THE OBJECTIVE
Contraluz

Joseph Weiler: la omnipresencia de los derechos y la desaparición de los deberes

El prestigioso politólogo Joseph H. H. Weiler habla con THE OBJECTIVE sobre la crisis de la Unión Europea, el fin de la hegemonía americana y la guerra de Ucrania

Joseph Weiler: la omnipresencia de los derechos y la desaparición de los deberes

Joseph Weiler. | Carmen Suárez

La entrevista tiene dos momentos. El primero sucede en julio de 2021. José M. de Areilza me pone en contacto con quien fue su maestro en Harvard: el profesor Joseph H. H. Weiler, que tras presidir el Instituto Europeo de Florencia da clase hoy en NYU. Un académico mundialmente reconocido por sus trabajos sobre el proceso de integración europea y sus reflexiones sobre el papel de la religión en la esfera pública (este año ha recibido el Premio Ratzinger, considerado el Premio Nobel de Teología, de manos del papa Francisco).

Nos citamos en el apartamento que este judío sefardí, recientemente nacionalizado español, tiene en el centro de Madrid, ciudad que adora y donde pasa temporadas. Al entrar, veo manuales abiertos sobre la mesa. Mientras hace café, detengo la mirada en los libros que forran los muros. Una biblioteca políglota consagrada a cuatro o cinco temas. Un entero paño de la pared contiene títulos exclusivamente dedicados al juicio a Jesús. Weiler confiesa tener volúmenes repetidos en sus varios domicilios en los países que ama, para no tener que cargarlos en su maleta de gozoso judío errante. 

Fueron cinco horas de conversación, en dos sesiones. Llevó tiempo transcribir y editar el texto. Para entonces, Rusia, un país que no había asomado durante la charla, había invadido Ucrania, sacudiendo el orbe. Decidimos suspender la publicación y esperar a que Weiler volviera por España para añadir un apéndice ruso a la entrevista. Ese fue el segundo momento, hace unos días, en la elegante redacción de THE OBJECTIVE.

Pregunta. – Quizá una buena manera de presentarle al lector sea preguntarle cuántos pasaportes tiene.

Respuesta.-  Prefiero hablar de nacionalidades. Los pasaportes son meras sutilezas burocráticas. Nací en Sudáfrica. Soy la cuarta generación nacida en África por parte de mi madre, que a su vez había nacido en el Congo Belga. Mi padre nació en Polonia, creció en Riga, se trasladó a Palestina en 1920, luego se trasladó a Estados Unidos, se trasladó de nuevo a Sudáfrica y allí se hizo rabino jefe. Cuando el Partido Nacional ganó las elecciones se convirtió en un feroz opositor al apartheid. Mandela habla de él en su autobiografía. A los seis años volvimos a lo que por entonces ya era Israel. Y esa fue mi segunda nacionalidad. Crecí allí. Fui a la universidad en Inglaterra, donde pasé siete años. Luego siete años más en Italia. Después me fui a Estados Unidos, y tras unos 15 años viviendo en ese país, me convertí en ciudadano estadounidense. Y volví a Europa, otra vez a Italia. Y por decreto especial del presidente de la República Italiana, a causa de mis servicios a Europa, me hicieron ciudadano italiano, es decir, ciudadano europeo.

Pero la nacionalidad más emocionante para mí la adquirí en 2021, cuando juré lealtad al Rey de España. Ahora soy ciudadano español. Y digo que es la más emocionante porque me llamo Joseph Halevy Horowitz, y el primer Joseph Halevy era natural de Gerona. Su familia escapó de la gran masacre de 1391 (sé que en España la gran fecha es 1492, pero hubo pogromos antes). Huyeron y se establecieron en Moravia, en un pueblito llamado Horowitz, que aún existe. Luego se trasladaron a Polonia. Mi padre me enseñó a venerar a los Horowitz, una de las tres dinastías rabínicas más famosas. Y el fundador fue este pequeño judío de Gerona. Así que mi padre me puso el nombre en honor a la historia de esa familia. Cuando el Gobierno español aprobó esta ley para que los judíos sefardíes pudieran solicitar la ciudadanía española, para mí fue muy, muy emotivo. Aprendí español y me presenté al examen, no por razones prácticas, puesto que yo ya era un ciudadano europeo, sino emocionales. Sentí que me reencontraba con mi pasado. Por supuesto, no se puede ser verdaderamente español si no se puede comer jamón ibérico. Aunque creo tener una ventaja sobre los españoles nativos: ahora que sé español, unido a mi hebreo, puedo leer ladino con mucha facilidad, cosa que no creo que sea fácil para usted. Y es muy bonito.

