THE OBJECTIVE
Anna Grau

«Mear sangre»

«Puigdemont no recurriría a expresiones tan sórdidas si no estuviera ya más que dispuesto a envainársela y allanarle el camino a la presidencia a Sánchez»

Opinión
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«Mear sangre»

El presidente de Cataluña, Pere Aragonés. | Europa Press

Ciertamente la situación es endemoniadamente fluida, o fluidamente endemoniada. Pero si nada descarrila por error humano (más frecuentes de lo que se cree en política), ahora mismo todo apunta a que Alberto Núñez Feijóo intentará la investidura, como es preceptivo, y fracasará. Pedro Sánchez espera ser investido eludiendo la repetición electoral a pesar de las crecientemente ominosas advertencias de los emisarios (que no negociadores) de Carles Puigdemont, quien ha ido diciendo por ahí que le hará «mear sangre». No es lo que se dice un lenguaje conciliador ni prometedor. Y, sin embargo, eso mismo podría un motivo de optimismo para el PSOE, con razón o sin ella. Veamos por qué.

¿Se acuerdan del día que Puigdemont proclamó la república catalana de los 8 segundos, que en realidad fueron 56? Yo entonces residía en Madrid. La mitad del tiempo con mi hija que en 2017 tenía 11 años, la mitad de los cuales transcurridos en Nueva York. Entre esto y otros factores familiares que ahora mismo no vienen al caso, la niña no hablaba catalán. Lo rascaba más o menos, pero no lo dominaba. A mí se me ocurrió ponerle una profesora particular que le diera clases por lo menos una vez por semana.

Quiso la casualidad histórica que la primera clase cayera precisamente ese día, el 10 de octubre de 2017. La cara de la profesora al abrirle la puerta, verme y – sospecho- reconocerme, fue un poema. Se le cayó la estelada al suelo. Ya se pueden imaginar lo que una persona que vive en Madrid y se gana la vida dando clases de catalán puede pensar de una catalana-española-antiprocesista-tocanarices como yo. La falta de empatía civil ha hecho y sigue haciendo mucho daño en este país.

A lo que iba. La intervención de Carles Puigdemont estaba anunciada coincidiendo más o menos con la hora de la clase, hora que yo me pasé haciendo cosas tan importantes como ordenar armarios y doblar calcetines. Viendo que aquello mucho se retrasaba, y que de hecho estaba a punto de empezar nada más terminar la clase, volví a descolocar a la maestra de catalán de mi hija ofreciéndole quedarse a verlo en directo por la tele. Ella se puso de morros, pero acabó aceptando.

Nos sentamos separadas todo lo posible en el sofá, ella en una punta, yo en la otra con mi niña en el regazo. Intuyendo que la distancia ideológica era más grande aún que la física y, haciendo uso de mi exquisita buena educación, decidí no decir ni comentar nada que a ella le pudiera parecer hiriente.

«Puigdemont es eurodiputado gracias a que nadie le impidió presentarse ni le exigió recoger su acta en España»

Sólo se me escapó una cosita, cuando Puigdemont llevaba cinco minutos hablando. Había empezado muy fuerte, soltando sapos y culebras por la boca, y yo no pude evitar el siguiente diagnóstico periodístico:

Uf. Si empieza así, es que se la va a envainar.

La mirada torva de mi invitada me disuadió de añadir nada más. En absoluto silencio seguimos el resto de su intervención. Cuando el entonces presidente de la Generalitat dijo que asumía «el mandato de que Cataluña se convierta en un Estado independiente en forma de república», una gran sonrisa se dibujó en la cara de la maestra. Mi hija, que como ya he dicho, algo de catalán rascaba, se echó en cambio a llorar:

-¡No, mamá! ¡Independencia, no!

