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Cultura

Elisabeth Mulder, una autora fuera de los esquemas

Elisabeth Mulder cultivó una obra de gran originalidad y valía literaria… y aún así casi nadie la conoce. Te contamos por qué.

Elisabeth Mulder, una autora fuera de los esquemas

La Fundación Banco de Santander publica Sinfonía en rojo, un volumen dedicado a la escritora barcelonesa Elisabeth Mulder donde se recogen parte de su obra narrativa, poética y periodística.

 

En el mes de enero de 1957, en la revista Ínsula, la escritora barcelonesa Elisabeth Mulder escribía: “Las razones de perdurabilidad de una novela son tan complejas y varias -estéticas, intelectuales, morales; de interés, de intención, de gracia- que cuando se limita a ser documento, a tomar toda la realidad para dar simple fe de ella, no pasa de ser un inventario o una frívola crónica que registra determinado momento sin reflejar su verdadera e íntima trascendencia”.

En estas pocas frases, Mulder no solo resume parte de su poética literaria, sino apunta, aunque sin profundizar en ello, el tema de la perdurabilidad literaria. ¿Qué significa la perdurabilidad literaria y, sobre todo, cómo hablar de perdurabilidad cuando los libros desaparecen de las librerías y el nombre de sus autores son tachados de la historia de la literatura?  Obviamente la perdurabilidad de una obra en cuanto texto literario es una cosa muy distinta a la presencia o ausencia de un autor dentro de la historia literaria y dentro del mercado editorial.

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En Sinfonía en rojo se incluye una muestra de todos los géneros que Mulder cultivó, desde la poesía a la novela, pasando por el cuento y el artículo periodístico. ! Imagen vía Fundación Banco Santander

La recuperación de “autores olvidados” llevada a cabo por distintas editoriales ha demostrado que han pasado al olvido autores y, más en concreto, autoras cuyas obras tienen una vigencia absoluta. Este es el caso de Elizabeth Mulder, que ha sido recuperada en un volumen antológico publicado por la Fundación Banco Santander y editado por Juan Manuel de Prada, que, en la introducción del volumen, escribe: “Siempre nos ha resultado incomprensible el desdén que Elisabeth Mulder ha cosechado entre los estudiosos, que en cambio han jaleado a escritores infinitamente menos valiosos”. Sin detenerse en las cuestiones mencionadas, el escritor, sin embargo, apunta que puede imaginarse “que a esta calculada y metódica preterición haya contribuido que Elisabeth Mulder escribiese siempre en castellano; también que jamás manifestase adhesiones políticas que ahora pudieran favorecer reivindicaciones sectarias; y, desde luego, que nunca se adaptase a las modas imperantes de su época.”

Mulder es una autora difícilmente inscribible en ninguna generación: aun coincidiendo cronológicamente con la generación del 27, la poesía de Mulder dialogó siempre mucho más con el simbolismo y con el modernismo y, aunque la novela social se impuso, su narrativa nunca estuvo atenta al contexto social. Nunca le interesó el existencialismo y las novelas de tesis, algo que le reportó más de una crítica. A través de sus textos se descubre una autora muy consciente de todo aquello que escribe, una autora para quien la escritura viene siempre acompañada de una reflexión sobre el acto de escribir y sobre la función de la escritura. Sus artículos y críticas son buena prueba de ello.

 

Elisabeth Mulder, la poeta a la que nadie reconocía

“Casi aprendí antes a escribir que a leer, y si dominé rápidamente el juego de combinar las palabras formando frases, en cambio, llegar a conocer las letras y formar palabras fue un proceso largo, incluso doloroso por la tensión a que me sometí”, confesaba Mulder en 1966 a lo largo de una conferencia en el Ateneo de Madrid. Tras reconocer la dificultad que tuvo para aprender a leer y, sobre todo, para aprender cada una de las letras, recordó que, sin embargo, “en cuanto yo tuve la facultad de mover aquel resorte mágico, o sea de construir palabras que tienen un sentido, con aquellos dibujitos impenetrables hasta entonces que eran las letras, el misterio de la expresión escrita se me abrió de pronto, deslumbrante, como un arca tosca y extraña cuya tapa, al alzarse, deja ver el más soberbio tesoro de pedrerías y metales preciosos”. 