P.- Después de todas estas andanzas, ¿puedo preguntarle dónde está su hogar?

R.-No voy a ser original. Tomaré prestada una cita de George Steiner: mi país es el Libro. Ese es mi hogar: el Libro.

P.- Muy de acuerdo con la tradición judía.

R.-Sí, soy un judío errante en el mejor sentido de la palabra. Porque me siento realmente en casa allá donde estoy. Quede claro, por otra parte, que soy un judío practicante. De la rara especie, si se me permite, de los religiosamente ortodoxos pero políticamente liberales. Mi judaísmo no es meramente cultural.  

P.- Pasemos ahora a sus opiniones sobre la religión en un mundo secularizado. Hubo una profecía ilustrada de un mundo sin religión, donde la gente viviría libre de supersticiones. Por supuesto, eso es lo que los filósofos ilustrados entendían por religión: oscurantismo y superstición. La profecía no se cumplió. Hay 2.000 millones de musulmanes en todo el mundo y siguen creciendo. Las confesiones cristianas tienen cada vez más creyentes, 2.500 millones. Curiosamente, el programa ilustrado parece haberse cumplido en un solo lugar, ese pequeño continente llamado Europa. No es el caso de Estados Unidos: allí hay separación de la Iglesia y el Estado, pero la religión sigue siendo un elemento importante en la vida de muchas personas.

R.- Europa y Estados Unidos proceden de la misma tradición occidental. La Revolución Francesa y la Revolución Americana representan más o menos los mismos valores. Y, sin embargo, Estados Unidos y Europa difieren en esta cuestión fundamental. Así que no tengo una teoría probada, solo puedo especular. Una de las cosas curiosas de Estados Unidos es que desde sus inicios la religión estuvo separada del Estado. Y ese es el lugar adecuado para la religión. La religión puede hablar contra el Estado. Y no solo eso, la elección de la religión es el resultado de la libre elección.

No es el Estado el que te presiona para que adoptes una determinada fe. En Estados Unidos no se exige, como en Europa hasta bien entrado el siglo XX, ser cristiano para ocupar un cargo público, etcétera. Mientras que en Europa, a pesar de la Revolución Francesa, tenemos el Estado confesional durante el siglo XIX y en el siglo XX. Y para mí, quizá esa sea la clave. En Estados Unidos la religión sigue siendo dinámica porque no fue algo que el Estado forzara o fomentara. Fue y sigue siendo el resultado de la libre elección. El proyecto de libertad de la Ilustración buscaba la libertad frente al Estado feudal, es decir, frente al rey y también frente a la Iglesia. Dicho todo esto, no son más que hipótesis para explicar esa aparente diferencia entre Estados Unidos y Europa. 

«La idea del Estado confesional es una aberración religiosa e igualmente aberrante desde el punto de vista liberal»

P.- Esa larga lucha contra el poder temporal de la Iglesia está ausente en la historia de Estados Unidos.

