THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

¿Por qué los centristas centrados odian tanto a Vox?

«Vox pone a nuestro moderadito cara a cara con sus fracasos más íntimos»

Opinión
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¿Por qué los centristas centrados odian tanto a Vox?

Santiago Abascal durante la grabación de TO Live Podcast. | Rodrigo García (THE OBJECTIVE)

Nuestros moderaditos, también denominados «centro centrado», parecen tener de reciente el corazón en un puño. O en un puñito (siempre tan cautos ellos). ¿Qué tendrán nuestros moderaditos, que han perdido la risa, que han perdido el color, cual princesa de boca de fresa, mientras en un vaso se les desmaya una flor?

Atribulados caminan como ese mozo quejumbroso, Toni Roldán, antiguo dirigente de Ciudadanos, hoy director de un Center for Economic Policy. Tuiteaba hace unos días que Bildu le parecía un partido «muy parecidito a Vox», con el consiguiente pasmo de las gentes decentes. ¿Cómo no espantarse de que alguien equipare al partido de Ortega Lara con el que homenajea a la banda que lo mantuvo 532 días secuestrado? «Bildu es un partido que no solo no condena el terror, el asesinato y la sangre en nombre de un fin político», le ha recordado a Roldán Guadalupe Sánchez aquí en THE OBJECTIVE, «sino que además lo justifica, lo ensalza y hunde sus raíces en el brazo político del terrorismo etarra». Claro que a Roldán eso de emplear la palabra «terrorista» para describir el entorno de ETA le incomoda, como también acertó a detectarle Lupe: «’Miembros directamente relacionados con episodios de violencia’, los llamó usted. Con lo bien que se le da el etiquetado corto y escueto cuando se trata de Vox y lo que le cuesta sintetizar si los descritos son los filoetarras. Da qué pensar».

Pero así como no hay boda sin la tía Juana, ya no parece haber charco sin el chapoteo de Francisco Igea. El candidato de Ciudadanos a las Cortes de Castilla y León se apresuró a suscribir la equiparación de Roldán entre Vox y Bildu, Bildu y Vox. Y nos confirmó que a veces la agonía de un partido intenta ser tan lamentable como la de un humano. Ignoro el tipo de votante al que aspira Igea el próximo 13 de febrero, mas parece improbable que sea el mismo que acudió en su día, en masa, a un Ciudadanos que parecía tener clara la incomensurabilidad entre la política que recurre al terrorismo y toda la demás.

Con todo, ni Roldán ni Igea son casos aislados en este aquelarre de aseveraciones disparatadas sobre la formación conservadora. No hace mucho que el columnista de El Mundo Ignacio Torreblanca sostenía una peculiar tesis: si el partido de Santiago Abascal (otro amenazado por ETA, por cierto) cabía dentro de nuestra Constitución (esto es, no resultaba ilegalizable) era solo por un pequeño detalle, esto es, por la generosa laxitud de nuestra norma fundamental. Afirmación esta que recordaba, de nuevo, a lo ocurrido con uno de los antepasados de Bildu, la extinta Batasuna, ilegalizada por nuestro Tribunal Supremo en 2003, con posterior aquiescencia del Tribunal Constitucional y la Corte Europea de Derechos Humanos. «Las ideas de Vox», sentenciaba Torreblanca, sin necesidad mayor apoyo jurisprudencial, «son incompatibles con los principios que consagra nuestra Ley Fundamental».

En suma, van acumulándose los casos en que gentes por lo general centraditas y prudentes pierden de repente los papeles de sus PDF, se salen de las casillas de sus Excel, y braman con aseveraciones o con comparaciones más y más locuelas sobre Vox. Cierto es que no se trata de un fenómeno aleatorio: cualquier científico social (como de hecho lo son Roldán y Torreblanca) podría trazar cierta correlación entre el cada vez mayor apoyo de Vox entre los votantes (eso que antes se llamaba «triunfar en democracia») y el aumento de estos desvaríos moderaditos.

