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Gastronomía

La irresistible atracción de la montaña

La irresistible atracción de la montaña

Vendimia en la Ribeira Sacra. | EFE

«No hay montaña lo suficientemente alta», cantaba Marvin Gaye en uno de sus temas más famosos. Aquel Ain’t No Mountain High Enough (1967), grabado a dúo con la malograda Tammi Terrell, es quizá el mayor logro de la pareja de compositores formada por Nickolas Ashford y Valerie Simpson, que tantos éxitos discográficos proporcionó al sello Motown. Aunque la canción habla de un amor capaz de superar cualquier contratiempo, se refiere también a los elementos del relieve (el río, el valle, la montaña) como obstáculos naturales que se interponen al reencuentro con el ser querido. Enemigos, a fin de cuentas. 

Sin embargo, la simbiosis con la naturaleza es una parte consustancial al hombre, tal como la formularon Aristóteles o Tomás de Aquino. Y tantísimos filósofos posteriores nos han enseñado que era nuestro deber estudiarla (Spinoza), integrarnos debidamente en ella (Diderot) o incluso dominarla (Francis Bacon). «¿Pero qué son los hombres, comparados con las rocas y las montañas?», señala acertadamente el personaje de Mary Bennet en la novela de Jane Austen Orgullo y prejuicio (1813). Pues está claro que poca cosa.

A pesar de eso, el ser humano lleva siglos fascinado con las grandes elevaciones del terreno; llámense cordilleras, sierras, cadenas, macizos, cumbres, cimas, promontorios o picos. Cuanto más separado del nivel de mar y más escarpada es la pendiente, mayor magnetismo nos suscita ese pedacito de tierra. Y ya no digamos si en ella se cultiva o se cocina algo insólito.

Cualquier estudioso de las patatas reconocerá que las mejores del mundo, por sabor, variedad y riqueza alimenticia (hierro, zinc, vitamina C…), crecen en las zonas más elevadas de los Andes. ¿Pero qué extraño fenómeno está viviendo actualmente el sector del vino para que sumilleres y wine lovers empiecen a salivar cuando escuchan la expresión viñedo de altura? Sencillamente, el cambio climático. 

Como explica en La Vanguardia mi estimado colega Ramon Francàs, el calentamiento global y sus efectos sobre el viñedo y los vinos no son ninguna broma, sino uno de los grandes retos a los que se enfrenta la viticultura: «Con el cambio climático, suben los pH (la medida de la acidez o la alcalinidad del suelo o de la uva) y bajan las acideces, afectando a la estructura, calidad y longevidad de los vinos». De ahí la búsqueda de plantaciones en mesetas o montañas; en las cuales, por cada 100 metros adicionales de altitud, desciende casi un grado la temperatura y eso permite controlar de alguna forma la cantidad de azúcares que tendrá la uva al final de la maduración y que, tras la vinificación, se convierten en altas graduaciones alcohólicas. Añadan a esto largos periodos de sequía, seguidos de añadas con gran humedad y plagas de hongos devastadoras como la del mildiu… Un panorama cuasi-apocalíptico digno de cualquier serie televisiva.

¿Cómo están reaccionando los bodegueros de última generación aquí y allá? Poniéndose a recuperar viñas medio abandonadas, perdidas en cualquier risco

¿Cómo están reaccionando los bodegueros de última generación aquí y allá? Poniéndose a recuperar viñas medio abandonadas, perdidas en cualquier risco, o incluso comprando tierras elevadas, frías y ventosas, con el propósito de plantar vid, buscando una mayor amplitud térmica y esa diferencia entre las temperaturas del día y de la noche que favorece la complejidad aromática y la retención de acidez en las bayas. En ese sentido, funciona desde 1987 en el Valle de Aosta (Italia) el Centro de Investigación, Estudio, Salvaguarda, Coordinación y Valorización de la Viticultura de Montaña (CERVIM), un organismo internacional que integra a regiones, denominaciones de origen, instituciones y bodegas vinculadas a lo que se ha dado en llamar viticultura heroica.K