R.- Y aquí tengo que decir algo. El Estado confesional, como históricamente se dio, no es solo una ofensa para los no religiosos. Que claramente lo es. Es una ofensa contra los creyentes. Y de esto, por ejemplo, la Iglesia Católica se dio cuenta en el Concilio Vaticano II, en 1965. La proposición de que puede haber cualquier tipo de coacción religiosa legítima es antirreligiosa. En pocas palabras, si no puedes decir «no» a Dios, tanto externa como internamente, tu «sí» a Dios no tiene sentido. Así que la idea del Estado confesional es una aberración religiosa e igualmente aberrante desde el punto de vista liberal. De modo que sí, creo que es la historia del Estado confesional en Europa la que podría explicar el rápido proceso de secularización social. Cuando el Estado y la Iglesia duermen en la misma cama, la Iglesia pierde.

P.- He querido sacar este tema a colación por otro debate en el que usted participó. La disputa sobre la conveniencia o no de mencionar la herencia cristiana del continente en el preámbulo de la non nata Constitución de Europa. Usted dio una respuesta directa a esa cuestión. Los fundamentos cristianos de Europa son bastante obvios. Hay, por supuesto, otras vetas: el mundo grecolatino, el programa de la Ilustración, etc. Pero la que, según usted, era la fuerza unificadora fue el cristianismo. Todo esto lo argumentó en un libro moderadamente controvertido, titulado Una Europa cristiana. Usted estaba entre la minoría al respecto. ¿Cómo reaccionaron sus colegas en el mundo académico al ver que usted adoptaba una postura tan fuerte?

R.- La primera reacción fue, por supuesto, de sorpresa y rechazo. Y el rechazo vino de dos partes. La mayoría de mis amigos judíos dijeron: ¿cómo puede el hijo de un rabino escribir un libro sobre el cristianismo? ¿Por qué un judío profeso iba a defender una referencia a las raíces cristianas de Europa? Y luego estaban los biempensantes laicos que fruncían el ceño ante el tema religioso. Algunos editores se negaron a publicar el libro. Feltrinelli, en Italia, me escribió y me dijo que iba en contra de su política editorial publicar un libro así. En Alemania, pasó lo mismo. Mi respuesta fue siempre: «No he escrito este libro como un judío profeso, lo he escrito como un constitucionalista profeso». Ahora bien, no quiero dar la lastimera impresión de que fui cancelado o silenciado o nada de eso.

Al final el libro fue traducido a ocho idiomas y es casi un superventas. En España salió con un epílogo muy bonito de Francisco Rubio Llorente, un querido amigo mío, expresando sus dudas sobre la tesis. Yo adoraba a Paco. He de decir que cuando la gente leyó el libro y fue más allá del título, le resultó muy difícil argumentar en contra. Quiero decir, piénselo, si no hubiera habido un preámbulo o si hubiera habido un preámbulo sin referencia a Atenas y a las raíces grecolatinas de Europa, pues bien. Pero mencionar en la Constitución un pilar, Atenas, y prescindir del otro pilar, Jerusalén, me parecía imposible de entender. ¿Cómo se puede hacer eso? Especialmente en un proyecto constitucional que no era revolucionario ni pretendía romper con el pasado. Y especialmente en un contexto en el que la mitad de la población europea vive bajo constituciones nacionales que hacen referencia a Dios. A veces explícitamente, como en Irlanda. O en Alemania, donde su Constitución se abre con la frase «conscientes de nuestra responsabilidad ante Dios». Desde ese punto de vista, la omisión era increíble.

P.- Que una persona con mentalidad religiosa participe en una conversación pública como persona religiosa está mal visto. Existe esta idea de que los agentes de la esfera pública deben utilizar solamente razones seculares que cualquiera puede, si no compartir, al menos entender, y ciertamente no todos pueden compartir el vocabulario específico de una fe concreta. Es la tesis de Rawls: si se aspira a un consenso generalizado, el lenguaje de la religión debe quedar excluido. Habermas, defensor de lo público y de la deliberación racional, ha argumentado que esto es injusto para los creyentes

R.- La respuesta más contundente a Rawls la dio Ratzinger. Recomiendo encarecidamente a los lectores de esta entrevista que lean su discurso ante el Bundestag. Solo cinco páginas. Uno de sus cinco famosos discursos. Mi análisis de ese discurso es el siguiente: no dice que Rawls esté equivocado. Tiene que haber una gramática común, un vocabulario común. Así funciona la democracia. Lo que Rawls y otros en su línea no entienden es el cristianismo. Al intervenir en la esfera pública no hay motivos para que el cristiano esconda la fe que profesa en la esfera privada; al mismo tiempo, la Revelación no puede ser nunca la base de la legislación coercitiva y Ratzinger está totalmente de acuerdo con ello.

