THE OBJECTIVE
Anna Grau

No habrá Majestic para Feijóo

«Basta ya de poner la otra mejilla y de aguantar de todo para que sean presidentes de España personajes que no dan la talla, se llamen Sánchez o Feijóo»

Opinión
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No habrá Majestic para Feijóo

El líder del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo. | Europa Press

Existe en la ciudad de Barcelona, en la emblemática esquina entre Passeig de Gràcia y València, un gran hotel llamado Majestic. Su nombre original era Majestic Inglaterra, pero en los años 40, coincidiendo con los humores anglófobos de las autoridades franquistas, pasó a ser el Majestic a secas. Es famoso por una variedad de motivos que incluyen desde haber alojado a Picasso y a Hemingway hasta acoger a Antonio Machado en sus últimos días en España antes de partir al exilio y a la muerte en Collioure. Más recientemente fue el cuartel general habitual de todas las noches electorales del ya extinto partido de Jordi Pujol, Convergència Democràtica de Catalunya (CDC). La semilla del actual Junts per Catalunya.

Cuando yo era una jovencísima periodista del diario catalanista Avui, eché muchas veladas en el Majestic. Ninguna tan inolvidable, pero, como la noche del 28 de abril de 1996. La que dio lugar a una de las leyendas políticas de nuestro tiempo: el pacto del Majestic.

Todo empezó a media tarde de lo que creo recordar que era un domingo. Digo creo, porque en aquellos días de febril periodismo político (como ahora), con José María Aznar recién ganadas las elecciones por los pelos, pero precisando del apoyo de PNV, Coalición Canaria y CiU para ser investido presidente, todos nos preguntábamos: ¿y cómo lo van a conseguir?

Mediado el domingo 28 de abril a mí y a un colega de La Vanguardia (Alfred Reixach) nos llegó el soplo: esa noche iba a haber conspiracena PP-CiU en el Majestic. ¿Nos los creíamos? ¿No nos lo creíamos? Ante la duda, decidimos irnos a cenar de bracete al restaurante del hotel, como si fuéramos una inofensiva pareja de gente normal (no periodistas). Yo hice la reserva a nombre de María Arias (en realidad, me llamo Anna Maria, y Arias es mi segundo apellido).

Me lo pasé muy bien haciendo esto, hasta fantaseé con presentarme con gabardina y coquetón sombrerito estilo Ingrid Bergman. Menos mal que no hice el dispendio porque cuando al fin llegué a las puertas del Majestic, aquello parecía la Vuelta Ciclista. El «soplo» se había hecho general y la prensa entera estaba ahí.

Recuerdo a un mosso muy mal encarado que intentó echarme del lobby del hotel, para mi pasmo mayúsculo: «oiga, agente, si no quieren ver periodistas, que se reúnan en la Casa dels Canonges; pero esto es un local abierto al público y usted no me puede echar». El mosso erre que erre, que aquello era un local público, pero yo no era clienta. ¡Qué bien me vino entonces tener reserva hecha para cenar! La cara del mosso cuando fuimos a preguntarlo a la recepción, se lo confirmaron y tuvo que recular, el ojo torvo y la alpargata atravesada.

Pero nunca tanto como Marta Ferrusola, quien apareció colgada del brazo de su marido, Jordi Pujol, vestida de pies a cabeza de negro siciliano y retinto y con una cara capaz de hundir los ánimos en un funeral. Algo más discretamente sonrientes aparecieron, por parte de CiU, el entonces portavoz en el Congreso, Joaquim Molins, y su elegante y moderna segunda esposa, Isabel Ustáriz, a quien Ferrusola tenía frita y apartada de todo pues por eso, por ser segunda esposa; Josep Antoni Duran y señora; también Josep Sánchez Llibre y señora, creo recordar. Por parte del PP, evidentemente José María Aznar y Ana Botella, pero también Mariano Rajoy y Rodrigo Rato, a quien le tocaría acampar los meses siguientes en Barcelona. Su último hijo nació allí, mientras se cocinaba uno de los pactos políticos más endemoniados de nuestra democracia.

Es curioso cómo se disuelven a veces ciertos enrocamientos. Cuentan que Aznar se sentó a la mesa frío, distante, a la sombría defensiva; y que fue el incombustible entusiasmo de Ana Botella la que rompió el hielo. Los hielos. Varios. Tras la cena, Isabel Ustáriz me hizo la siguiente confesión íntima: «Al final resulta que Ferrusola y Botella se han llevado la mar de bien… serán enemigas en el tema nacionalista, pero su visión del rol de la mujer en la familia es idénticamente conservadora». 

¿Se refiere a esto Alberto Núñez Feijóo cuando apunta que, dejando aparte minucias como la unidad territorial y legal de España, y sobre todo la igualdad ante la ley de todos los españoles, incluidos los que vivimos en Cataluña, al PP debería serle relativamente fácil llegar a acuerdos con el partido de Carles Puigdemont, como en su día los alcanzaron Aznar y Pujol?