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Retrato realizado por su padre, Enrique Mulder, 1920 | Imagen vía Fundación Banco Santander

Mulder empezó pronto a escribir; con tan solo 15 años ganaría los Juegos Florales con su poemario Circe, un premio que, sin embargo, no iría a recoger. Su ausencia en la premiación y el hecho que enviara por correo sus artículos a las distintas redacciones de los periódicos con los que colaboraba despertó las sospechas de más de uno y en los mentideros literarios no tardó en comentarse que tras el extranjero nombre de Elisabeth Mulder se escondía un hombre. Como todo chisme que se precie, este comentario se convirtió en poco tiempo en una media verdad asumida por todos y cuando, en 1927, publicó su poemario Embrujamiento eran muchos los periodistas que aseguraban que tras la firma de Mulder se escondía un hombre.

Lo sabe muy bien Ana María Martínez Sagi, que recuerda como sus compañeros de la redacción, donde ella era la única mujer, “lo primero que decretaron, después de haber leído los poemas de Embrujamiento, es que no podían haber sido escritos por una mujer”. ¿El motivo? “Con esa riqueza verbal, esa profundidad de pensamiento y esa fuerza de expresión no escribe el sexo débil”, le contestaban sus compañeros a Seguí, añadiendo nuevas y delirantes explicaciones a su teoría: “ese poeta no rima ‘hermosa’ con ‘rosa’, ni ‘amor’ con ‘dolor’, no nos habla de la romántica belleza de la luz crepuscular, ni del dulce murmullo de las fuentes; como tampoco del ‘tío’ granuja que la abandonó. En resumen: de todas esas paparruchas cursis y soporíferas con que suelen favorecernos las pobrecitas poetisas incomprendidas…”.

Las dudas sobre la identidad de Mulder no solo se debían al no reconocimiento de la posible valía poética de una mujer, sino también al carácter algo esquivo de la propia escritora, carácter que, en parte, le era propio, pero que también le era, en parte, impuesto. En efecto, por aquellos años, firmaba sus artículos con el pseudónimo de Elena Mitre, algo que hizo casi hasta 1930, año en que murió su marido, con el que se había casado cuando tenía apenas 16 años. ¿Fue el marido, Ezequiel Daumer, proveniente de la alta sociedad barcelonesa, el que le impuso mantener a buen recaudo su identidad? En una nota al pie, De Prada apunta que “no debería descartarse que fuese una petición o exigencia conyugal, pues Elisabeth Mulder vertía a veces en sus artículos opiniones sobre cuestiones sociales y políticas que habría podido resultar incómodas o comprometedoras para Ezequiel Daumer”.

Sin embargo, no eran tanto sus artículos, cuanto sus poemas, lo que molestaba a Daumer, que llegó a pedir la retirada de librerías de Sinfonía en rojo “por considerar que en algunos poemas del libro se aireaban asuntos que atañían a su honra”. Lo cierto es que en algunos de sus poemas se aprecia un “desdén hacia el hombre, cuando no una repulsa mórbida”, seguramente fruto a la experiencia personal de la propia Mulder: “Una noche soñé que un pulpo me quería. / ¡Oh, la indecible angustia de aquella aberración! / Nunca he sufrido tanto; cuando amaneció el día /dejérase que había perdido la razón”.

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Coetánea del 27, Elisabeth Mulder fue una de las más firmes promesas de su generación | Imagen vía Fundación Banco Santander

Mientras en los mentideros barceloneses no se hacía otra cosa que hablar del poemario, éste fue retirado de las librerías. A partir de 1930, fecha en que falleció su marido, la producción literaria y crítica de Mulder fue muy intensa. En 1931 publicaría un nuevo poemario, La hora emocionada, sobre el cual un crítico anónimo escribiría: “En su prosa y en sus versos hay sensualidad masculina, hay, ante todo cerebro. […] lo que nos deja perplejos es su percepción, su talento para asimilarse a la vehemencia masculina, a los temas de amor masculino”.

En 1932, la publicación de su poemario Paisajes y meditaciones supone, para De Prada, un cambio de estilo, una evolución desde el simbolismo hasta un impresionismo “próximo a la estética novecentista que acaudillaba Eugenio d’Ors”. Si bien a nivel poético, la escritora dará un giro en 1949 con Poemas mediterráneos, el gran cambio en su trayectoria literaria se producirá con su abandono del género lírico en pos de la narrativa.