Pero sucede que hay aspectos de la fe cristiana que se basan en la razón y en la ley natural, y para un cristiano es totalmente legítimo proponerlos como proyecto político. Por ejemplo, el hecho de que los Diez Mandamientos digan «no matarás». No matar, no quitar una vida, para un cristiano es un mandato de Dios, pero eso no significa que no pueda ser un precepto compartido por los no creyentes, porque para un cristiano esa regla proviene también de la razón natural. Así que, de forma curiosa, Ratzinger estaba de acuerdo con Rawls, pero pensaba que Rawls no entendía el cristianismo, lo cual es extraño porque el propio Rawls era creyente cristiano.

«El islam y el judaísmo no se han enfrentado realmente al secularismo»

P.-Quizá podamos hablar de un proceso recíproco de aprendizaje. Los creyentes aprenden que no son ellos los que definen la moral común, como en los viejos tiempos, cuando la Iglesia tenía el monopolio en materia moral. Los no creyentes aprenden que muchas veces una proposición religiosa puede contener una verdad moralmente persuasiva.

R.- Estoy de acuerdo y añadiría que, en este sentido, el cristianismo es diferente del islam y del judaísmo, porque el islam y el judaísmo no han tenido el equivalente al Concilio Vaticano II. Por lo tanto, no se han enfrentado realmente al secularismo. Como resultado, en el momento en que tienen el poder temporal, tratan de imponer a la gente leyes y moral de orientación religiosa. En Israel, por ejemplo, no se puede contraer matrimonio civil. Si dos personas quieren casarse, que es un derecho fundamental básico, tienen que ir ante un rabino, un imán o un sacerdote. Para mí, eso es totalmente anormal. Y, por supuesto, sabemos lo que ocurre en los países musulmanes. Así pues, el cristianismo no solo se ha enfrentado a la coexistencia con los no creyentes, sino que también ha aceptado, y esto es fundamental, que no es religioso imponer la religión a los demás. El islam y el judaísmo no lo han hecho. 

El profesor Joseph H.H. Weiler en la sede de THE OBJECTIVE. | Carmen Suárez

P.- Volviendo a Europa, en 2011 tuvo un gran éxito ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, cuando la Gran Sala avaló el derecho de Italia a exhibir crucifijos en las aulas de las escuelas públicas. Fue usted quien defendió el caso en nombre de Italia y de otros países. Ganó y fue una decisión histórica. Más recientemente, ha retomado el tema en un extenso artículo sobre el caso Achbita. En beneficio del lector, recordemos la situación: una mujer musulmana que perdió su trabajo porque se negó a dejar de llevar el hiyab, algo que el empresario le pedía en nombre de la neutralidad en los espacios públicos. El Tribunal Europeo falló recientemente a favor del empresario. En un artículo titulado Je suis Achbita explicaba por qué no estaba de acuerdo.

R.-Hay una idea errónea en nuestra sociedad, derivada de la herencia de la Revolución Francesa. ¿Qué significa la neutralidad? Por ejemplo, el crucifijo en la pared de las escuelas públicas, que todavía se puede ver en países como Polonia o Italia (pero ya no en España). El argumento es que si hay un crucifijo en la pared de un aula, el Estado deja de ser neutral. En nombre de la neutralidad, el Estado no financiará escuelas religiosas. Solo financiará escuelas laicas. Creo que esta es una concepción errónea de la neutralidad. Y mi argumento es que en cualquier sociedad con divisiones religiosas, que tiene ciudadanos religiosos y no religiosos, familias que quieren para sus hijos una educación laica y padres que quieren para ellos una educación religiosa, no tener un crucifijo es lo mismo que tener un crucifijo.

