Rumanía celebró este fin de semana un referéndum inédito. Convocada por el gobierno e impulsada por la ultraconservadora Coalición por la Familia con el aval de tres millones de firmas, la consulta planteaba cambiar la Constitución para cerrar la puerta a los matrimonios entre personas del mismo sexo.
Quiero que me dejen en paz. Quiero decir “negro” en un artículo -como lo hice el otro día en una reseña de La Bella y la Bestia- y que nadie me llame “racista” ni me pregunte si pertenezco al círculo íntimo de Trump. Quiero decirles que “persona de color” me parece una soplapollez, una delicadeza inútil, una expresión paternalista y repugnante que sólo disfraza un pensamiento abyecto: que los negros son más débiles per se y que nosotros, todopoderosos occidentales, debemos protegerlos poniéndole barnices al lenguaje. Si históricamente han sido oprimidos por los blancos, ¿vamos a reproducir ese menoscabo tratándoles de pobrecitos?¿Eso ataja la discriminación o la perpetúa? Yo no quiero que nadie se dirija a mí con primor por ser mujer y, encima, joven. Yo no quiero que se cuiden conmigo, como lo han hecho tantas veces, con ese suspiro dulzón de “ah, qué graciosa la chavalita, mírala, qué rebelde”, como quien acaricia el lomo de un animal revoltoso pero inofensivo. Yo no quiero que sus discursos complacientes denoten, al final, que soy yo la que está por debajo.
España tiene fama de país fiestero. Pero este año 2017 la celebración que nos traerá a mayor número de visitantes no honrará a ninguno de nuestros santos o vírgenes. Será más bien la celebración mundial del Orgullo Gay en Madrid, que está previsto que congregue a entre dos y tres millones de personas.
Siempre se habla de homofobia en países extranjeros pero, ¿qué ocurre en España?