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Pijez y tragedia de Diana de Gales

La figura martirial de Diana muerta bajo el Sena como una Ofelia postmoderna fue la culminación trágica de la historia de quien se había referido a sí misma como “chivo expiatorio” y “esposa para el sacrificio”.

Pijez y tragedia de Diana de Gales

Reuters

Todavía en un estado de gracia auroral, el primer ministro Tony Blair hizo un elogio fúnebre de Diana de Gales –definida como “la princesa del pueblo”- por el que no pocos comentaristas coligieron un nuevo ciclo en la vida pública británica. Con ese discurso quedaba fijado –se dijo- el adiós al retraimiento afectivo tan característico de los ingleses, para dar la bienvenida al emotivismo como nuevo baremo de autenticidad.

Peter Mandelson, éminence grise de aquel New Labour, dio en equiparar la labor modernizadora del laborismo con la revolución emocional de Diana. Era una actitud ventajista, pero la misma Lady Di, en unas declaraciones muy criticadas, había alabado esa nueva ola del Gobierno de Blair. Las comparaciones, en todo caso, no están mal emplazadas: tanto el New Labour como la figura de Diana habían surgido de un manejo inteligente de las relaciones públicas –la labor de comunicación- para postularse como adalides de la novedad. Curiosamente, si Blair y Diana supieron que, en años de poder mediático, la única realidad que cuenta es la que parece, también iban a terminar engullidos por esa prensa que habían sabido cebar. Entre las cegueras del poder siempre figuró ignorar que un periodista se traiciona si es leal.

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El príncipe Carlos y la princesa Diana visitando Ayers Rock, Australia en 1983. | Imagen vía REUTERS/Stringer

La figura martirial de Diana muerta bajo el Sena como una Ofelia postmoderna fue la culminación trágica de la historia de quien se había referido a sí misma como “chivo expiatorio” y “esposa para el sacrificio”. No es fácil desatender al determinismo según el cual nadie hubiera podido imaginar una Lady Di envejecida y gruesa. Aquel verano último en París, ella no había hecho sino poner por obra la descripción que el Cardenal de Retz hizo de Madame de Chevreuse, y que Paul Johnson –por lo demás, gran dianófilo- aplicó a su vida: “amaba con amor eterno, pero siempre cambiando el objeto de sus amores”. En este caso, el objeto había sido un playboy del Oriente Próximo, de una familia harto inconveniente, Dodi Fayed, a quien no le había parecido exagerado cubrir a Diana de rosas color rosa, brazaletes de Cartier y todo un pantonario de jerseys de cachemira sin llevar juntos más de un mes.

Dodi era así, todo yates de doscientos pies de eslora, aviones privados (sus alfombrillas, con figuras de faraones), mansiones en Malibú, villas en Saint-Tropez y suites imperiales en el Ritz de París, al fin y al cabo propiedad de la familia. Diana, quejosa siempre de la tacañería de la Casa Real, y con un tren de vida que requería anualmente el PIB de una pequeña república en cuidados físicos, ropa, consultas astrológicas e irrigaciones del colon (sic), había encontrado en Fayed a un hombre sin más quehacer en esta vida que servirla. Un Onassis en perrillo faldero para una nueva Jackie que llevaba su divorcio como una viudedad.

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Algunas de las fotografías que los paparazzi tomaron a la princesa Diana y Dodi Al Fayed durante sus vacaciones en la costa de Saint Tropez | Imagen vía Reuters

Los brazos peludos de Dodi, nuevo dinero arábigo, eran un destino inconcebible para la Diana que, en septiembre de 1980, había atraído a la prensa por su aspecto convenientemente ñoño y virginal. No se le conocía varón. Había tenido un paisaje familiar convulso –divorcio de sus padres-, pero parecía destinada a llevar la vida de country lady que se esperaba de una Sloane ranger, una niña pija, como ella. Pijería de tronío, en todo caso: los Spencer eran una antigua estirpe medieval que se reinventó en campeona de la causa whig, lo cual, a lo largo del tiempo, hizo que considerara a los Windsor, no sin cierta razón, como unos parvenus. Al principio, Carlos de Gales se había fijado en su hermana, pero la torpeza de esta –hay cosas que no se filtran a la prensa- le hizo redirigir su corte a Diana.

Lo más significativo de la desventura matrimonial de los príncipes de Gales es que reprodujo punto por punto los tópicos de la maldad de cada sexo. Él, insensible; ella, hipersensible. Él, desatento; ella, caprichosa. Él, parco; ella, enamorada de la mirada ajena. Él, duro; ella, despechada de amor no correspondido. Ambos, eso sí, coincidieron en ser infieles: él, porque no contemplaba no serlo; ella, por revancha. Por supuesto, había diferencias de carácter: Diana siempre bromeó con que tenía el cerebro de un guisante, y Carlos siempre ha sido un hombre intelectualmente muy inquieto. Sigamos: Diana era una musa social y Carlos un solitario. Diana amaba la compañía de las estrellas de cine y las compras y Carlos amaba la compañía de filósofos y los deportes en el campo. Ella amaba la ropa moderna y él llegó a vestir una anticuada chaqueta Norfolk. Ella era intituiva y sentimental y él un hombre analítico y rígido. Ella fotogénica; él, alérgico a la prensa. Ella sufría –bulimia, automutilación, intenciones suicidas- y él, o no supo verlo, o no supo reaccionar, quizá en la asunción chamfortiana de que hay locuras que uno mismo alimenta. En fin, Diana nunca se adaptó a las pautas de la vida de un miembro de la familia real, y Carlos no conocía otras desde que nació. Aun así, hubo momentos para la felicidad más sonrosada. Lo que decantó el desastre fue la figura de Camilla –que obsesionó a Diana desde el primer instante- y las estrategias mediáticas de la princesa.