La neutralidad se entiende mejor como imparcialidad, una situación en que el Estado no toma partido. Por eso creo que la neutralidad se defiende mejor en países como Holanda o el Reino Unido, en los que el Estado financia tanto las escuelas religiosas como las no religiosas. Por supuesto, si Francia quiere financiar solo las escuelas laicas, está bien, pero eso es una opción constitucional, no la consecuencia natural de la neutralidad. E Italia tiene derecho a tener otra opción constitucional. No hay ninguna razón para tener una política constitucional única en esta materia. Por supuesto, estoy muy contento de haber conseguido convencer al Tribunal. Italia había perdido en la Sala con siete votos en contra y ninguno a favor. En la Gran Sala, que es donde yo intervine, le dimos la vuelta: 15 votos a favor y 2 en contra. En cuanto al hiyab, en el caso Achbita, mi razonamiento es el mismo. La neutralidad no es prohibir los símbolos religiosos en el lugar de trabajo, sino permitirlos todos. Así, un judío puede llevar una kipá, un católico una cruz, un musulmán un hiyab y un ateo lo que le dé la gana. Que la gente exprese lo que es. Eso es la neutralidad: no discriminar entre religiosos y no religiosos, de ninguna manera.

P.- Para mí es una cuestión de discriminar entre discriminaciones. Hay principios fundamentales de la legislación nacional que hay que mantener a toda costa. Así, por ejemplo, la igualdad de género excluye la posibilidad de permitir la poligamia como forma de matrimonio o el repudio como forma aceptable de divorcio. Pero hay otros rituales y hábitos de relevancia religiosa que no están realmente, en mi opinión, en conflicto con nada que sea fundamental, como, por ejemplo, los códigos de vestimenta o las restricciones dietéticas. ¿Por qué debería ser un gran problema ofrecer menús kosher o halal en las escuelas públicas? No creo que podamos encontrar una buena razón para negar esas cosas.

R.- Si hay un grupo, de tamaño considerable, de niños musulmanes o judíos, ofrecer esos menús no solo no es contrario a la razón, es algo que un verdadero liberal debería apoyar y exigir. Seamos sensatos. Ningún derecho es absoluto. La libertad de religión no es absoluta.  Pero debemos tener muy buenas razones para restringirla. Así, en el caso de Achbita, sería perfectamente sensato pedirle que se quitara el hiyab si fuera cirujana en un hospital. Pero, ¿por qué una empresa habría de obligarla a quitárselo en un lugar de trabajo normal? Porque sus clientes eran islamófobos. No querían que les atendieran musulmanes. Nunca lo admitieron, pero esa es la razón.

«Todos son juzgados, ese es el significado profundo del juicio de Jesús para nuestra idea de la justicia»

P.- Últimamente, ha centrado su atención en la relación entre el judaísmo y el cristianismo, en particular en el juicio a Jesús. Veo aquí en su casa de Madrid cientos de libros sobre el asunto. Es el tema de un seminario que imparte en la Universidad de Nueva York. ¿Por qué decidió impartir ese curso? ¿Y cómo va?

R.- Bueno, cambio mi seminario cada cinco años porque la mejor manera de aprender es enseñar. Así que, el primer año, no se sabe lo que se está haciendo, en el segundo año se empieza a entender, y después de cuatro o cinco años, uno se convierte en un maestro. Y entonces hay que cambiar y aprender otra cosa. No me gustan esos profesores que enseñan toda la vida lo mismo. El juicio de Jesús es el más famoso y probablemente más importante juicio de la historia de Occidente. Es indiscutible. Ha cambiado la forma de nuestra historia. Por eso me sorprende que enseñemos el juicio de Dreyfus, el de Sócrates, pero no enseñemos el juicio de Jesús. Y hay dos preguntas que no se han planteado, a pesar de que hay entre 300 y 400 libros con el título El juicio de Jesús. Una es: ¿qué significado tiene el juicio de Jesús para nuestro concepto de justicia en Occidente? Es curioso que no se haya planteado esta pregunta. Es realmente extraño. Y la segunda es una cuestión teológica. Viéndolo desde una perspectiva cristiana. Dios envía a su hijo y lo sacrifica, el Cordero Pascual, totalmente inocente, para expiar los pecados de la humanidad, para redimir a la humanidad.

