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Juan Marqués

Joan Margarit en 'el último refugio'

«Muchos poemas de Joan Margarit serían una respuesta perfecta cuando nos preguntan qué es la poesía, qué busca, para qué sirve… Bastaría con citarlos, dejar que cumplan su función»

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Joan Margarit en ‘el último refugio’

Alejandro García | EFE

Se me hace cuesta arriba escribir sobre la muerte de alguien que escribió sobre la muerte con la hondura, la belleza y la monumental potencia conmovedora de Joan Margarit, que además escribió sobre ella con el tono desesperado, rendido, paternal, casi amoroso, de quien tuvo que escribir para una hermana de pocos años y para dos hijas unas elegías que a veces alcanzan a tener algo de canción de cuna, de cuento susurrado cuando llega la noche. La muerte es insoportablemente inoportuna siempre, pero el desenlace de la enfermedad de Margarit nos trae por lo menos la oportunidad de despejar de apremios y urgencias la mesa de trabajo y llenarla de buena poesía, esa que él construyó libro a libro, primero en su idioma, el catalán, y luego en castellano, en versiones propias que a menudo eran mucho más que traducciones, y que traían variantes enriquecedoras, convirtiéndolo, más que en un traductor de sí mismo, en todo un poeta en dos lenguas.

Llevo una hora releyendo libros suyos, en busca de poemas oportunos, de citas significativas, pero en el caso de Margarit es un error, porque no es un poeta de aciertos puntuales sino de fulgor continuo, siempre en tensión estética, en busca del camino más directo para que lo que necesitaba decir fuese dicho, aunque estuviese sostenido sobre una anécdota, un viejo personaje de su pasado, un lejano recuerdo, una cita ajena, un sueño. Como buen arquitecto que era, aprovechaba cualquier material para apuntalar lo que lo precisase, y así ha ido levantando una de las obras poéticas más poderosas, emocionantes y certeras de las últimas décadas. Supo llegar a los corazones de quienes le leíamos, supo arañarnos o encendernos allí, y eso le supuso, en justicia, tanto el afecto de los lectores como el reconocimiento de los premios.

Aquello que puso Walt Whitman al frente de sus Hojas de Hierba (“Compañero, esto no es un libro; quien toca esto toca a un hombre”) es aplicable a su literatura, que es como el autorretrato de una conciencia, de una memoria, tal vez de un exceso de sensibilidad que sabe encauzarse y hacerse fértil, palabra humilde pero fuerte, personal pero perenne. Niño de la posguerra, joven inquieto, hombre alerta, anciano desengañado pero conforme, poeta enorme… Margarit se marcha dejándonos muchas decenas de poemas inolvidables, casi alucinados, a veces, de tan definitivos. Los que escribió para Anna, o el libro monográfico que dedicó a Joana, son desgarradores pero consuelan, en ellos la belleza y la verdad consiguen convertir el dolor en algo fecundo, algo que nos dice cosas esenciales, algo que nos ayuda. “Siempre el recuerdo borra / cualquier vestigio de felicidad”, escribió en un poema de Se pierde la señal, con la paradoja de que ese mismo poema se desmentía a sí mismo.

Más de una vez habló en sus versos de la «venganza» al referirse a lo que la poesía puede hacer con la injusticia. De la guerra, de la dictadura, «del sol autoritario de la infancia», del hambre, de la pobreza y del miedo él extrajo oro, en poemas en los que la poesía alardeó de su poder transformador, de su capacidad redentora: «La vida se ha afianzado en el dolor / como las casas sobre los cimientos».

Muchos poemas de Joan Margarit serían una respuesta perfecta cuando nos preguntan qué es la poesía, qué busca, para qué sirve… Bastaría con citarlos, dejar que cumplan su función, que respondan a su naturaleza, que, por descontado sólo muy parcialmente es una naturaleza lingüística. La poesía, si no tiene emoción, es como un clínex, y los experimentos han de retroceder ante la verdad, ante alguien que tiene cosas que decir y sabe decirlas con desnudez, talento y limpieza, con sensibilidad, sin sentimentalismos, con el punto inevitable de patetismo si toca escribir sobre determinadas cosas, pero sin querer caer en lo lacrimógeno, sin abusos, sin máscaras pero también sin armas, sin disimular lo que de verdad se siente.

Se nos están muriendo los poetas, no hay remedio, y hoy ha muerto uno de los mayores que tuvimos cerca. Como sucede siempre, nos quedan sus palabras, tan profundas y tan tremendas, y también el consuelo de saber que probablemente la vida, desde niño, lo convirtió en un hombre triste, melancólico, golpeado, pero que en absoluto ha sido un hombre infeliz: “La vida me eligió para su amor. / También la muerte”.


Hacia el crepúsculo

Mi padre anda erguido, las manos a la espalda

y, a su lado, mi madre,

lleva en sus brazos a mi hermana.

Con sus muletas, Joana se apresura,

no quiere rezagarse.

Los abuelos están ya tan lejanos

que apenas los distingo.

Mi madre dice: «Vamos, que se hace tarde.

Nos acercamos a la segunda muerte,

son menos cada vez los que aún nos recuerdan».

Todos van muy deprisa, el sol se pone,

se van. Me van dejando, y la voz dulce

de Joana me dice «Adiós, papá».

Hoy toca oírlos en la niebla.

Y la última palabra, la más honda,

resuena, grave y sola, en mi cabeza.

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