Poco y mal se conoce lo que dieron de sí aquellos pactos, precedidos de tres años de apoyo convulso de Pujol al último gobierno in extremis de Felipe González. Quien hay que decir que toreó a los nacionalistas catalanes de su época un poco como quiso. Su especialidad era prometer concesiones que luego no hacía, o hacía de aquella manera, por ejemplo, cediendo a la Generalitat competencias tan importantes como el control del tráfico, pero sin la financiación debida. Parte de la crónica infrafinanciación catalana de la que tan amargamente se quejan los indepes de ahora viene de aquella glotonería competencial del que fue su primer Mesías. Digamos que Pujol gestionó los recursos de la Generalitat con tanto acierto como los de Banca Catalana. Y los que han venido después de Pujol, para qué hablar.

Le cundieron bastante más a Pujol sus acuerdos con Aznar: logró cesiones de importantes tramos del IRPF, logró cargarse el servicio militar obligatorio y hasta logró cargarse a Alejo Vidal-Quadras, por aquel entonces la única voz seriamente discordante y disidente en el pretendido oasis catalán. Faltaban diez años para el advenimiento de Albert Rivera.

«No habrá Majestic para Feijóo ni ahora ni después de una eventual repetición electoral o una legislatura corta»

Por aquel entonces se vendió, nos vendieron a todos, que las alianzas entre dos antiguos enemigos irreconciliables respondían a una sincera voluntad de refundar y regenerar el Estado. Aznar llegó a firmar y publicar libros exponiendo su idea de la Segunda Transición. Salieron a relucir los conocidos nombres y argumentos en estos casos: la Cataluña libre en la España grande, Cambó, etc. El momento acuñó la estrella política de un catalán y español extraordinario, Josep Piqué, lujoso tetraministro hasta que lo chutaron a Cataluña en misión especial finalmente abortada por falta de sinceridad elemental. En ningún momento el PP nacional había hecho o pensaba hacer el menor esfuerzo para entender la realidad catalana. Por eso todos sus dirigentes allí se estrellan: porque o son meros peones ciegos de las volátiles estrategias nefastas que se incuban en Génova, 13, o, si realmente tienen visión, cualquier visión, de lo que sucede en Cataluña, se los quieren fundir. Se fundieron a Vidal-Quadras y a Piqué y ahora intentan fundirse a Alejandro Fernández desde el feijoismo, que es algo así como el sanchismo en versión pepera. Una decepción continua cuando no directamente una traición.

Es curioso que Pujol obtuviera mucho más de sus pactos con Aznar que lo que había obtenido de Felipe, pero su electorado, el de CiU, lo viera muy distinto. Nunca se lo perdonó, y ahí empezó el declive. También la ominosa evolución de un nacionalismo catalán irredento, pero reconducible en algunos aspectos, a un ejercicio cada vez más arrogante y más histérico de negación de la realidad y de todo lo que esta contiene. De Pujol a Puigdemont va un abismo en picado como el que podríamos decir que va de Simón Bolívar a Maduro. Porque Pujol para bien y para mal tenía una idea de Cataluña y de España. Puigdemont no tiene ninguna. Del pacto del Majestic, aprendió que el independentismo catalán se robustece electoralmente reventando España, no estabilizándola. Por eso a cualquiera que conozca un poco la realidad catalana le suena a rayos esta terquedad de Feijóo en tratar de hacerse un segundo Majestic y de buscar un segundo Piqué. Eso es imposible mientras no aparezca un segundo Pujol. Un dirigente nacionalista catalán capaz de tener a España en la cabeza, más o menos odiada, pero en la cabeza, con suficiente amor verdadero a Cataluña como para no querer romperle la convivencia ni la crisma, un dirigente dispuesto a correr el mayor riesgo que se puede correr en la política española actual: decir la verdad e ir de buena fe.

No habrá Majestic para Feijóo ni ahora ni después de una eventual repetición electoral o una legislatura corta. En este segundo caso, el PNV, una vez salvados todos los muebles que pueda en las elecciones vascas del año que viene, puede ir virando hacia el PP para, efectivamente, huir de un naufragio donde quien se lleva el gato al agua es Bildu. Pero eso no es extrapolable a Cataluña porque allí los aliados oficiales de Pedro Sánchez, ERC, son unos pragmáticos razonables comparados con Carles Puigdemont, el Darth Vader indepe, dueño y señor del lado oscuro de la humillación y de la fuerza. Sólo así se entiende que un señor que vive en Waterloo y no tiene capacidad de otorgar a sus seguidores ni una pedanía disfrute de la obediencia ciega de un partido cuyos miembros, en su mayoría, han vivido de la Administración después de dejar el jardín de infancia. Puigdemont encarna el supremo berrinche, la irracionalidad insobornable, el no es no. La hispanofobia casi en estado puro. Y por eso mismo, perfectamente intratable y estéril.

Que no, que no hay atajos. Que hay que volver a empezar desde el principio a defender lo que está bien, a combatir lo que está mal, a hablar de todo pero no pasar ni una, a no tolerar que se erijan en falsos defensores de la libertad de lenguas en la UE los mismos que fumigan el español en las escuelas catalanas o arrojan chinchetas y bidones de aceite al paso de la Vuelta Ciclista, los mismos que decretan la muerte legal, profesional y civil de cualquiera que no sea indepe, pero luego exigen indulto, amnistía y barra libre de impunidad para todos sus delincuentes, corruptos y gamberros. Basta ya de poner la otra mejilla y de aguantar de todo para que sean presidentes de España personajes que no dan la talla, se llamen Pedro Sánchez o Alberto Núñez Feijóo. De verdad creo que merecemos algo mejor. Mucho mejor.

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