THE OBJECTIVE
Fernando Savater

Apología del milagro

«Hoy en España es más necesaria que nunca la acción política de los humanos libres. Si nos salvamos, nosotros y con nosotros la nación, será de milagro»

Opinión
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Apología del milagro

Pedro Sánchez. | Ilustración de Alejandra Svriz

Sin duda los españoles de bien (los llamo así para abreviar y también para tocar un poco los… digo las narices a los que no lo son) o sea los que detestamos a Sánchez, a sus pompas y sus obras, estamos acabando el año con cierto abatimiento. Hemos logrado hacer manifestaciones importantes contra el felón en Madrid y otras capitales, se han mantenido concentraciones diarias en Ferraz ante la sede del PSOE que han producido convulsiones a los tiquismiquis pero han servido para desahogarse a mucha buena gente, se han reunido y enviado decenas de miles de firmas a la Unión Europea contra el atropello al estado de derecho no sólo español sino europeo que supone la ley de amnistía, en fin, no nos hemos cruzado de brazos ante la deriva dictatorial (de dictadura ya no sólo hablamos los exaltados que no somos de fiar, sino alguien que sabe muy bien los términos políticos que emplea como Antonio Elorza en este mismo medio). Pero todo sigue resbalando mansamente hacia la misma ciénaga. Lo del verificador en Ginebra, supongo que a los pies de la estatua de Calvino a punto de quemar a Miguel Servet, es de una indecencia tal que no sé cómo no hiela la sangre en las venas de cualquier ciudadano que respete la democracia en nuestro país. Por favor, no olviden los nombres de los intelectuales que se han encogido de hombros o han aplaudido hasta con las orejas (de asno) ante esta iniciativa y las que la preceden quitándoles importancia, como si fuera escupir en el suelo o aplastar una colilla en la alfombra. Cuando llegue el reparto de premios, eso que tanto les gusta, hay que reservarles algo gordo. 

Se diría que no hay modo de detener la metástasis sanchista que lo pudre todo en el Estado y hasta en la sociedad. Pataleamos, qué menos, pero no parece posible cambiar el curso fatal de los acontecimientos. Como los dignos de compasión pero también miserables lemmings, nuestros semejantes y hermanos, corremos irremisiblemente hacia el precipicio y hasta nos damos empellones para llegar al abismo antes que los demás. Nuestras protestas y demostraciones de indignación son meritorias, sería lo último de lo último renunciar incluso a eso, pero es lógico pensar que irán perdiendo fuelle. Las rebeliones necesitan éxitos, aunque sea parciales, para mantenerse activas. Si no, la humana, demasiado humana tentación de abandonar y resignarse se hace irresistible. Por eso voy a recomendarles una lectura que puede ayudar a que no perdamos del todo el vigor de la esperanza. Se trata de un libro, un librito más bien, que recoge una conferencia de Hannah Arendt, Libertad y política, pronunciada en Zúrich en 1958 (ed. Página Indómita). Pocas páginas pero muchas ideas, al revés de lo que suelen ofrecernos habitualmente los politólogos. En realidad, como ella misma ha explicado muy bien, la mayoría de los filósofos de la política, incluidos los más grandes (¡empezando por el mismísimo Platón!), son más bien filósofos de la antipolítica. Lo que pretenden no es estudiar el movimiento creador e inacabable (¡la tela de Penélope!) en que consiste el juego político, sino diseñar una situación ideal, a la que en ocasiones se llama utopía, en la cual la sociedad -perfeccionada insuperablemente- se remanse y establezca. O sea, la filosofía política, de un modo más o menos explícito, aspira a diseñar un estado en el que ya no haga falta seguir con la política, en que ésta se haga indeseable o, aún mejor, imposible. Por eso las filosofías políticas más respetadas e idealistas – de Tomás Moro a Comte o Marx- desembocan siempre en una u otra forma de totalitarismo. La visión totalitaria siente repugnancia por la libertad política porque ésta va de lo imperfecto a lo imperfecto (gobernar es siempre «elegir entre inconvenientes», como dijo un avisado profesional) y prefiere congelar el movimiento social, dejándose de vaivenes. 

«En lugar de una ocupación fastidiosa de la que hay que librarse cuanto antes, la política es el único ámbito donde puede darse la libertad»

Por el contrario Arendt, la más consecuente antitotalitaria, afirma que la reflexión política debe partir de la libertad y no apartarse nunca de su incierto devenir. La libertad no es algo íntimo y privado, que nos vincula con la divinidad y nos aísla de todo lo demás, sino que sólo existe y cobra sentido en el espacio creado por el razonamiento entre los semejantes: «La libertad… no se encuentra en la voluntad ni en ninguna otra parte de la naturaleza humana, sino que más bien coincide con la acción: los hombres son libres mientras actúan, no antes ni después, ya que ser libre y actuar es lo mismo». En lugar de una ocupación fastidiosa de la que hay que librarse cuanto antes, la política es el único ámbito donde puede darse la libertad: «No hay libertad real sin política; simplemente, no podría existir. Por otro lado, si una comunidad no es un espacio para la aparición de las infinitas variaciones de ese virtuosismo en el que se manifiesta el hecho de ser libre, no será política». La concepción de Arendt se parece mucho más a la de los griegos de la época clásica que a la de los modernos. Para ella, ni el primitivo dedicado exclusivamente a la recolección y a la caza pero sometido por lo demás a las tradiciones tribales es realmente libre, ni un régimen tiránico o totalitario existe realmente como comunidad política. Con cada ser humano viene al mundo la posibilidad de una ruptura con la inercia automática de las necesidades que somete a los colectivos como a la propia naturaleza. Tal es el sentido de la acción libre, que no se atarea solamente en conservar la vida y cubrir las necesidades personales del agente, sino que aporta algo al mundo social que compartimos y que nos sobrevivirá. «Con el nacimiento de cada hombre se reafirma este comienzo inicial, porque en cada caso algo nuevo llega al mundo ya existente, que continuará existiendo después de la muerte de cada individuo». Esa novedad inicial es lo inesperado que rompe la cadena rutinaria de los acontecimientos establecidos y cambia, aunque sea mínimamente, la serie determinista de lo necesario.

Y entonces Arendt se atreve a dar un gran paso adelante: «Si es cierto que acción y comienzo son en esencia lo mismo, se sigue de ello que la capacidad de obrar milagros también debe ubicarse dentro de la gama de las facultades humanas». El milagro de la libertad no es un gesto sobrenatural, sino extranatural, o sea que se opone a lo que parece imposible y lo vence, aunque sólo sea momentáneamente. Porque también los resultados de la acción libre tienden a cristalizarse y a crear sus propios automatismos, «lo cual significa que un solo acto o acontecimiento jamás puede redimir o traer la salvación a la humanidad, o a un pueblo, de una vez por todas». No existe la acción que bloquee para siempre la capacidad de actuar, el gesto político que acabe con la política y nos deposite en Utopía. Utopía, el país donde ya no hacen falta milagros ni por tanto seres libres: afortunadamente nunca viviremos allí. 

Para Arendt, la libertad es «el don humano de interrumpir la ruina». No hay mejor descripción de por qué hoy en España es más necesaria que nunca la acción política de los humanos libres. Si nos salvamos, nosotros y con nosotros la nación, será de milagro. Pero no es un milagro que debemos pedir a los cielos, sino algo que podemos lograr sólo con esfuerzo. De modo que no nos dejemos amedrentar y a ello.

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