 

Elisabeth Mulder, narradora

Comenzará a escribir cuentos para la revista Lecturas y, posteriormente, para la revista Brisa hasta 1936. Su primera novela, Una sombra entre los dos, se publicará en 1934. Se trata, en palabras de Consuelo Berges, “de la primera novela española estimable en que se plantea lo que tendemos a llamar -porque no hay otro medio fácil de llamarlo- la cuestión o protesta femenina”, un tema que estará presente en sus novelas posteriores, que ya no podrán definirse, como en parte sí puede Una sombra entre los dos, como novelas de tesis, que, como ella misma escribirá en Ínsula, siempre resultan “tan poco convincentes”.

De segunda novela, La historia de Java, Juan José Domenchina, secretario de Azaña, dirá que se trata de una obra maestra. En la trama “apenas hay peripecias exteriores”, todo parece concentrarse en la interioridad de los personajes, en su desasosiego, en ese sentimiento de sentirse “extranjera en cualquier parte”. Para muchos, La historia de Java puede definirse como una parábola de la libertad, que no debe ser nunca censurada ni coartada, parábola que, no acaso, sedujo a Azaña, que, antes de marchar al exilio, mandó a un mensajero a cada de Mulder para pedirle un ejemplar de la novela, que no había podido recoger de su biblioteca personal.

Durante la guerra, Elisabeth Mulder permanecerá en Barcelona y de aquella dura experiencia nacerá Preludio a la muerte, puede que una de sus novelas más duras. En ella, la escritura aborda el tema del suicidio, algo que la censura encontró impropio por lo cual la novela se publicó recortada.  La década de los 40 será particularmente fructífera y dará lugar a algunos de sus trabajos más destacados, Crepúsculo de una niña, El hombre que acabó en las islas y Alba Grey, una novela en la que se condensa todo el universo cosmopolita de Mulder, alejándose así del realismo social que imperaba en la narrativa española de la época. En efecto, el crítico Rafael Zúñiga, escribirá que el carácter cosmopolita de Mulder es necesario “para sacer nuestra literatura de las pensiones baratas, de tanta olla podrida, del tronado provincialismo del siglo XIX”. Como en sus anteriores novelas, en Alba Grey volvemos a encontrarnos con una mujer que se enfrenta a su destino, una mujer que lucha por escribir su propio futuro y, por tanto, una mujer que es y busca ser libre.

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Retrato de Kim Pedrós en la década de 1980. | Imagen vía Fundación Banco Santander

“Lo que algunos críticos han venido llamando ‘el mundo mulderiano’ es mi particular visión del drama de la vida, del conflicto humano, pero, en mi censo novelístico, Elisabeth Mulder no figura para nada”, dirá la escritora a lo largo de una entrevista para ABC en 1956. En efecto, en su narrativa apenas hay datos biográficos como tampoco un interés por la realidad social, histórica y política en la que vive –El vendedor de vidas es una excepción: aquí describe la Barcelona de la posguerra-, un desinterés sobre el que, más de una vez, tendrá que dar explicaciones, pues lo que siempre sorprendió de Mulder era su independencia: no solo no se acomodó a las tendencias literarias imperantes, sino que construyó su narrativa a partir de una muy pensada poética, de la que dan testimonio artículos como “El sentido poético de Dolly Latz”, “Interpretación novelística de la realidad” o “Escribir, esa fatalidad…”.  Asimismo, sus artículos, dedicados a Lawrence, Woolf, Somerset Maugham o Cyril Connolly, reflejan su adscripción a la literatura anglosajona y su interés por la crítica, fruto en gran parte de su trabajo como traductora.

Su nombre, así como su obra, sin embargo, quedarán algo desdibujados, en parte, como se extrae de las palabras de Consuelo Berge, por culpa de un campo literario que no estaba dispuesto a reconocerle su valía. En efecto, Berge recuerda como “un gran poeta”, cuyo nombre mantiene en el anonimato, “dijo que algunos cuentos de Elizabeth Mulder podían firmarlos Chéjov. Me gustaría tener su autoridad para decir lo mismo en público sin que pudiera atribuirse a exageración de la amistad”. Obviamente, hubo quien reclamó más atención hacia la obra de Mulder y criticó la ceguera del mundo literario; este fue el caso de José Luis Cano o Félix García, que en 1949 llegó a decir que la autora “es una cima a la que no han llegado todavía muchos críticos distraídos”. A lo largo de las décadas siguientes, la crítica se distrajo mucho, demasiado, y olvidó a Elisabeth Mulder, cuya recuperación era una tarea pendiente, que finalmente ha sido cumplida.

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