THE OBJECTIVE
Beatriz Manjón

La vita è mobile

Para no defraudar a las voluptuosas vírgenes del paraíso, algunos adinerados musulmanes buscan antes perfeccionar sus artes amatorias con las huríes del edén marbellí de Olivia Valere, que es una suerte de cielo hialurónico. Allí esperan ellos, sentados como raperos, mientras las chicas dan su “putivuelta”, como dicen en “Élite”, minivestidas para la ocasión. La noche funciona como un casting de Gran Hermano: se compite por encerrarse en una casa y practicar edredoning, pero, en vez de maletín, se llevan tres mil euros y un iPhone. Hay que ver cómo se han devaluado las proposiciones indecentes.

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La vita è mobile

Para no defraudar a las voluptuosas vírgenes del paraíso, algunos adinerados musulmanes buscan antes perfeccionar sus artes amatorias con las huríes del edén marbellí de Olivia Valere, que es una suerte de cielo hialurónico. Allí esperan ellos, sentados como raperos, mientras las chicas dan su “putivuelta”, como dicen en “Élite”, minivestidas para la ocasión. La noche funciona como un casting de Gran Hermano: se compite por encerrarse en una casa y practicar edredoning, pero, en vez de maletín, se llevan tres mil euros y un iPhone. Hay que ver cómo se han devaluado las proposiciones indecentes.

El móvil importa. Es la herramienta que nos sirve para fabricar la vida que no tenemos y que deseamos. En ningún otro lugar somos tan guapos ni tan ingeniosos como en el móvil y, a veces, parece que no existamos si el dispositivo no suena. Es comprensible, pues, que haya padres agobiados con la intención del Gobierno de la Comunidad de Madrid de prohibirlos en clase. Se empieza por abolir el móvil en el colegio y se acaba teniendo que hablar con el hijo en casa en lugar de estar cada uno absorto en la pantalla, como Netflix manda.

La propuesta es una usurpación de las funciones paternas, dicen los padres afectados, y un atentado contra la libertad del niño. No nos quedemos cortos: es un atrevimiento, una desfachatez, una majadería. Supondría una afrenta para la teledemocracia —un hombre, un teléfono inteligente— y una censura de las utilidades educativas de la tecnología.

Privando al niño del móvil en clase nos arriesgamos a perdernos el tuit que acabe con la hambruna, el GIF que traiga la paz mundial, el wasap que finiquite el terrorismo y también las etiquetas para detener el cambio climático. Qué sería del gretismo sin un móvil que difundiera el mandamiento del “pásalo”. Cómo diablos van a hacer los niños sus mementos sin memes. Las bellas artes del país se verían desprovistas de hermosas imágenes de collejas, zancadillas, empujones y otras delicadas danzas juveniles. Qué desatino sería arrebatar de las manos de los niños un aparato tan creativo.

Sólo un alma cruel querría condenarlos a la exclusiva visión del profesor, a insípidas mañanas huérfanas de filtros de Instagram, de “piestureo” en la playa, de corazones, de patricios pulgares hacia arriba… Únicamente un ser abyecto podría pretender que los infantes se vieran obligados a comunicarse sin la “ligeratura” de sus emojis. Es más, desde esta humilde columna, ruego a los dirigentes tecnófobos que den marcha atrás para evitar lo embarazoso e impulsen exámenes tipo test con emoticonos. Si se interroga sobre la teoría de la evolución, pues un monito y a otra cuestión. A ver si van a dejar de usar los niños los móviles y van a empezar a leer libros y a hacerse preguntas, con lo bien que nos va con que pregunte Facebook “¿qué estás pensando?”.

Prohibir, la retrógrada manía de vedar. A Pedro Sánchez se le prohibió usar la calculadora en clase y miren hasta dónde nos ha llevado…

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