Esa es la narrativa cristiana, y debemos respetarla. Pero, ¿por qué un juicio? Si Jesús debe ser sacrificado, Dios podría haber hecho que lo asesinaran durante esa noche en Getsemaní, siguiendo el típico procedimiento bíblico: el asesinato de un inocente. ¿Por qué someterlo a juicio, por qué lograr el mensaje más importante del Nuevo Testamento por medio de un juicio? Esa es la cuestión teológica que exploro y sobre la que estoy escribiendo un libro. En cuanto a la cuestión por nuestra idea de la justicia, Jesús representa a un acusado que tiene dos características extremas: por un lado, es el acusado más digno de alabanza que podamos imaginar, el Hijo de Dios, el Rey de Reyes. Por otro lado, es el acusado más abyecto. Caifás, el sumo sacerdote, lo acusa de amenazar a toda la nación. Enviémoslo a Guantánamo. Pero de nuevo, lo más significativo del juicio de Jesús fue que hubo un juicio. Y en todos los libros que se ven en mi estantería, nadie aborda esta cuestión. Muchos hablan del error judicial, pero no hay ni un ápice sobre el juicio en sí. Nadie dice: no debería haber habido un juicio. Todo el mundo acepta el juicio como lo más normal del mundo. Y eso representa cómo pensamos en Occidente sobre la justicia. Hacemos justicia mediante un juicio. Todo el mundo, desde el Hijo de Dios hasta los desvalidos. Todos son juzgados, ese es el significado profundo del juicio de Jesús para nuestra idea de la justicia. La cuestión teológica es más amplia, aún estoy estudiándola. 

P.- ¿Cree que todavía hay antisemitismo en Europa?

R.-Por supuesto que hay antisemitismo. Verá, cuando se lee la Biblia, se lee en el principio, Dios creó el cielo y la tierra y el antisemitismo (risas). Está en todas las sociedades, en todas las épocas, es una característica constante. Es como la situación de las mujeres, es transcultural. El antisemitismo no conoce fronteras. En Europa tiene dos facetas. Tomemos el caso de España. En España no hay un antisemitismo agresivo y genocida. Pero hay prejuicios que son tan comunes que la gente no piensa en ellos. La mayoría de la gente en España diría que los judíos son ricos. Ojalá lo fueran. La mayoría de los judíos del mundo son muy pobres. Otra falsa creencia: los judíos son inteligentes. Ojalá lo fueran. Mire cuántos premios Nobel han ganado los judíos. Pero la mitad de los niños de Israel no aprueban el examen para acceder a la universidad. Y por último, los judíos son astutos, taimados, pícaros, como se diría en español. Ricos, inteligentes y astutos. Estos prejuicios los encuentro allá donde voy. Desearía que tuvieran razón en las dos primeras cosas. Y, cuando hay alguien como Bernie Madoff, dicen que es judío. Y la estructura del prejuicio funciona siempre igual: si hay un banquero que es rico y judío, lo sustantivo en él pasa a ser que es un judío rico, no un banquero rico, como si todos los judíos, y no todos los banqueros, fuesen ricos. se pone el foco en rasgos biográficos, como la fe o la raza, y no en la categoría profesional.  

La segunda vertiente del antisemitismo tiene que ver, por supuesto, con Israel. Es totalmente legítimo criticar al Gobierno de Israel, criticar las políticas hacia los palestinos, objetar muchas de las cosas que suceden. No creo que si alguien critica todos esos aspectos de la política israelí deba ser llamado antisemita. Pero rápidamente, y aquí es donde la crítica a Israel se convierte en antisemitismo, algunas personas, bastantes debo decir, acaban negando el derecho de los judíos, como pueblo, no como fe, a la autodeterminación. Eso es antisemitismo y se encuentra a menudo, tal vez de forma disimulada. Y no es solo la existencia del Estado de Israel. Es la falta de voluntad de aceptar la realidad ontológica del pueblo judío. Así que esas son las dos dimensiones del antisemitismo en la Europa actual.

