THE OBJECTIVE
Antoni Pizà

Lecuona, el antimoderno

«Su nombre quedará ligado para siempre a “Malagueña” gracias ―o a pesar― de su relativo anacronismo estilístico y su desbordante populismo»

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Lecuona, el antimoderno

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En 1924, Ernesto Lecuona (1895-1963), compositor de quien este año se ha celebrado el 125 aniversario de su nacimiento, llegó a España desde su Cuba natal para participar en una gira de conciertos.  Cuatro años más tarde, publicó un cuaderno de piezas para piano titulado Suite Andalucía y que incluía cinco obras que evocaban su viaje:  “Córdoba”, “Alhambra”, “Gitanerías”, “Guadalquivir” y la posteriormente famosísima “Malagueña”.  La plasmación en música de impresiones de viajes había sido una tradición romántica con notables ejemplos como los Années de pèlerinage (o Album d’un voyageur) de Franz Lizst (obra, a la vez, inspirada por el Wilhem Meister de Goethe) y las famosas colecciones para piano de Isaac Albéniz como la Suite española, la Rapsodia española o la Suite Iberia.  Sin embargo, en los años veinte del siglo pasado, las “postales” de viaje eran, cuando menos, un anacronismo estilístico que la mayoría de compositores europeos ya no se permitían.  Así, Lecuona, quizás por haber nacido en la periferia de la vida artística eurocentrista, alejado de París y Viena, se podía permitir estar al margen de lo que había pasado en el mundo de la música de concierto en los últimos cuarenta o cincuenta años.  Las vanguardias, las nieblas de Debussy, la cacofonía de Schoenberg, le eran ajenas.  Sin revelarlo explícitamente y, mucho menos, teorizarlo, Lecuona optó por ser ―o quizás la vida lo llevó a ser― un compositor antimoderno.

Nacido en el municipio de Guanabacoa de madre cubana ―que aportó dinero a la causa independentista― y padre canario ―periodista culto y astuto, responsable de varios diarios de influencia en la isla―, Lecuona creció en una familia de músicos (Ernestina Lecuona, su hermana, también fue una notable compositora) y destacó como niño prodigio.  Dio sus primeros conciertos de piano a los nueve años y debutó en Nueva York a los dieciséis en la Aeolian Hall.  En años sucesivos siguieron muchas giras de conciertos tanto en Europa (Salle Playel y Salle Gaveau) como en las Américas (Carnegie Hall), actividad que no cejó hasta casi el final de sus días.

Como compositor, sin embargo, Lecuona buscó y encontró su lenguaje en su propia tradición, en casa propia, diríamos.  La llamada “danza”, era un género de salón para la sociedad elegante y eurófila de Cuba.  En algunos casos las danzas eran aptas para intérpretes aficionados, pero sobre todo eran idóneas para semiprofesionales, en general mujeres con años y años de conservatorio, pero centradas en su vida familiar.  El gran precedente de este estilo cubano son las obras de Ignacio Cervantes, composiciones que, siguiendo los moldes del salón musical europeo, lo criollizan con síncopas, o acentos inesperados, que son, cómo no, ecos de África.  La danza ―como el ragtime de EEUU o el choro de Brasil―, bajo moldes europeos, impregna, tiñe e hibrida, maliciosamente, con elementos africanos algunos géneros de salón europeo como la marcha y el vals.

Lecuona, además, en el periodo de entreguerras, encuentra un marco intelectual óptimo en el movimiento afrocubanista de Fernando Ortiz y Nicolás Guillén.  Fruto del reconocimiento de esas raíces es su obra Danzas afrocubanas (1934), otro cuaderno para piano, pero, en este caso, ya alejado de la postal de viaje romántico europeo y con títulos que revelan sus fuentes de inspiración:  “Danza de los Ñáñigos” (referida a una sociedad secreta afrocubana), “Danza Lucumí” (que alude a la santería con su sincretismo del catolicismo y diversas prácticas religiosas africanas), y ya con referentes más explícitos, “Danza negra”, “La comparsa”, “La conga de media noche” y finalmente “Y la negra bailaba”.  Claramente, su padre europeo iba desvaneciéndose y su madre cubana independentista se iba imponiendo.

Otra ventaja de estar al margen de las vanguardias y su expreso elitismo estético fue su aceptación de los géneros de música comercial.  En Lecuona hay una gran fluidez entre el high y el lowbrow.  Durante décadas, su creatividad seguía un mismo proceso para materializar una obra.  Como era un virtuoso del piano, casi todas sus obras empezaban como composiciones para piano que él las iba recopilando en sucesivas colecciones (este es el caso de la Suite Andalucía).  Ahora bien, algunas de las obras individuales contenidas en estas colecciones eran susceptibles a ser convertidas en canciones pop.  Este es el caso de “Malagueña”, posiblemente inspirada por la versión que hizo Albéniz del cante flamenco de Juan Breva (de quien García Lorca dijo malévolamente que poseía “cuerpo de gigante / y voz de niña”) y que en EE. UU. acabó siendo un fox-trot titulado “At the Cross-Roads”.

Otras canciones suyas de gran éxito, como “Siboney” o “Siempre en mi corazón” (nominada a un Oscar en 1942 con el título “Always in My Heart”), tuvieron su origen en zarzuelas y revistas musicales, otro género que cultivó desde su juventud y con mucha asiduidad, y posteriormente fueron integradas en películas y popularizadas por cantantes pop de varias generaciones.  “Para Vigo me voy” (recuperada con cordura hace veinticinco años por Compay Segundo), en inglés se llamó “Say sí, sí”, pero de la mano de The Andrews Sisters ya había vendido en los años cuarenta más de un millón de grabaciones.  Como George Gershwin, con quien se le compara muchas veces, Lecuona es un compositor que ve el mundo de la música comercial sin prejuicios.  Su molde ―esa fluidez entre el highmiddle, y lowbrow―ha sido replicado por muchos con posteridad, como Ástor Piazzolla.

Algunos años antes de morir, Lecuona regresó a España sintiendo, según se dice, un poco de nostalgia por sus raíces españolas.  En 1963, recibió un sentido homenaje del Ayuntamiento de Málaga.  Moriría pocos meses después en Santa Cruz de Tenerife, pero está enterrado en Hawthorne, un municipio del extrarradio de Nueva York.  Había renegado del castrismo y había hecho promesas de no regresar a la isla hasta el fin del régimen para acabar instalándose, como tantos cubanos, en Florida.

Su nombre quedará ligado para siempre a “Malagueña” gracias ―o a pesar― de su relativo anacronismo estilístico y su desbordante populismo.  La canción inició la moda en EEUU de las latunes, como algunos críticos las denominan, o sea, canciones pop de ritmo latino genérico, pero con letra en inglés y que embrollan sin contemplaciones alusiones culturales ―Latin lover y Latin bombshell― a España, Portugal, Brasil, Cuba y el resto de países de las Américas.  “Malagueña” fue grabada como jazz ligero por la big band de Jimmy Dorsey, fue posteriormente cantada por Bing Crosby y Plácido Domingo; Liberace y Paco de Lucía la han tocado; y Keith Richards dejó caer en alguna ocasión que fue la primera pieza de guitarra que aprendió.  Ah, y en la fantasiosa película Once upon a Time in Mexico, Johnny Depp recibe una despiadada descarga de pistola de Eva Mendes ―bombshell, donde las haya― al son por supuesto de la “Malagueña” en versión tecno.  Quizás Lecuona ha acabado siendo más moderno de lo que creíamos.

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