THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

¿Tiene importancia un libro?

«Produce una desconfianza nueva hacia el libro la certeza de que ya no es lo que fue, por mucho que algunos nos empeñemos»

Opinión
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¿Tiene importancia un libro?

Erich Gordon

Desde hace un par de décadas, el Día del Libro ha sufrido una mutación parecida a las de los personajes de Lovecraft, esos que viven en las profundidades de los pantanos. Ha dejado de ser el día de los escritores –los aniversarios de Shakespeare y Cervantes como pretexto– para pasar a ser el día de los libros que no escriben quienes los firman. Incluso el día de los libros que no se sabe quién los escribe. O el día de los libros que no escribe nadie pero que el rostro de su autor aparece enorme en la cubierta.

Se habla del Sant Jordi como si el Sant Jordi fuera lo que fue y pregunten a los editores y verán. Eso sí, el gentío está asegurado, pero después del enclaustramiento debido a la pandemia, el gentío está asegurado por todas partes. Sea el Sant Jordi, sean las montañas, sea el mar más escondido, el gentío está ahí, como si no hubiera un mañana. Hasta en el Himalaya hubo hace poco unas colas tremendas. Y en las zonas turísticas los nativos nos escondemos bajo las piedras. Como las lagartijas.

¿Se esconden los autores el Día del Libro y dejan que esos otros autores por un día sean los reyes del mambo? No les queda más remedio. Lo que produce una desconfianza nueva hacia el libro en la certeza de que ya no es lo que fue, por mucho que algunos nos empeñemos. El libro será lo que fue hace siglos para los monjes copistas mientras el caos y la desesperanza rugían bajo los muros de los monasterios. Y en un ¡alehop! clasificatorio, a los autores de toda la vida se les llama autores literarios para distinguirlos de los demás. Como si les hiciera falta.

«El descubrimiento de un inédito de Vázquez Montalbán se ha aireado como si se hubiera descubierto un original cervantino»

Este año las novedades han venido justo después del Día del Libro, no antes. Son dos y ambas novedades demuestran que queda un inmerecido rastro de confianza en lo que llamamos libro. ¿Por qué lo digo? Porque hay empeño en que creamos que aquello que tratan esos libros es importante para nuestra vida de lectores. El primero es un libro que trata de las supuestas andanzas del rey Juan Carlos I bajo el paraguas del descubrimiento de una hija ilegítima del monarca. Vamos a ver: ¿de verdad es importante eso? ¿No lo leímos hace años? ¿No es un invento? Cuando los reyes se podían permitir lo que los demás humanos no –aunque hijos ilegítimos los ha habido toda la vida– quizá los saltos de cama reales tuvieran un interés entre rijoso y dinástico, pero ¿ahora? Yo creo que ahora nos importan un pepino y que todo eso es más aburrido que un día ante la tele. Sin embargo, el titular «Un libro demuestra la existencia de una hija ilegítima del Rey emérito» está ahí como si tuviera un valor periodístico del que carece y «un libro» fuera un acta de fe. Hoy día, imaginen. Por no hablar de esa existencia novelesca donde al viejo rey –como en una caseta de feria– le cabe todo.

La otra novedad es el hallazgo de un original inédito de Vázquez Montalbán. El descubrimiento se ha producido en unas cajas que la familia regaló a no sé qué biblioteca o institución, y la noticia se ha aireado como si se hubiera descubierto un original cervantino. Parece que ese original es previo a Yo maté a Kennedy y Tatuaje, que fueron sus primeras novelas negras, por tanto es lógico dudar de su importancia más allá de lo arqueológico. Si no lo publicó en vida es porque los editores consideraron que no merecía la pena, o porque su autor no lo contempló más que como una obra frustrada o mero ejercicio de dedos. No sé muy bien que puede aportar –de bueno para la obra de Vázquez Montalbán– su publicación ahora, por mucho bombo y platillo que le den.

Pero lo que sí es curioso es que a través de dos libros sin gran valor aparezcan al unísono –también como pecios surgidos de las profundidades marinas– dos personajes de la Transición; o mejor, su anverso y su reverso personificados en sus figuras deformadas por el tiempo. El primero con sus hipotéticas vergüenzas galdosianas; el segundo con sus ingenuidades literarias bajo una mirada benévola, la que no se tiene con el primero. Los dos sujetos de una ficción. Y entre ambos el mapa de nuestro pasado. Ese pasado de cuando un libro era un libro.

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