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España: el pacto imposible sobre la identidad

Uno de nuestros problemas, al que nadie parece querer enfrentarse, es la posibilidad de la desaparición de España como comunidad política

España: el pacto imposible sobre la identidad

Ilustración de Erich Gordon.

El fragmentado escenario político español, resultado de un sistema electoral razonablemente representativo, abre cada nueva elección el reto de los casi inevitables pactos postelectorales. Cada vez más no como algo a resolver una vez celebradas las elecciones, sino como parte de campañas electorales, en las que las acusaciones de ilegitimidad más o menos veladas, líneas rojas y/o cordones sanitarios son utilizados con alegre ligereza, frecuentemente acompañados de la afirmación, implícita pero a veces también explícita, de que no todo lo legal es legítimo.

Un debate en gran parte estéril, ya que nadie en una sociedad democrática puede decidir por encima de las leyes qué es o no legítimo: todos los partidos legales son legítimos, al margen de lo que los ciudadanos podamos pensar de sus idearios y objetivos políticos. El Estado de derecho, sin el que no hay sociedad democrática posible, se basa en el respeto a la Constitución, las leyes y las sentencias judiciales, al margen de la opinión que tengamos sobre ellas. La distinción entre legal y legítimo esconde una peligrosa pulsión autoritaria y antidemocrática.

Cosa distinta es lo razonables o no, y me refiero a una racionalidad instrumental, que nos puedan parecer determinadas alianzas, pactos o acuerdos, en particular los que por excepcionales son más difíciles de entender. Una excepcionalidad que en el caso español no se daría tanto en los pactos PSOE/Unidas Podemos, PP/Vox, lógicos desde el punto de vista de una división dicotómica en torno a conflictos ideológicos (derechos y organización política) y/o económicos (reparto de recursos), lo que habitualmente entendemos por izquierdas/derechas, sino a los acuerdos entre partidos cuyas divergencias no tienen que ver con lo ideológico y/o económico, sino con la definición del sujeto político, con un Estado-nación español, marco de referencia ineludible para unos y organización política a destruir para otros. 

Pactos que en otros momentos históricos, también en otras latitudes, se habrían considerado crímenes de lesa majestad y para cuyo análisis no sirve la habitual dicotomía izquierdas/derechas: sus líneas de fractura no tienen que ver con conflictos ideológicos y/o de reparto de recursos —qué pensamos o qué tenemos— sino identitarios —qué somos—, en general mucho más problemáticos y difíciles de gestionar. 

«La crisis del Estado-nación español es condición necesaria para el crecimiento de las expectativas independentistas»

Esta sí es una verdadera excepción europea, por su rareza: no es fácil encontrar casos parecidos, ni en Europa ni fuera de ella; y por los problemas de racionalidad instrumental que plantea: no parece muy razonable llegar a acuerdos de gobierno con partidos cuyo objetivo explícito es la desintegración del sujeto político al que se van a aplicar las leyes y medidas de gobierno aprobadas o rechazadas con su apoyo. 

Al margen de su legalidad, no resulta fácil de entender la participación de los partidos secesionistas en la aprobación o rechazo de leyes que se van a aplicar a un cuerpo político del que buscan y esperan no formar parte en un plazo de tiempo lo más corto posible. Y no se trata de un juicio de intenciones, siempre peligroso en política, sino de una voluntad afirmada de manera explícita en múltiples ocasiones, incluido el «Ho tornarem a fer», respecto a la declaración unilateral de independencia, repetido una y otra vez por los líderes independentistas catalanes.

El problema no está obviamente en los partidos secesionistas, que se limitan a ejercer sus derechos constitucionales, sino en un PSOE que acepta legislar con su apoyo sobre asuntos vitales para el futuro del país, como la reforma de las pensiones o el sistema educativo, sobre todo si consideramos que siempre cabe la duda de que su apoyo esté mediatizado por el objetivo de que a la comunidad política de la que en contra de su voluntad forman parte le vaya lo peor posible. Posibilidad no tan descabellada si consideramos, por un lado, que la crisis del Estado-nación español es poco menos que condición necesaria para el crecimiento de las expectativas independentistas, como la crisis del 2008 y el desbordamiento del procés muestran de manera bastante evidente; y por otro, algo que frecuentemente se tiende a olvidar, que de manera general la mayoría de los procesos de independencia no son tanto «independencia de» como «independencia contra». 

Un aspecto este último al que no se ha prestado toda la atención que sin duda merece. En todo proceso de construcción nacional, las naciones, en contra de lo que piensan los nacionalistas, no son sino que se construyen, por lo que es tan importante la invención de la nación propia como la de las naciones enemigas, el «España contra Cataluña» del simposio organizado por la Generalitat catalana en plena crisis del procés. No hay nada más necesario para el éxito de cualquier proceso de construcción nacional que una buena elección de enemigos. El verdadero motor de la historia es el resentimiento, no la lucha de clases.

Y el enemigo para los nacionalismos subestatales españoles es necesariamente España, responsable última de todos los males, pasados, presentes y futuros si no se pone remedio, que afligen y afligirán a sus respectivas naciones si no consiguen liberarse de ella. No se trata de que para el mundo de Bildu el término ‘español’ sea un insulto, tampoco de la delirante hispanofobia del anterior presidente de la Generalitat Quim Torra i Pla o del «de Madrid al cielo» de Clara Ponsatí i Obiols, consejera de Educación en el Gobierno de Carles Puigdemont i Casamajó, en el momento con mayor número de muertos en la capital española por la pandemia de la covid, frase que por sí sola ya le reserva una nota a pie de página en la historia universal de la infamia. La xenofobia y el supremacismo étnico más rampantes no son en el pensamiento nacionalista elementos coyunturales, sino parte de su ADN de creencias básicas: somos una nación porque somos diferentes y además de diferentes, somos mejores. 