Y yo consolándola como podía:

-Cariño, ya verás como al final no…

Fue una situación extremadamente incómoda, salvada por la campana de que en ese preciso instante entraba por la puerta la canguro para que yo me pudiera ir a escape a una cena a la que llegaba tarde. Me fui antes de que transcurrieran los 56 segundos entre una declaración y su contraria. Me recuerdo en el trayecto entre mi casa y la cena haciendo frenéticas llamadas a amigos y conocidos. Sólo al llegar a mi destino, una cena con gentes también de alta motivación política, me enteré de que en el ínterin, efectivamente, la independencia de había desdeclarado. Que haciendo bueno mi pronóstico, Puigdemont se la acababa de envainar.

La cuestión es por qué y a cambio de qué. Que a los líderes independentistas les temblaran las piernas para hacer frente a las consecuencias (sobre todo para ellos, pero no sólo para ellos) de sus actos, no significa que hubieran visto la luz de la razón. Ni que la tuvieran. De todos es sabido que, pocos pero convulsos días después, Puigdemont pringó a todo el mundo en una farsa de votación en el Parlament, enésimo desafío a la Constitución y a todo lo que la Constitución protege (Estatuto de Autonomía de Cataluña incluido), para luego fugarse de España escondido en el maletero de un coche, dejando a otros la fea tarea de dar la cara. Y allí sigue.

Hoy día es flamante eurodiputado gracias a que nadie le impidió presentarse ni le exigió recoger su acta en España, ni se le han puesto pegas por tener, sin ir más lejos, el DNI caducado. Los requisitos que obligan a todo hijo de vecino no han sido de aplicación en su caso porque, para qué nos vamos a engañar, la diplomacia española ha puesto muy poquito interés en ello. Que le pregunten a Adrián Vázquez, que como presidente de la Comisión de Asuntos Jurídicos del Parlamento Europeo ha tenido que pelear en plan Llanero Solitario para que a Puigdemont y a sus compinches Toni Comín y Clara Ponsatí se les levante la inmunidad para todo.

«Es posible que el prófugo se haya pasado de frenada y ya no sepa qué pedir para que no se lo den»

¿Puede eso cambiar a partir de ahora? ¿Ha encontrado Pedro Sánchez cómo dar con la tecla para ser investido, pongamos dándole a entender a Puigdemont que su continuidad personal en la Eurocámara depende de que él, Sánchez, continúe en la Moncloa? Sinceramente creo que Puigdemont no recurriría a expresiones tan sórdidas como hacer «mear sangre» a Sánchez si no estuviera ya más que dispuesto a envainársela y allanarle el camino a la presidencia.

Pero también es posible que el prófugo simplemente se haya pasado de frenada y ya no sepa qué pedir para que no se lo den. Que el catalanismo cultural que primero mutó en nacionalismo político y económico, luego en independentismo low cost para pastorear a las masas, finalmente en hispanofobia pura y dura, en no tener otro argumento ni otra razón de ser que el detestar España y todo lo que contiene (incluidos todos los catalanes que no pasamos por el aro de Waterloo), ya no tenga otra razón de ser ni otra salida que reventar ciegamente todo a su paso. Que forzar nuevas elecciones sí o sí, le den lo que le den. Que ni siquiera una amnistía general para 4.000 quebrantadores de la convivencia y de la ley bastara para contener el afán de caos.

Cuánto más observo y analizo al personaje Puigdemont, sinceramente, más me sorprende que no le teman más los suyos que los que no lo somos. Al fin y al cabo, los más de la mitad de los catalanes que no queremos ni irnos de España ni vivir como ciudadanos de segunda en nuestra propia tierra, ni que eso normalice un alegre incumplir las leyes que se acabe generalizando a todo el conjunto del país (¿alguien ha visto a José Antonio Griñán entrar en la cárcel para cumplir su condena por los ERE?), nunca hemos esperado nada bueno. Pero quienes sí creyeron en un independentismo boyscout deberían estar de los nervios ante la evidencia de estar en manos de mafiosos.

Ojalá lo peor que nos pudiera pasar sea esa amnistía general que dicen que piden y que vendedores de crecepelo político como Iván Redondo nos intentan convencer de que es la Novena Sinfonía de la democracia. Ojalá. Por si acaso, cuando vayan al baño, miren, miremos todos, el color de lo que sale. Que lo peor está por venir.

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