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Diana caminando por uno de los pasillos de seguridad de los campos de minas terrestres de Huambo, Angola | Imagen vía Reuters

Crianza obliga, siempre se admiró la “profesionalidad” con que Diana de Gales cumplió con sus cometidos públicos. Sabía abrazar a las campesinas bosnias como nadie. La vaporosidad sentimental de sus compromisos y la, digamos, inestabilidad de su vida personal, no implican que Diana no fuera –incluso para sus enemigos- una persona capaz de comunicar afecto, cariño, consuelo y naturalidad en grado sumo, o que no le fueran en verdad cercanas algunas causas, como la lucha contra el Sida. De hecho, ella, que aborrecía hablar en público, tenía sin embargo de inmediato el favor de la audiencia: era hermosa, pero sin atemorizar; era simpática y espontánea y sabía hacer que nadie se sintiera extraño a su lado. Fue, además, lo más parecido que ha habido en Gran Bretaña a una gran beldad nacional en las últimas décadas. Si a ello le añadimos su sufrimiento –soledad de madre, mujer engañada, separada doliente, etc.-, tenía todas las de ganar ante la opinión pública frente al melancólico iceberg de su marido. Los apologistas más extremos de su figura llegaron a decir que encarnaba a la nueva mujer británica, trabajadora, independiente, sola, con niños a su cargo, etc.

Según Sally Bedell Smith, autora del único libro sobre Diana que merece la pena leer, el matrimonio principesco consolidó su camino al desastre tras el nacimiento del príncipe Harry. A Carlos, al parecer, no le gustó mucho que el niño fuera pelirrojo. Más allá de anécdotas, a partir de un momento en los ochenta, Diana comienza a utilizar los medios activamente. Los actos sociales se convierten en una competición entre los cónyuges. Carlos acusa que ella acapare más titulares y genere más simpatías. Se resiente de ser el malo, en tanto que la mayor parte de la prensa está del lado de Diana incluso antes de que haya pública conciencia de que el matrimonio ha de terminar en el desguace.

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Retrato oficial con los miembros de la Casa Real Británica después de la confirmación del príncipe Guillermo (1997) | Imagen vía Reuters

Si Camilla nunca se había ido de la vida de Carlos, Diana también iba a ir de flor en flor, de su bello profesor de equitación, James Hewitt, a un empresario de la familia Gilbey, un tycoon de los negocios o un cardiólogo de origen paquistaní. Mientras tanto, ataques de bulimia, horas y horas al teléfono, roces con el staff de la Casa Real, y la sublime responsabilidad de ser –para siempre y pese a todo- la madre de un renuevo para el trono. En 1991, al celebrar su décimo aniversario, Diana ya se había puesto en contacto con el periodista Andrew Morton para confesarse en Diana: su verdadera historia. La princesa no estuvo fina: era contarlo todo, destriparlo todo –desde su único punto de vista- y adosar una bomba lapa al inmutable trasatlántico de la Familia Real británica. Un resarcimiento pírrico. A Carlos le costó creer que todo lo hubiera podido filtrar ella: “somos tres en el matrimonio”, las dudas del príncipe sobre su papel institucional, y el resto de residuos tóxicos internos. Pero Diana ya era una estratega de la prensa: se hizo fotografiar más sola que una viudita junto al Taj Mahal –gran monumento de un amor real-, negándole un beso a su marido, etc.

La decisión del divorcio la tomó Carlos, y Diana tuvo que adaptarse a una nueva vida en la que podía usar los palacios de la realeza y sus residencias oficiales, era parte formal de la familia real pero ya no gozaba de la consideración de alteza. Su reinvención pasó por fortalecer su perfil público caritativo y, de cuando en cuando –como en el programa Panorama, emitido en un cumpleaños de su ex, a modo de némesis-, volver a hacer revelaciones de escándalo. En general, le funcionaba: en su peculiar competición con Carlos, en su calidad de verso suelto y apestado, era mucho más popular que él. Finalmente, si cada corte de pelo era “una nueva Diana” para los tabloides, el interés por su vida se desbordó hasta un extremo que no se había conocido nunca antes con un personaje público, ahogada de la atención de una prensa a la que tanto había querido llamar la atención.

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La noticia de la muerte de Diana invadió los principales periódicos y tabloides del mundo. | Imagen vía Reuters.

En el verano del 97, tras dos excursiones filantrópicas y unos días en el sur de Francia, pasó un fin de semana en París con Dodi Fayed. Habían previsto cenar en su pied-à-terre, pero el acoso de los paparazzi les obligó a quedarse en el Ritz, que más o menos hacía las funciones de segunda vivienda del ocioso magnate. El hotel lanzó, por la puerta principal del establecimiento, un coche a modo de señuelo para que lo siguieran los periodistas. Algunos picaron, otros no. El jefe de seguridad del Ritz, borracho y medicado, les dijo a unos fotógrafos: “no nos vais a coger”. Minutos después, Diana y Dodi estaban muertos. Felicidad paradójica, murieron tras tener en las retinas algunas de las escenografías más hermosas que –del Sena a la plaza de la Concordia- puede dar una noche de París. Con un parentesco remoto con Diana, la novelista Barbara Cartland resumió sin quererlo la vida de la princesa al afirmar que no había leído más libros que los suyos. “Eso, posiblemente, no le hizo mucho bien”.

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