¿Por qué esta ola de insania entre gentes que, a menudo, lo único que exhiben es su plácida centralidad? Más allá de la hipótesis de un nuevo virus que esta vez afecte a cerebros no vacunados contra el delirio, y sin caer en reprimendas morales, creo que hay, al menos, cinco motivos por los que a un centrista centrado le pone de los nervios Vox. Cinco motivos que se resumen en uno: Vox pone a nuestro moderadito cara a cara con sus fracasos más íntimos. Frustrado ante esas verdades, el centrista centrado se revuelve y carga contra el dedo que le señala la luna. O, en este caso, las cinco lunas. Cinco lunas en que nuestro moderadito se estrelló. Y puedes verlo en ellas estrellado, seas o no seas de Vox.

El primer error que Vox pone de manifiesto es que la estrategia de combatir el secesionismo solo «con la Constitución» o «con las leyes» ha fracasado. Hubo un tiempo en que, mientras los nacionalistas periféricos atacaban la nación común, se insistía en que «no había que parecerse a ellos» y que por tanto no se podía defender a España directamente («¡eso también sería nacionalista!», nos decían). Había que defender, en vez de nuestro país, sus leyes: la fundamental, las orgánicas, quizá también el código de circulación y las normas del registro civil. Con tal táctica comulgaban PP, Cs y PSOE (o la parte de este a la que interesan estas cosas). Aznar habló incluso de «patriotismo constitucional»: nuestra patria era una Constitución.

Semejante estrategia demostró su fracaso en octubre de 2017: nuestro país estuvo a punto de romperse y, de haber triunfado el golpe secesionista, la Cataluña separada habría tenido luego una Constitución propia también. Así como leyes orgánicas, códigos de circulación o de Derecho mercantil. La Constitución sola no nos salva de nada. Hemos hecho cuanto es posible con ella (salvo, quizá, ponerla sobre unas andas y recorrer con ella toda Sevilla, cual paso procesional) sin que parezca sacarnos del callejón nacional en que nos hemos atascado.

Ante lo cual Vox propone: ¿y si aceptamos que entre los Pirineos y Portugal el país que queremos defender no se llama «La Democracia», ni «La Constitución», ni «Las Libertades», sino simplemente… España? ¿Y si, por tanto, defendemos esta sin circunloquios (aunque, por supuesto, sin tirar tampoco por la borda toda su legislación)? Se trata de una atrevida hipótesis para los viejos partidos; pero una idea que parece cada vez más natural a cada vez más gente. Y por ello aquellos fracasan y se ponen nerviosos, mientras asciende Vox.

El segundo fracaso que Vox le revela al moderadito es que los extremos no se combaten con mera medianía, sino al menos con tanta contundencia como la que exhiba el extremista. Al terrorista islámico no se le detiene con charlas de concienciación feminista-vegana, sino con medios policiales a menudo rotundos. Cuando huimos de la muerte no lo hacemos para quedarnos a medio camino, enfermos con una dolencia cualquiera, sino que aspiramos a gozar de plena salud. Si tu casa rebosa de suciedad extrema, solo quien es de higiene dudosa barrerá medio pasillo: lo deseable sería limpiarla enterita, por radicalote que pueda sonar. 

De hecho, eso que para el moderadito es siempre tan malvado, los extremos, es otro nombre que a menudo damos a los ideales: lo Bueno, lo Bello, lo Verdadero, lo Puro, lo Santo. Extremos todos ellos. Cierto que nunca podremos en esta vida llegar a ellos. Pero cierto también que solo ellos merecen que se la consagremos. No hay nada equivocado en buscar el Bien en lugar de la Mediocridad.

La tercera estrategia cuya equivocación Vox nos recuerda es el sueño tecnocrático en que nos sumimos muchos tras la anterior crisis económica, la de 2008. Pareció entonces que solo con contratar a los expertos adecuados (en economía, para resolver tal crisis; en politología, para arreglar el sistema de partidos que la había propiciado) todo andaría mejor. Y, de hecho, ¡había tantos economistas y tantos politólogos dispuestos a instruirnos! Todos con sus batas blancas, tan impolutos, tan neutrales. ¿Por qué no les habríamos hecho caso antes? Bastaría obedecerles para volver a la estabilidad.

