No es país para centristas
«Ciudadanos cometió muchos errores, por supuesto, pero el mayor fue no darse cuenta de que España no es un país para centristas»
El centro es una posición geográfica, un punto en el mapa entre la izquierda y la derecha, arriba y abajo. Esto es complicado en un país donde todo el que no es progresista y separatista es «ultraderecha». Tampoco es sencillo cuando la derecha populista califica de «izquierdista» y «cobarde» al que no se define adicto al patriotismo social.
A esto se añade que los etiquetados como centristas no lo han puesto sencillo. No constituyeron el partido más simpático, ni el que generaba más empatía ni confianza. Tampoco es que tuvieran un ideario elevado, ni experiencia en gestión. Muy pocos salieron de eso que se llama sociedad civil. Muchos llegaron para participar del beneficio del poder, y se marcharon en cuanto se hundió el partido.
Ciudadanos tenía sentido cuando era la socialdemocracia constitucionalista en Cataluña que se partía la cara con bolcheviques y fascistas del nacionalismo para defender la libertad. Esto ocurrió porque PSC y PP, este menos, abandonaron a los que no eran nacionalistas.
No obstante, los partidos nacen prístinos y virtuosos hasta que se convierten en una máquina de satisfacer egos y alimentar ambiciones. Fue entonces cuando Rivera quiso ser el monje que vendió el Ferrari para convertirse en presidente, y encontró en el «centro» una manera de conseguir su objetivo.
Ese centrismo puritano dijo que la derecha en España no funcionaba, y que la izquierda tenía razón en todo menos en apoyarse en los nacionalistas. Además, los viejos intelectuales de izquierdas les daban la razón: el socialismo se había degradado con ese abrazo a los identitarios, y el liberalismo y demás ideas derechistas eran contrarias a la emocional justicia social.
¿Qué era el centrismo? El liberalismo social, ni papá ni mamá, la ideología líquida perfecta para pactar con Rajoy o con Sánchez según conviniera. Se presentaba como la opción responsable y gubernamental para introducir sensatez entre «rojos y azules». El discurso era muy bonito: regeneración, paz, acuerdo y honradez frente a una clase política de trinchera, conflictiva y corrupta.
Los millennials aparecieron entonces en la política, la literatura y la prensa para constituir ese centro. Nacidos en los 80 en una sociedad rica, con todos los servicios públicos entendidos como derechos inalienables, de fácil acceso a la educación superior, rodeados de tecnología, se creyeron en posesión de la virtud y la revolución. Es natural. Está en la lógica de la historia de las generaciones. Lo contaba Tocqueville al analizar la revolución en Francia entre 1789 y 1848, y lo remató Gabriel Albiac describiendo a la generación del 68: «¿Playa? ¿Qué playa?».
Todo lo tenían a favor: juventud y discurso, adversarios en crisis, y un escenario en España que permitía la explosión de la nueva política. Sin embargo, en 2019 se mostró que el proyecto de Ciudadanos no daba más de sí y murió, aunque sus políticos profesionales se resisten a desaparecer, como es normal.
Cometió muchos errores, por supuesto, pero el mayor fue no darse cuenta de que España no es un país para centristas. Incluso cuando Aznar y los suyos hablan de «centro reformista» lo que se entiende es tomar lo que la izquierda ha gestionado mal y hacerlo mejor. Nada más. Solo cuando el PP ha hablado de liberalismo y constitucionalismo sin medias tintas ni guiños a la izquierda mediática ha tomado fuerza.
El tiempo del centrismo concluyó. Su momento ya ha pasado a la historia por innecesario. Queda en la memoria de los nostálgicos de la idea y el propósito, no de los hechos. Ahora esa posición pivotante situada en el lugar más estratégico del mercado político es ocupada por los territorialistas; es decir, los provincialistas y regionalistas, que van a abrir la oferta a despecho de los nacionalistas habituales. Otra vez será.