THE OBJECTIVE
José García Domínguez

La dictadura ‘soft’ de Orbán

«El proyecto de Orbán recuerda mucho más a la Venezuela de Maduro que a cualquier distopía ultraderechista al uso»

Opinión
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La dictadura ‘soft’ de Orbán

Viktor Orbán, actual primer ministro de Hungría | AFP

A los húngaros no les gustan los piresios. En una encuesta reciente, seis de cada diez de los miembros de la muestra aleatoria consultados al respecto, un fiel reflejo a escala de lo que piensa sobre el particular el 60% de la población, expresaron su rechazo radical a que comunidades de inmigrantes piresios fijaran su residencia, provisional o definitiva, en suelo húngaro. Un resultado, el de ese sondeo, tanto más revelador cuando se acusa recibo de que los piresios no existen. Hungría es ahora un pequeño país, pero no siempre fue un país pequeño. Perder la Primera Guerra Mundial también les supuso perder, y para siempre, dos terceras partes de su territorio, amén del 65% de su población. Austria, su vecina, igualmente es ahora un país de bolsillo. Pero los austriacos hablan alemán, y el alemán no es un idioma doméstico, menor, de andar por casa. 

Los pequeños países que se expresan en pequeños idiomas, idiomas que sus hablantes nativos siempre tienden a sentir amenazados de inminente extinción, acostumbrar a mostrarse mucho más proclives que otros a la tentación del nacionalismo más o menos paranóico. Y el húngaro, además de pequeño, es un idioma en extremo ininteligible, algo así como el euskera de Centroeuropa. Cosas como el antisemitismo histórico de Hungría, el primer país en implantar leyes para limitar la presencia de judíos en colegios y universidades, todo ello mucho antes que los nazis, seguro que tienen que ver con eso. Por lo demás, en las calles de Budapest, acaso con Lisboa la ciudad más decadente, bella y triste del continente, no desfilan pandillas de cabezas rapadas, con su estética paramilitar, sus botas Doctor Martens, sus miradas intimidantes, sus viejas insignias de la Gestapo y sus bates de béisbol. Hungría no es Ucrania. 

Orbán no ha instaurado nada parecido a un estado policiaco en el que se practique la violencia sistemática y la represión permanente contra los opositores. En Hungría no hay presos políticos. Tampoco censura de prensa. Y mucho menos un régimen de partido único. Bien al contrario, el de Orbán solo es uno más entre los muchos grupos políticos que concurren periódicamente a las elecciones. Unas elecciones de pureza democrática de cuyo escrutinio nadie ha protestado nunca. En la Hungría de Orbán hay, pues, partidos políticos, comicios cada cuatro años y reconocimiento constitucional de las libertades formales. Lo único que no hay en la Hungría de Orbán es democracia. En su día, cuando la salida del comunismo, la hubo, sí, pero aquello fue hace mucho. Orbán, siendo muy joven, tuvo la posibilidad de orientar su vida profesional hacia la política gracias a una beca de estudios que le concedió un viejo judío liberal, globalista y cosmopolita, cierto George Soros. 

Acaso en agradecimiento, el Orbán ya primer ministro autorizó que la universidad cosmopolita y globalista del viejo judío liberal pudiese instalar una sede permanente en Budapest. Pero aquellos eran otros tiempos. Y también otro Orbán. Hoy, la universidad de Soros lleva años clausurada. En su lugar, Hungría acoge ahora las primeras instalaciones en Europa de la Universidad de Pekín, institución oficial dirigida y sufragada por el Gobierno de la República Popular China. En Hungría, un lugar con apenas diez millones de habitantes, un millón de familias lo perdieron todo cuando su particular burbuja inmobiliaria nacional estalló – también en 2008- y sus hipotecas-basura nominadas en ¡francos suizos! las arrastraron al infierno. Pero Orbán había sabido desaparecer del poder justo a tiempo. El Orbán liberal se marchó en 2002, justo cuando iba a empezar el germen del desastre. Y retornó en 2010, ya con la economía del país literalmente por los suelos gracias al espejismo de riqueza de los días de vino y rosas neoliberales, los de la orgía del crédito bancario fácil procedente de entidades de los países occidentales de la Unión Europea. 

Todavía están pagando un rescate de 20.000 millones de euros a Bruselas por la broma. Sin entender eso, la gran crisis que empujó al 40% de los húngaros a vivir todavía hoy por debajo del umbral de la pobreza, es imposible entender al segundo Orbán, el actual, eurófobo y antiglobalista. En las elecciones de 2010, sacó el 53% de los votos, pero es que otro partido ubicado todavía mucho más a la derecha, Jobbik, consiguió quedar segundo con otro 20%. Es como si aquí, en España, entre Vox y Falange sumasen el 73% de los escaños en las Cortes. Pero Orbán no es Kaczynski, un doctrinario fanático y verdadero creyente en todos los sentidos el término. Kaczynski es un reaccionario genuino; Orbán, un simple oportunista cínico. Su objetivo es mantenerse en el poder, no volver al siglo XIX. En cuanto a su modelo, recuerda mucho más a la Venezuela de Maduro que a cualquier distopía ultraderechista al uso. Así, como Venezuela, Hungría alberga un régimen de apariencia externa democrática en el que, y también en apariencia, se contemplan todos los rasgos propios de una democracia convencional. Todos salvo uno solo, a saber: la posibilidad real y efectiva de que se pueda producir una alternancia pacífica en la cúspide orgánica del poder. Excepto ese pequeño detalle, todo correcto. Pobres piresios.

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