«Lo que une a los nacionalismos subestatales españoles no es el amor sino el odio»

El problema real es que sin hispanofobia no hay nacionalismo catalán, ni vasco, ni gallego, ni manchego, ni berciano,… Parafraseando a Borges, lo que une a los nacionalismos subestatales españoles no es el amor sino el odio, «no nos une el amor sino el espanto». Crecen y tienen su mejor caldo de cultivo en el odio a España, lo español y los españoles.

Siempre se puede argumentar, y han sido dos argumentos repetidos de manera implícita o explícita una y otra vez en el debate político español de las últimas décadas, que en realidad tanto el nacionalismo vasco como el catalán no buscan la independencia sino privilegios políticos y económicos, con lo que todo lo escrito hasta aquí carecería de sentido; y, derivado del anterior, que la mejor política es la de acuerdos y negociaciones, el bajar el soufflé, una de esas estúpidas metáforas expresión de la pobreza de la conversación pública española.

El primero sólo tiene interés como expresión de los prejuicios del español medio respecto a los españoles de otras regiones, los catalanes en este caso. Sólo la traducción al discurso político de «la pela es la pela», como si a los extremeños o los manchegos nunca les hubiese interesado la pela y fuesen por el mundo regalando euros o si el Partido Regionalista de Cantabria no buscase, desafortunadamente para sus dirigentes con muchos menos diputados, compensaciones económicas para Cantabria a cambio de apoyo en la tramitación de determinadas leyes. El objetivo último de todo nacionalismo es la soberanía política, lo era en Jordi Pujol i Soley y lo es en Pere Aragonès i García. Varían las estrategias pero no el fin. Y no es un problema de falta de lealtad, un nacionalista es leal a su nación, no a las de los demás, menos a las de los enemigos.

Más difícil de rebatir resulta el segundo. Finalmente el debate y la negociación son parte esencial de la vida democrática. Tanto el Gobierno español como el de la Generalitat, no el conjunto de los partidos independentistas, parecen convencidos de que esta política de acuerdos favorece sus objetivos, la reducción de la tensión en Cataluña según el primero y el camino de la independencia según el segundo. Las oposiciones de uno y otro piensan obviamente lo contrario.

Como los dos no pueden tener razón, uno u otro se equivocan. Un debate casuístico sobre el que sólo el tiempo nos dirá quién tenía razón, aunque es posible que tampoco. Las relaciones de causalidad son siempre problemáticas y difíciles de argumentar.  No es este en todo caso el debate que me interesa aquí, sino otro de más profundo calado teórico sobre la posibilidad de negociación y acuerdos en los conflictos identitarios, a pesar de su carácter aparentemente metafísico posiblemente los de mayor capacidad de polarización y desestabilización política. Causa y origen de algunas de las mayores tragedias de la historia contemporánea, entre ellas las recientes de los Balcanes o la guerra ruso-ucraniana. El origen último de las matanzas de Srebrenica o Bajmut no son problemas ideológicos y/o económicos sino identitarios. El resultado de esa extravagancia de la modernidad que fue convertir a la identidad en el fundamento del orden político, en nombre de la nación, cuyas consecuencias todavía seguimos pagando. 

«Sobre derechos y reparto de recursos se puede negociar, sobre qué somos no»

Un debate al que la respuesta es no. Sobre derechos y reparto de recursos (conflictos ideológicos y económicos) se puede negociar, un poco más o un poco menos, sobre qué somos (conflictos identitarios) no. No se puede ser un poco más uno y un poco más otro, un poco más ruso o un poco menos ucraniano, se es o no se es, al menos a partir del momento en que la identidad deja de ser un problema personal para convertirse en político. 

Los conflictos identitarios, como consecuencia, son imposibles de negociar, se ganan o se pierden. Una sorda batalla cotidiana en la que cualquier decisión, desde los aspectos más aparentemente anodinos a los más transcendentales (de la prohibición de las corridas de toros a la presencia del catalán o el español en las aulas pasando por la presencia de la Guardia Civil en Navarra), se convierte en parte de la gran batalla, del ser o no ser (español, catalán, vasco o berciano). No se trata de que a los independentistas catalanes les preocupe más la supervivencia del catalán que a los catalanes no independentistas, o de que la presencia de la Guardia Civil en Navarra mejore o empeore la seguridad de los navarros, sino de la utilidad que estas decisiones tienen en los procesos de construcción de las naciones en conflicto. Cada pacto es en cierto sentido una derrota, no por el hecho en sí, sino por el marco en el que se incluye. No es, obviamente, lo mismo que el Gobierno español decida retirar la Guardia Civil de Navarra o que lo haga como resultado de un acuerdo con Bildu. En el primer caso, sólo es la consecuencia de un proyecto de racionalización administrativa; en el segundo, una victoria de Bildu en su proyecto de desvinculación de Navarra de España y la construcción de un Estado-nación vasco.

Este conflicto identitario no se resuelve con más o menos federalismo, federalismos asimétricos o más o menos centralismo. El problema es la pervivencia o no de España como sujeto político, no su articulación territorial político-administrativa. El elefante en la habitación que la sociedad española lleva desde la Transición negándose a ver, menos todavía, a mirar a los ojos.

Tomás Pérez Vejo es profesor-investigador en el Instituto Nacional de Antropología e Historia de México.

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