¿Hemos dicho heroica? Claro. ¿Cómo, si no, definiríamos la terca decisión de cuidar y vendimiar unas cepas en terrenos con climatología extrema y pendientes casi verticales que impiden cualquier tipo de mecanización? ¡Si algún amigo bodeguero me invitara a ayudarle en la poda de una viña emplazada en la Ribeira Sacra, el Priorat, los Arribes del Duero, Costers del Segre, el Moncayo, la Serranía de Ronda o la Axarquía malagueña, con un 70% de inclinación, a buen seguro que acudiría armado de pies de gato, mosquetones y piolet!

La viticultura heroica es la terca decisión de cuidar y vendimiar unas cepas en terrenos con climatología extrema y pendientes casi verticales que impiden cualquier tipo de mecanización

Por supuesto, viñedos famosos en altitudes impresionantes han existido siempre y he tenido la suerte de visitar algunos de ellos, desde Ridge Vineyards en las Montañas de Santa Cruz (California), a 800 metros sobre el nivel del mar, hasta la Bodega y Estancia Colomé en Salta (Argentina), a 2.300 metros, pasando por la Cava de Saint-Jodern en Visperterminen (Alto-Valais, Suiza), a 1.150 m, o Altos de Trevejos en Abona (Tenerife), a 1.300 m.

Pero es que últimamente, con esta tendencia de reivindicar viñedos perdidos, parece como si algunos buscaran el más-difícil-todavía, como prueban casos como los de Alto de Inazares (Moratalla, Murcia) a 1.373 m o Wilfried Garcia en  Cerdagne (Pirineo francés) a 1.340 m. Este último, por cierto, además de uvas, produce en su finca manzanas y patatas, intuyendo que habrá cosechas duras en las que tendrá que vivir de la fruta y los tubérculos. Y, fuera de Europa, 

imagínense lo que debe de ser cultivar uvas a 3.600 m, como hace la Cooperativa de Viñateros de Altura Lickanantay en el lugar más seco del mundo, en pleno desierto de Atacama (Chile). Como diría el torero, hay gente para todo. 

Según el reglamento interno del CERVIM, no hace falta llegar a tanto. Cualquier viñedo situado a una altitud superior a 500 metros y con pendientes inclinadas más de un 30% se considera viticultura de montaña. El buen aficionado hará bien en valorar el esfuerzo de todos estos viñadores tan concienciados con el medio ambiente como corajudos, pero tampoco debe dejarse seducir por cualquier brindis al sol, primando la calidad sobre la búsqueda de un nuevo récord Guinness. Esto es: por muy bonitas que sean las vistas desde el monte pelado donde se hallan las cepas, lo que importa es el placer que uno obtiene de un simple trago.

Así que, entre tanto acróbata de la vid cuya lucha contra los elementos resulta encomiable, a igualdad de condiciones en el relato, busquen ante todo aquellos vinos equilibrados que reflejen el paisaje y se dejen beber sin aristas. Tengan en cuenta, igualmente, que los viñedos de altura alteran la tipicidad de ciertas variedades de uva, puesto que el clima extremo influye en su maduración y aporta taninos más sedosos. O sea que prepárense para descubrir garnachas en la Sierra de Gredos o malbecs en Gualtallary (Mendoza) como nunca pudieron imaginar.

Moraleja: cada vez que vean el reclamo publicitario de «vinos de altura» en una etiqueta de vino industrial, tengan prevención…

Pero no se crean que es oro todo lo que reluce: «Además de la altitud, la orientación, la exposición y la composición del suelo tienen mucho que decir», advierte el Master of Wine establecido en nuestro país Andreas Kubach durante una ponencia en el marco del congreso Madrid Fusión. Por no hablar del modo en que se trata el suelo y se hace el vino. Moraleja: cada vez que vean el reclamo publicitario de «vinos de altura» en una etiqueta de vino industrial, tengan prevención… salvo en casos muy concretos de grandes compañías comprometidas en la lucha contra el calentamiento como son Ramón Bilbao o Miguel Torres. 

