Diarios, la escritura del yo
«La única verdad posible en el diario es la íntima, sin mentiras, ni disculpas. Su gracia formidable es que te acerca al paraíso interior de otras vidas»
Michel de Montaigne fue considerado el «inventor de la intimidad», creó un espacio de intimidad literaria. Es lo que Andrés Trapiello ha denominado «ensayos íntimos». El diario se convierte, así, en un cuaderno de anotaciones en el que el autor (el yo que surge de la escritura) se sincera, en los grados que considere. Llega incluso, si se atreve, a sincerarse consigo mismo y con su tiempo. Es la geografía interior de quien escribe. Para Pozuelo Vivancos se produce «cuando el yo es una letra». Ardua cuestión. Infinita en la polémica. Porque quien aparece en los diarios es «un yo que nace de la escritura». Es decir, tiene, si vale, personalidad propia.
De los más brillantes diarios están los escritos por Rafael Cansinos-Assens (Sevilla, 1882-Madrid, 1964), La novela de un literato y los memoriales Automoribundia de Ramón Gómez de la Serna (Madrid, 1888-Buenos Aires, 1963) y Los pasos contados de Corpus Barga (Madrid, 1887-Lima, 1975). En el diario, como ese yo que nace de las letras y en las letras, se produce la ilusión, por parte del lector, de compartir una experiencia real. Sin embargo, la voz que habla, la que cuenta sucesos acaecidos en su vida, es lo que Pozuelo distingue como «un yo desdoblado». Hay dos. El que ha vivido, y el que surge de la narración, que lo cuenta. Es un asunto fascinante. Porque no es ficción, pero la única realidad es la escrita. Y, como bien señaló el escritor norteamericano James Salter (Passaic, Nueva jersey, 1925-Sag Harbor, Nueva York, 2015) «queda lo escrito». Es lo que el citado Ramón definió como «los géneros fingidos», géneros sin forma al albur de ese work in progress que es la propia vida, sin argumento, pero con capítulos.
El diario se escribe en el día a día, no hay guion, fluye, avanza, retrocede, se atasca, continúa, es lo que Max Aub (París, 1903-Ciudad de México, 1972) describió «¿Qué son estas páginas? Diario sólo hasta cierto punto porque estas suelen limitarse a anotaciones de sucesos, revelación de lo inmediato. Interesa en ellos lo inesperado, la gracia del aire» o la acotación del siempre admirado Maurice Blanchot (Devrouce, Francia, 1907-2003, Le Mesnil-Saint-Denis, 2003) «un diario no es esencialmente una confesión o relato de uno mismo. Es un memorial».
Aún cuando ese memorial haya surgido de las palabras. Su mundo son letras que configuran una realidad, que la adaptan. Porque el diario construye un yo literario e íntimo. Algo soberbio. Escribir como un extenso monólogo. Escribo para mí, escribo para otros. Si es para otros qué cuento. Cuento, narro, confieso una identidad moral. Si va hasta el fondo, el personaje surgido de las letras, una tras otra, en una compleja arquitectura literaria, está lejos de salvarse, de indultarse, de escamotear defectos, desamparos o fragilidades.
Porque la única verdad posible en el diario es la íntima, sin mentiras, ni disculpas. Ahora, toda esa intimidad será siempre del yo que figura como narrador. La gracia formidable de los diarios, es que, con toda su retórica literaria, te acerca al paraíso interior de otras vidas. Qué importa el número de coincidencias con lo vivido. Se ha generado una obra autónoma, incluso del propio autor. De ahí, lo oportuno de Pozuelo Vivancos al definirlo como «un yo desdoblado».
«Sería imposible un diario, unas memorias que recogieran cada instante de lo vivido. Se procede a una selección»
Para Ortega (Madrid, 1883- Madrid, 1955) la realidad primaria y radical es la vida humana, «mi vida», la de cada cual que es circunstancial y dinámica. Si la vida, sigue Ortega, es «lo que hacemos y nos pasa», la tarea del escritor –diarista, memorialista, novelista de sí mismo o una mezcla de todo– será tomar posesión de ella plenamente. Subrayar su «experiencia de vida», porque, de nuevo, Max Aub: «Escribo para no olvidarme». Nada de esto, tranquilos, es nuevo. Forma parte, desde Montaigne, y desde antes, de la propia historia literaria. Y tiene legión de estudios.
Muchos coinciden, los diarios están lejos de la ficción o así lo pretenden, pero, también, se configuran, a menudo, lejos del nombre que figura como autor, porque el yo ha surgido de la escritura, no de la vida. Sería imposible un diario, unas memorias que recogieran cada instante de lo vivido. Cada minuto. Se procede a una selección, una jerarquía de tratar asuntos y sentimientos, de ahí el «yo desdoblado». Para Elías Canetti, los diarios se crean desde la intimidad y la confesión. ¿Qué es la confesión, nos dirá María Zambrano, sino un género literario?
Si en la memoria como ha mostrado Tzvetan Todorov (Sofía, Bulgaria, 1939- París, 2017) es necesario el olvido, Borges (Buenos Aires, 1899-Ginebra, 1986) alimentó esta idea con su magistral relato Funes, el memorioso; en los diarios es imprescindible la elección, discriminar asuntos y personajes. «Quien quiera recordar debe ponerse en manos del olvido, de ese riesgo que es el olvido absoluto y de esa hermosa capacidad en que se convierte el recuerdo», advierte, de nuevo Blanchot. Es una novela en marcha, el espejo de uno mismo, desdoblado, a lo largo del camino, José Saramago: «El diario es la novela con un solo personaje».
El lector siempre será «un diablo cojuelo», pero en el caso de los diarios, es el autor el que invita a entrar en el último rincón de su existencia, desvelar sus obsesiones, sus anhelos, sus fracasos, sus momentos de felicidad, de desamparo, de melancolía, de vigor, de esperanza, sus desengaños y sus «momentos de vida» (Virginia Woolf). Una antología de epifanías destacadas en el vértigo del día a día o en la mirada retrospectiva del tiempo vivido. «No recordamos los hechos sino los recuerdos de los hechos» (Anthony Burgess). Sí, un género literario deslumbrante.