Apenas una década más tarde, no solo los expertos en ciencia económica y política, sino casi cualquiera que se presente como experto ante la opinión pública es contemplado con desconfianza. Hemos descubierto que ninguno de ellos nos vende tan solo recetas (económicas o politológicas), sino que siempre nos cuela sus ideas sobre cómo debería ser la realidad. Hemos aprendido, 2.350 años después de Aristóteles, lo que él ya sabía: los asuntos humanos no son meras cuestiones técnicas. Al actuar en política definimos quiénes somos y quiénes queremos ser. Ni los tecnócratas ni los partidos tecnocráticos, ni una tabla de Excel ni una gráfica nos van a ayudar a resolver esa cuestión.

En cambio, Vox nos dice: no sabrás quién eres si no sabes quién fuiste ni quién quieres seguir siendo. Mira tu historia, y mírala sin el asco que tantos quieren imponerte. Nuestros politólogos podrán seguir acusando a Vox de burdo porque no usa sus tablas de datos ni sus encuestas; pero recoge, en cambio, este rescoldo de sabiduría secular.

Ello nos conduce al cuarto y quinto error que Vox descubre en nuestros moderados de toda la vida. Nos dijeron: hay que ser modernos, olvídate de cosas tan antañonas como Covadonga, el apóstol Santiago o haber civilizado casi América entera. «Siete llaves al sepulcro del Cid», fue de hecho el eslogan de uno de los primeros obsesionados con regenerarnos, Joaquín Costa, hace más de un siglo. Pero, naturalmente, si la política va de quiénes queremos ser, entonces recordar quiénes hayamos sido resulta inevitable. Doloroso es comprobarlo cuando conocemos a un enfermo de Alzheimer: al olvidar su pasado olvidará también quién es ahora, así como cualquier proyecto de querer ser. 

Junto con el énfasis en olvidarnos de España, que era nuestro presunto problema, se nos vendía otra idea (errada, la quinta de este listado): que teníamos que hacernos Europa, pues era la solución. Todo el centro centrado coincidía en ello. Ya el filósofo Ortega había predicado tal mensaje, aunque con escasa fortuna (no en vano lo proclamó en 1910, cuatro años antes de que esa «solución» europea fuese… la Gran Guerra que la asoló). Pero desde 1978 volvió a ponerse de moda tal táctica con fuerzas renovadas: al fin y al cabo, como no sabíamos quiénes éramos, y tampoco convenía mirar a nuestros antepasados para aprenderlo, se nos insistía en caminar, ayunos de pasado, hacia el paraíso europeísta, nueva tierra de promisión.

Pero, como diría Phil Collins, something happened on the way to heaven: algo sucedió en el camino hacia el cielo. Hoy cunden cada vez más recelos justificados hacia el proyecto europeísta. Y Vox, sin pretender disolver la UE ni nada parecido, sí que hace algo que los moderaditos nos aseguran que es provechoso en todas las demás circunstancias: mirar escépticos hacia las cosas, con espíritu crítico, sin acatar ningún dogma porque sí. Tampoco el credo europeísta. Más que un error, Vox le revela aquí al moderadito que su europeísmo ñoño es toda una contradicción.

No puedo terminar este artículo de manera optimista. Cuando el dios Apolo deseó castigar a Casandra, le dio el don de la clarividencia, sí, pero acompañado del desprestigio general. Vox está lejos de ser una especie de divinidad omnisciente, y tampoco es profetisa alguna; pero sí que está cosechando, con unas pocas verdades (acompañadas de muchos errores, claro), el desprecio de los que se jactan de nunca despreciar. El odio de los que dicen que odiar es siempre malo. Las ganas de prohibir de quienes nos dicen que todas las ideas se deben discutir. Así que, aunque solo fuera por estas paradojas que Vox nos desvela, y por mucho que moleste a los desvelados, constituye, para aquellos a los que nos gusta conocer cosas, una provechosa fuente de descubrimientos que prometen continuar.

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