THE OBJECTIVE
Julia Escobar

Erdogán, Mutis y la Caída de Constantinopla

«Hay muchas cosas que me gustan de Mutis: una de ellas es que tuvo varios oficios en su vida, entre otros de doblador de películas. Otra de sus virtudes es su ya loada independencia política»

Opinión
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Erdogán, Mutis y la Caída de Constantinopla

Centro Virtual Cervantes

Con la reocupación de Santa Sofía y la consiguiente exclusión de cualquier vestigio cristiano en ella -dice Serafín Fanjul en una reciente tercera de ABC– Erdogán liquida la gloriosa Alianza de las Civilizaciones y pone en el candelero la polémica de convertir a la Catedral de Córdoba, antigua mezquita, en un templo multirreligioso, “arbitrismo fácil de pergeñar para quien carece de creencia religiosa alguna (…) y entérense de una vez, los primeros que no admitirían una catedral-mezquita de Córdoba serían los musulmanes. Y tendrían razón, desde su punto de vista: o todo o nada”, concluye Fanjul.

Haciendo un repaso a la historia universal de la infamia y los principales acontecimientos que la jalonan desde la Caída de Constantinopla en manos de los otomanos (1453), de la que nunca se repuso Álvaro Mutis, como contaré más adelante, y dando un salto cualitativo, están, por orden cronológico, la Revolución francesa (1789), la bolchevique (1917), el fascismo (Italia, 1925), el nazismo (1933), el triunfo del frente popular de la II República en España (1936) y las muchas veces terribles secuelas de todos esos desastres, como pueda ser la siniestra pervivencia del comunismo en nuestros días, tal vez explicada por el hecho de que, a pesar de la implosión de la URSS en 1991, no conoció la derrota ni tuvo ningún Nuremberg que juzgara a todos los criminales que actuaron y actúan en nombre de tan funesta ideología. Pero ese es otro artículo porque éste lo voy a centrar en un escritor en el pensé inmediatamente al conocer esa segunda afrenta turca a la religión cristiana. Me refiero a Álvaro Mutis.

Mutis, junto a su compatriota y amigo Nicolás Gómez Dávila, personifica de manera rotunda y brillante lo que este último llamaba “el reaccionario auténtico”. A esta categoría pertenecen también muchos otros, como Léon Daudet que llegó a decir “soy tan reaccionario que a veces se me corta la respiración”; o antes que ellos, Chateaubriand, el Príncipe de Ligne y podríamos seguir, pero ya empezaría a rozarme con una segunda categoría de grandes reaccionarios “heterodoxos” como Baudelaire, Chesterton, Pla y, por último, con una tercera: la de los reaccionarios “a la fuerza” o conversos: Koestler, Orwell, Camus, etc., cuya valía está avalada por su valiente reacción ante los hechos y contrasta con la cobarde y rastrera postura de quienes, confrontados a esos mismos hechos, optaron por callar y convertirse en “los silenciosos (y algunos vocingleros) cómplices del verdugo”, cuyo ejemplo más ominoso es Jean-Paul Sartre.

Pero ahora, insisto, me toca rememorar a Álvaro Mutis, ese colombiano socarrón y elegante, que añoraba sin rebozo los tiempos en que América pertenecía a la corona española y los reivindicaba. Según él, estaba predestinado:

“Nací en Bogotá, el 25 de agosto de 1923, día de San Luis, Rey de Francia. No descarto la influencia de mi santo patrono en mi devoción por la monarquía” -escribió una vez en una nota autobiográfica. Y, en efecto, esa devoción le llevó a enamorarse de un retrato de Sánchez Coello de la infanta Catalina Micaela, hija de del Rey don Felipe II, a la que dedicó uno de sus más bellos poemas:

Erdogán, Mutis y la Caída de Constantinopla
‘Algo hay en los labios de esta joven señora,/algo en el malicioso asombro de sus ojos,/cuyo leve estrabismo nos propone/el absorto estigma de los elegidos,/ algo en su resuelto porte entre andaluz y toscano/que me detiene a mitad del camino/y sólo me concede ocasión de alabarla/desde la reverente distancia de estas líneas./…’

En esa misma nota autobiográfica, Mutis explica las razones que hacen que se le pueda considerar un reaccionario auténtico, en el mejor y tal vez único sentido del término, tal y como lo desarrolla Nicolás Gómez Dávila en su artículo “El reaccionario auténtico: “La existencia del reaccionario auténtico suele escandalizar al progresista. Su presencia vagamente lo incomoda. Ante la actitud reaccionaria el progresista siente un ligero menosprecio, acompañado de sorpresa y desasosiego”:

“Nunca he participado en política, no he votado jamás y el último hecho que en verdad me preocupa en el campo de la política y que me concierne y atañe en forma plena y sincera, es la caída de Constantinopla en manos de los turcos el 29 de mayo de 1453. Sin dejar de reconocer que no me repongo todavía del viaje a Canossa del Emperador sálico Enrique IV, en enero del año 1077, para rendir pleitesía al soberbio Pontífice Gregorio VII. Viaje de tan funestas consecuencias para el Occidente Cristiano. Por ende, soy gibelino, monárquico y legitimista.»

Tuve la suerte de conocerle desde 1990, en mis labores de editora y de frecuentarle muy a menudo en Casa de América, donde trabajé algunos años. Le seguía siempre que podía en sus apariciones y lecturas, he procurado leer cuanto publicaba y estuve en los festejos oficiales de la entrega del Premio Cervantes, en 2001. Siempre recordaré un curso en El Escorial sobre los poetas “de la experiencia” (los buenos) y los de “la diferencia” (los malos). Asistía Mutis en su calidad de premio Cervantes y con su feroz independencia de gaviero, redimió al gremio, desmarcándose de tantas falacias y salvándolo de su imberbe decrepitud.

Hay muchas cosas que me gustan de Mutis: una de ellas es que tuvo varios oficios en su vida, entre otros de doblador de películas. Toda una generación –a la que pertenezco– antes que por su escritura lo conocimos por su voz profunda y seductora: era el inolvidable narrador de la serie «Los intocables». Otra de sus virtudes es su ya loada independencia política que le permitía sostener sus convicciones por encima de las modas y de los convencionalismos progres.

Su defensa de la Monarquía, y además absoluta, le llevó en una ocasión a correr serio peligro. Estaba dando una conferencia en la Universidad de Puerto Rico en la que proclamaba la necesidad de que ese país se independizara de los Estados Unidos. Hasta ahí todo eran aplausos y vítores, pero Mutis prosiguió su argumento: lo que debían de hacer una vez liberados del yugo yanqui (perdón por la espantosa aliteración) era volver a la corona de España. El alboroto que se armó fue tal que Mutis tuvo que hacer lo que su nombre indica protegido por la policía.

Y es que como muy bien dijo él mismo en un poema «el peligro está donde está el cuerpo».

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