Era el momento menos oportuno: las ocho de la tarde en la Plaza de Olavide, entre la cuarta y la quinta caña. Ante la mesa llena de amigos, los niños que al jugar al fútbol parecen tener de portería la silla en la que estoy sentado, las marujas que a la distancia compiten por ver quién tiene el peinado a la vez más cristiano y anarquista, la cacofonía de los carritos de bebé y sus alaridos, el mesero que habita cualquier mundo menos este, los espectáculos de amor adolescente en los banquitos, la caña que aún no llega – no debería haber tenido tiempo, en fin, en tal panorama de vitalidad urbana, en tal muestra de salud de la España llena, para haberme hecho la pregunta. Pero por algo soy distraído, y me la hice: