THE OBJECTIVE
Dani De Fernando

¡Viva la resaca!

Uno puede, desde luego, matar a su hijo mientras se gesta en el vientre materno y puede también abandonar a esa mujer a la que un día juró dedicar su vida, pero lo que no, lo que ni de coña puede hacer es evitar la resaca

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¡Viva la resaca!

Es evidente que el hombre contemporáneo es incapaz de aceptar que todo acto lleva aparejada una serie de consecuencias y que cuando uno decide hacer algo está, también, escogiendo ese tipo de consecuencias que algunos filósofos llaman «previsibles». Por eso, el hombre contemporáneo ha inventado —o, al menos, generalizado— todo tipo de herramientas y prácticas destinadas a evitarlas. No obstante, quedan todavía bastiones, reductos que la mentalidad contemporánea no ha podido deformar que nos recuerdan que no siempre podemos escaquearnos. Uno puede, desde luego, matar a su hijo mientras se gesta en el vientre materno y puede también abandonar a esa mujer a la que un día juró dedicar su vida, pero lo que no, lo que ni de coña puede hacer es evitar la resaca.

En efecto, los todopoderosos avances tecnológicos, médicos, científicos no han conseguido inventar todavía una cura para la resaca. Y la resaca es consecuencia de una acción, la de beber, que decidimos realizar la noche anterior. De ella no se libra nadie. Se ha insistido en algunos trucos —esa cervecita mañanera, esas bebidas de aloe vera—, se han tratado de inventar pastillas y brebajes, pero nada funciona. Como mucho, y eso hago yo cuando recurro al ibuprofeno de seiscientos antes de dormir, uno consigue aminorarla. Los días en los que se me olvida tomar ibuprofeno soy sencillamente un vegetal; los días en los que me lo tomo como mucho logro levantarme de la cama sin caerme o acercarme a la cocina a por un vaso de agua. A veces, hasta consigo poner alguna conferencia en el ordenador para que suene de fondo mientras trato de seguir durmiendo.

Pero además de recordarnos a todos que nuestros actos tienen consecuencias la resaca tiene otra virtud: es una de las cosas que nos une. A nuestros contemporáneos, que la sufren sean ricos, pobres, altos o bajos, y a los que nos precedieron, que también tuvieron que padecerla. Creo que hay algo bueno, casi mágico, en que un tipo de La Moraleja se despierte un sábado cualquiera con el mismo dolor de cabeza que otro de Pavones; y que hay algo todavía mejor en que uno pueda experimentar el mismo malestar que sentían Séneca o Baudelaire cuando al primero se le iba la mano con el vino y al segundo con la absenta. 

Y, sí, sé que es más fácil decir todo esto un miércoles que un sábado por la mañana; y sé, además, que el próximo sábado por la mañana, al tiempo que note mi cabeza latir y mi cuerpo desfallecer, estaré en desacuerdo conmigo mismo: renegaré de la resaca aunque sea un bastión y la odiaré por mucho que me una a otros hombres; me arrepentiré de esa última copa a la que no supe decir que no y me juraré solemnemente no volver a excederme. Pero también sé que tardaré sólo unos días en padecerla de nuevo, y que llegará después de pronunciar esas cinco palabras mediante las que mi amigo Fresneda trata de convencerse y de convencernos cada jueves por la noche: «Hoy no me lío». 

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