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Ricardo Dudda

Juan Carlos I y la paradoja de la inutilidad

«Es importante que el juez haya cuestionado la inviolabilidad de Juan Carlos I, clave de muchas defensas perezosas de su comportamiento»

Opinión
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Juan Carlos I y la paradoja de la inutilidad

Europa Press

Uno de los argumentos más perezosos (y hay muchos así sobre el tema) a favor del rey emérito es que era un «activo diplomático». Lo que se suele obviar a menudo en este tipo de análisis es el tipo de diplomacia que representaba Juan Carlos I. Hay innumerables pruebas que demuestran que no era democrática o mínimamente transparente; sirvan como ejemplos el país al que se exilió hace casi dos años y la buena relación que tenía con líderes autoritarios de Oriente Medio y Asia Central. Su visión de la diplomacia (basada en el amiguismo, la endogamia, la opacidad y las comisiones por servicios prestados) partía de una concepción patrimonialista de la política.

Esa concepción patrimonialista (la idea de que todo lo que hacía, incluso enriquecerse, lo hacía por su país) la conservó después de abdicar. Y es una de las tesis en las que se ha basado su defensa legal frente a las acusaciones de acoso de su examante Corinna Larsen (que señala incluso al CNI por espionaje): el rey emérito es «soberano» y goza de inmunidad. Y si no goza de ella de manera oficial debería tenerla de manera simbólica. Este jueves el juez británico Matthew Nicklin, encargado del caso, rechazó esta defensa alegando que «ninguno de los fundamentos para defender la existencia de inmunidad de Estado ha logrado demostrarse y, por tanto, la demanda debe seguir adelante».

Que el juez haya rechazado la inmunidad del rey emérito no significa que sea culpable. Como ha señalado Nicklin, «es terreno común aceptado por las partes que, con el único propósito de debatir la cuestión de la inmunidad, este tribunal asume que lo descrito en el escrito de acusación es cierto. Pero en esta fase, ni existen pruebas que demuestren los incidentes detallados ni ha habido una investigación». Sin embargo, es importante que el juez haya cuestionado la inviolabilidad de Juan Carlos I, clave de muchas defensas perezosas de su comportamiento (todo lo hace por su país y, si realmente no es así, da igual porque es intocable) y también clave de su visión de la política.

Algunos de los partidarios del rey emérito defienden esa visión como realpolitik: la política es así, funciona así y representar y defender al Estado no es un juego de niños. Si Juan Carlos I era amigo del dictador kazajo Nursultan Nazarbayev (del que supuestamente recibió cinco millones de dólares en metálico), lo era por cuestiones de realpolitik. Y si el CNI intervino en las relaciones personales del rey (pagando, por ejemplo, a sus amantes para comprar su silencio), lo hizo para proteger al Estado. Son posturas que deberían ser inaceptables en una monarquía parlamentaria. Si el acoso a Corinna Larsen se demuestra, será otro ejemplo más de uso de dinero y trabajadores públicos para proteger los intereses privados del rey (cuando se produjeron estos sucesos todavía estaba en el trono).

La legitimidad de la monarquía descansa en su ejemplaridad. Es una institución casi exclusivamente simbólica (el rey es un protocolo andante, es como un edificio protegido por Patrimonio). Por eso al Rey, y a los demás representantes de la Casa Real, se les exige que sean impolutos. Si no lo son, la monarquía pierde su único valor político real, que es el simbolismo. Pero aquí se da una paradoja. Para ser perfectamente ejemplar, la monarquía tiene que ser perfectamente inútil, pasar casi desaparecida, no intervenir en absoluto en los asuntos públicos. En ese sentido, el rey Felipe VI está demostrando una ejemplaridad y neutralidad impolutas. Es una actitud loable, especialmente teniendo en cuenta cómo fue su padre. Es también un ejemplo más de su inutilidad en la política contemporánea. Sin una visión patrimonialista del Estado (otra paradoja), el Rey no es más que un jarrón.

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