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La izquierda española y la OTAN

Los comunistas protestan bajo la máscara del pacifismo y sin recordar que el único ‘éxito’ del Pacto de Varsovia fue aplastar revoluciones democráticas

La izquierda española y la OTAN

Manifestación contra la OTAN en Madrid. | Europa Press

Cuarenta años después de su ingreso en la OTAN, España vuelve a ser anfitriona de una cumbre de la Alianza Atlántica y lo hace en una encrucijada histórica para el devenir de Occidente. La guerra de Ucrania y la necesidad de establecer una estrategia en el Este de Europa frente a Moscú; la próxima entrada –Turquía mediante- de Finlandia y Suecia; el rearme y el aumento de la contribución a los gastos de la defensa común por los países miembros; el reforzamiento del vínculo transatlántico; la adopción de un nuevo Concepto Estratégico –en el que Rusia pasa a ser considerada una amenaza directa e inminente y China un desafío sistémico a medio plazo- y la protección del llamado flanco sur en el Mediterráneo componen la agenda de una de las citas más importantes de la organización desde su fundación en 1949. 

La siempre excesiva hospitalidad nacional y la necesidad de apuntarse un tanto del presidente más narciso de la historia de la democracia española ante semejante escaparate mundial, cuando el público hace ya tiempo que dejó de escucharle, amenazan con convertir la cumbre no sólo en un suplicio para los madrileños con la cabalgata de 40 jefes de Estado y de Gobierno extranjeros, sino también en una lluvia de confetis retóricos y complacientes sobre la fortaleza de la Alianza.

Pero la cumbre, más allá de las  decisiones que se tomen, debería servir también para que los europeos decidan sobre qué están dispuestos a hacer por su propia seguridad y en el caso de nuestro país además para que el Gobierno reflexione sobre la relación de España y la OTAN.

La entrada de España en la Alianza el 30 de mayo de 1982 por mayoría parlamentaria -186 votos frente a 146- bajo el Gobierno de la UCD presidido por Leopoldo Calvo Sotelo y ratificado en referéndum el 12 de marzo de 1986 con Felipe González –la participación rozó el 60% y el sí a la permanencia obtuvo el 56,8% de los votos- marcó un hito histórico. Acabó con décadas de aislamiento internacional, facilitó el ingreso  en la Comunidad Europea, normalizó nuestras relaciones con Estados Unidos, modernizó a las Fuerzas Armadas y profesionalizó a los militares, parte de los cuales habían participado o simpatizado con el intento de golpe de Estado del 23-F sólo unos años antes. 

No fue fácil. El PSOE de González tardó unos años y una crisis interna en superar los prejuicios del antiamericanismo y del  antimilitarismo o la ilusión de la neutralidad. No así la izquierda del naufragio comunista como demuestran sus herederos de Izquierda Unida y Podemos hoy en el poder –el secretario de Estado para la Agenda 2030 y líder del PCE, Enrique Santiago,  calificó hace unos días a la OTAN de «alianza para la muerte»- que siguen manifestándose bajo la máscara del pacifismo y sin querer recordar que el único éxito del Pacto de Varsovia fue el aplastamiento de las revoluciones democráticas de Budapest (1956) y Praga (1968).

Su opinión es muy minoritaria, como demuestra la última encuesta del Real Instituto Elcano –el 83% de los españoles apoyan a la OTAN-, pero, en cierta forma, entronca con algunas pulsiones tradicionales de la sociedad española como el aislacionismo y el recelo hacia Estados Unidos y los militares y por tanto continúa ejerciendo una gran influencia política.

A finales de 1995 el socialista Javier Solana fue nombrado secretario general de la OTAN, en 1997 Madrid acogió por primera vez una cumbre de la organización, en la que se acordó su ampliación a los países del Este, y en 1999 el Gobierno de Aznar incorporó España a su estructura militar. En estos años nuestras Fuerzas Armadas ha participado en despliegues de la Alianza en Bosnia y Kosovo –cuando se invocó el derecho de injerencia humanitaria para evitar la masacre y limpieza étnica de los musulmanes-; en Libia, en el Mediterráneo contra el terrorismo yihadista tras el 11-S; en el golfo de Adén, en Afganistán y actualmente en distintas misiones en Turquía y los países bálticos sin haber sufrido un solo reproche por su actuación pero sin recibir tampoco el reconocimiento público a su esfuerzo ni la necesaria dotación económica.

Protección de Ceuta y Melilla

España es uno de los países de la OTAN que menos gasta en Defensa – apenas un 1% del PIB superando únicamente a Luxemburgo- y su ejército tiene graves problemas de reclutamiento, de mandos, técnicos y tropa, así como de obsolescencia de aparatos y material. La Alianza ha fijado el compromiso para los Estados miembros elevar ese porcentaje hasta el 2%.  El presidente Pedro Sánchez ha prometido alcanzar ese objetivo en 2030 y caben pocas dudas de que en estos días ofrecerá la imagen de ser un líder con fuertes convicciones atlantistas. Más aún si finalmente se confirma que la OTAN en su nuevo Concepto Estratégico enfatiza la defensa de la soberanía e integridad territorial de los aliados y eso le permite vender que la Alianza se compromete a proteger Ceuta y Melilla aunque el artículo 6 del Tratado de Washington, un texto de mayor rango que ese documento, diga expresamente que sólo se activará la defensa mutua cuando sea atacado un territorio insular al norte del Trópico de Cáncer, lo que incluye a Canarias y no a las ciudades autónomas del Norte de África. Pero será el mismo presidente que ha arrastrado los pies a la hora de enviar material bélico a la resistencia ucraniana y el mismo secretario general del PSOE que en octubre de 2014 declaró al diario El Mundo que «sobraba el Ministerio de Defensa».

El Ejército ruso se dispone en las próximas semanas a cantar victoria con el completo control de la región del Donbás, al este de Ucrania, algunas potencias europeas empiezan a convencerse de que será más fácil convivir con una Ucrania ocupada que con el caos que supondría la más que improbable derrota de Putin y Estados Unidos, tarde o temprano, volverá la vista su prioridad estratégica en este siglo: la contención de China en el Indo-Pacífico.  Habrá que esperar a que pasen la retórica y la propaganda de la cumbre para saber si los europeos están dispuestos a defender sus principios y a sí mismos y si el Gobierno español y sus socios tienen de una vez claro que, como escribió Raymond Aron, «se elige al enemigo, no a los aliados».

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