos, con un espíritu mucho más evolucionado».

Cartel del documental de Morrosko Vila-SanJuán

A Morrosko Vila-SanJuán le acompañan, para rememorar esa época utópica, Canti Casanovas (Barcelona, 1951) y Pepe Ribas (Barcelona, 1951), quien recuerda el éxito de la exposición Underground y contracultura en la Cataluña de los 70, que se pudo ver tanto en el Palau Robert barcelonés como en el CentroCentro de Madrid, y que contó con más de ciento noventa mil visitantes. Para Pepe Ribas, fundador de la mítica revista Ajoblanco, fueron las revistas las que cumplieron el papel de aglutinar aquella creación incipiente a comienzos de los años setenta (en particular Star y Ajoblanco), revistas de las que dice Morrosko Vila-SanJuán que eran «las redes sociales de la época». 

Ribas se sintió entonces parte de algo insólito: «creamos una forma nueva de ver el mundo», sentencia. Y es importante recalcar que cuando comenzó a emerger la contracultura el franquismo estaba todavía vivo, así recalca Ribas que «le perdimos el miedo al franquismo. Hubo toda una generación nueva que se acogió al principio de la libertad y que luchó contra cualquier forma de jerarquía». En esa época fueron cruciales los viajes, y no solo los físicos, sino también aquellos de la imaginación. «Viajábamos con la mente gracias al ácido», cuenta el activista contracultural, para quien la clave del desarrollo en Barcelona de este movimiento en aquel momento tiene que ver con la economía productiva catalana, una economía de fábricas, de productos; fue fundamental el tejido productivo y los talleres artesanos, y el hecho de que el poder estuviese muy repartido entre el tejido productivo. «Ahora Cataluña no es más que una tierra de camareros y funcionarios», afirma. Y es que es importante el dinero, porque en aquella época, cuenta Ribas, «con muy poco dinero se podían hacer muchísimas cosas». Y añade: «no se entiende nada de aquel movimiento si no nos fijamos en el dinero». Eso les permitió dedicarse a buscar la libertad. «Era la época del nosotros, todo se compartía. La creatividad no tenía autoría, nos intercambiábamos los contenidos. Es muy difícil saber quién escribió qué en Ajoblanco», cuenta refiriéndose a las publicaciones de su revista. Y añade: «nuestra generación no quería ser ni franquista ni comunista». La clave está en las comunas: «había unas tres mil o cuatro mil; gente que vivían juntos, creaban juntos. Fue esta una situación que fue, poco a poco, cambiando la mentalidad del país». Ribas habla en términos de revolución, una revolución que a nadie le interesa que se conozca. «Nos han robado la memoria y han creado un relato falso», afirma, refiriéndose a esa época. De ahí que reivindique la idea de colectivo, «hemos de recuperar el nosotros. Una persona sola no puede hacer nada», nos dice. Y sentencia, fiel a sus ideales: «no me he institucionalizado nunca. No me vendo». Para él, la contracultura tiene que proponer una alternativa, porque si no, en caso contrario, no lo es. Se trata de un movimiento cultural, pero nada más.

Canti Casanova, por su parte, redunda en la visión de Ribas y en por qué Barcelona fue una ciudad proclive para el movimiento. «Con el franquismo se vivía mejor en la periferia que en el centro. Así, Barcelona se convirtió en la agitadora cultural de España», dice. Y secunda la visión lisérgica de la vida. «El LSD nos puso en un estado de gracia y teníamos un estado de iluminación creativa, con una producción frenética», cuenta.

Portada de la revista Ajoblanco de 1974

¿Barcelona sigue siendo una fiesta?

Toda celebración se define por sus límites, por su final. Para Pepe Ribas, la contracultura se acaba cuando en las primeras elecciones democráticas sucede que los partidos de extrema izquierda se quedan sin escaños y se ponen a buscar a la cultura para promocionarla, fagocitarla y servirse de ella. Lo explica muy bien el periodista de Voz Populi Víctor Lenore en Espectros de la  movida (Akal, 2018). «La democracia acabó con la contracultura», sentencia Ribas. La pregunta pertinente, ahora, con una Barcelona en decadencia y a las puertas de unas nuevas elecciones, tiene que ver con el estado de la ciudad y su potencial (o no) subversivo, vibrante y underground.

Cuenta el realizador catalán, pero de fama internacional, Albert Serra, en su libro Un brindis por San Martiriano (HyO Editores, 2023), cuya edición en catalán va ya por la segunda reimpresión, que en todos los años que pasó estudiando en Barcelona (cuatro años de Filología Hispánica más dos años de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada) no hizo ningún amigo nuevo. El cineasta, nacido en Banyoles, afirma que en Barcelona veía a la misma gente de su pueblo; cuenta que en su estancia universitaria no quiso conocer a nadie. Según Serra, cuyo texto proviene del pregón que dio el año pasado en las fiestas de Banyoles, Barcelona -en tanto que gran ciudad- produce «una intensificación de la vida nerviosa». Cosa que el director considera negativa, y de la que hay protegerse, ya que la incesante estimulación, el caos, la sucesión rápida, ininterrumpida de impresiones externas e internas son difícilmente gestionables para una persona. Y ello nos puede llevar a la confusión, al tedio, por pura incapacidad de asimilación. Así, afirma que, contra lo que puede dictarnos la lógica (y aunque parezca una paradoja), esta sensación de tedio es mucho más intensa en los habitantes de las grandes ciudades que en los de los pueblos pequeños (como Banyoles) y que justo para contrarrestarla nos hemos inventado la razón, y a través de ella tratamos de transformar la confusión tediosa en algo soportable. Así las cosas, las relaciones en las ciudades son más bien de tipo intelectual (basadas en el interés), en tanto que aquellas que suceden en los pueblos pequeños son de tipo más emocional, basadas en pulsiones irracionales, instintivas y soberanas; unas relaciones emocionales gestionables

Portada del libro de Albert Serra

Para Serra esto crea una fortaleza, robustece la individualidad y la personalidad propia, creativa y única. Con ello, la propuesta de Albert Serra parece clara: solo puede darse en los pueblos pequeños la singularidad y la peculiaridad que nos ayudan a escapar de cualquier forma de uniformidad burguesa. Siendo que el precio medio de la vivienda en Barcelona ha superado los mil euros al mes por primera vez en su historia, uno está tentado a hacerle caso a Albert Serra y a irse a una ciudad pequeña. Ya lo dice Pepe Ribas, que para entender el espacio que permite la contracultura hay que fijarse en el dinero. ¿Será, pues, que van a ser los pequeños pueblos el nuevo foco de creación alternativa catalana? El problema lo señala también Oliver Mancebo, quien afirma que «cada vez hay menos zonas de socialización en Barcelona, las normativas municipales son tan estrictas que están haciendo que cierren bares, salas de conciertos, que no se puedan celebrar ferias de autoedición casi en ningún sitio. Es un problema que tiene la ciudad desde hace mucho tiempo, y que nadie está solucionando». Aunque quiere ser finalmente optimista, Mancebo, pues añade que «a pesar de todísimas las trabas que se ponen desde todas partes, hay en la ciudad una energía creativa incuestionable».

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