Entre los pequeños viticultores españoles que llevan un tiempo explorando la alturas en pos de frescor y con el ánimo de recuperar variedades ancestrales, permítanme señalar nombres dignos de todo el crédito, repartidos a lo largo y ancho de la piel de toro, como los del citado Kubach (Península Vinicultores), Manuel Valenzuela (Barranco Oscuro), Michael Cooper (Vinos del Viento), Richi Arambarri (Proyecto Garnachas by Vintae), Raúl Bobet (Castell d’Encus), Ricard Rofes (Scala Dei), Alfredo Arribas (Mas de L’A), Pilar Gracia y Ernest Guasch (Bal Minuta), Vicente Inat y Juan Muñoz (Viñedos Verticales), Daniel Landi y Fernando García (Comando G), Álvaro Palacios y Ricardo Pérez Palacios (Herederos de J. Palacios), entre muchos otros.

Si desean ustedes seguir la actualidad de esta tendencia que ha llegado para quedarse, pueden entrar en la web del Concurso Internacional de Vinos Extremos que organiza el CERVIM bajo el patrocinio de la Organisation Internationale de la Vigne et du Vin: el más importante certamen enológico dedicado a vinos producidos en regiones de montaña o procedentes de cultivos heroicos. 

Gastronomía de alta montaña

¿Qué comer con estos vinos tan admirables y singulares? Pues, en casos así, yo siempre recurro al llamado maridaje de proximidad, que consiste en acompañar la botella con alguna receta tradicional de su región de origen. Pero acaso los lectores más inquietos prefieran buscar idéntica fascinación por la altitud en los platos de algunos chefs ilustres que ofician en cordilleras montañosas.

Para tirar de ese hilo, investiguen entre los participantes del reciente Congreso Internacional de Gastronomía de Alta Montaña celebrado la semana pasada en el recinto del Prat del Roure de Escaldes-Engordany (Andorra), que ha congregado a Oriol Castro (Disfrutar), Nacho Manzano (Casa Marcial), Francis Paniego (Echaurren), Nandu Jubany (Can Jubany), Oriol Rovira (Els Casals), Fina Puigdevall (Les Cols), Albert Boronat (Ambassade de Llívia), Mette Helbæk y Flemming Schiøtt Hansen (Stedsans in the Woods), Ana Ros (Hiša Franko, Eslovenia) o Rodolfo Guzmán (Boragó, Chile), en torno a la idea de que existen una despensa, un paisaje y, por tanto, una cocina diferencial en las cumbres más inaccesibles.

Galardonado con el Andorra Taste Award, el venerado Michel Bras realizó allí un alegato en favor de esta cocina de montaña que es, para él, «actual y futura, porque es la más sostenible, la que más aprovecha los alimentos». «La cocina de montaña es respeto, es conexión con la naturaleza, contra la que no podemos hacer trampas», añadió el maestro de Laguiole. «Debemos volver a las estaciones, a escuchar el campo, y la gente de montaña sabe hacerlo». Mientras esperamos que la organización difunda el «Manifiesto para el futuro de la cocina de montaña» que se ha elaborado durante estos días, me quedo con esa imagen ancestral de las altas cumbres como un icono romántico al estilo de Caspar Friedrich, un símbolo del reencuentro con la tierra y la verdad de la vida, un lugar místico –piensen en los montes Fujiyama, Sinaí, Tabor, Olimpo…–, digno de peregrinaciones e incluso de obsesiones como la de Roy Neary, el protagonista del filme Encuentros en la tercera fase (1977, Steven Spielberg), que hasta veía en sueños la Torre del Diablo (Wyoming). Y recuerdo aquella frase atribuida a Confucio que dice: «El hombre de inteligencia gusta del mar, pero el hombre de corazón prefiere la montaña».

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