P.- ¿Y la actitud hacia el judaísmo español, Sefarad?

R.-En nuestra tradición, la España anterior a la expulsión es la Edad de Oro. Los más grandes pensadores, los más grandes poetas, gente como Maimónides, Moisés de León, Abraham de Cresques, todo eso era España. Cuando pienso en ello, se me pone la piel de gallina. Los leíamos en la escuela. Si eres un judío culto, no puedes no haber leído a Maimónides de Córdoba. Y eso ocurrió aquí. No en Francia, no en Alemania, es aquí donde encontramos al más grande de los grandes. En España. Me siento asombrado y maravillado ante la tradición sefardí. Fue algo realmente estúpido que España expulsara a los judíos.

«El movimiento ‘woke’ corrompe a la juventud, diciéndole que no se planteen preguntas»

P.-  Una rápida parada en otro país que usted conoce muy bien. ¿Qué puede decirnos sobre el clima intelectual en Estados Unidos? Me refiero a las guerras culturales y al movimiento woke y su incidencia en los campus universitarios. 

R.- La llamada cultura woke tiene dos dimensiones. La primera es el aumento generalizado de lo que a veces se denomina sensibilidad políticamente correcta, especialmente en el entorno estadounidense de la enseñanza superior en el que vivo. En general, creo que soy menos políticamente correcto que muchos de mis colegas y estudiantes. Pero eso es, tal vez, debido a mi avanzada edad y, en cualquier caso, ¿quién soy yo para criticar a otros por sus firmes convicciones morales, aunque no comparta muchas de ellas? Así que acepto esta dimensión de lo woke con cierta ecuanimidad y tolerancia. 

La segunda dimensión es extremadamente preocupante: una cosa es sostener ciertos puntos de vista, y otra es intentar cancelar y silenciar -de diversas modos, formales (no invitando a determinados expertos a participar en los debates, por ejemplo) e informales (acumulando afrentas y desprecio) a quienes no comparten los puntos de vista de uno. Muchos aspectos de esta cultura de la cancelación me parecen lamentables, objetables y extremadamente preocupantes, especialmente en el contexto de la universidad. Quizá sea también mi edad lo que explique mi apego a la noción volteriana de la libertad de expresión. El compromiso con la libertad de expresión sólo se pone a prueba y se confirma cuando uno está dispuesto a proteger la libertad de aquellos con los que está en franco desacuerdo.

Sí, entiendo que incluso aquí puede haber límites, pero mis límites son muy limitados. Me han preguntado a veces si permitiría la libertad de expresión a los negacionistas del holocausto. Y a la hora de responder no he dudo en jugármela y ponerme cabalmente del lado de los verdugos: considero que las leyes de varios países que criminalizan la negación del holocausto son tanto erróneas como ineficaces. Y no hay carestía de verdugos. Por lo demás, debo decir: yo no tengo problemas de libertad de expresión. Digo lo que pienso. El problema lo tienen los alumnos. Si, por ejemplo, un alumno católico no puede debatir en libertad sobre el aborto, entonces la universidad tiene un problema. Todos deben tener derecho a expresar dudas y dilemas. Porque es cierto que existen dudas y dilemas. 

P.- El mero hecho de expresar dudas puede acarrear problemas. No es necesario ser católico para expresar una duda sobre una cuestión moral apremiante

R.-Así es. El movimiento woke corrompe a la juventud, como supuestamente hizo Sócrates. Pero de forma opuesta: diciéndole que no se planteen preguntas. Desde ese punto de vista, es un problema. Hay que tener puntos de vista contrastados. Pero además, como la libertad religiosa, la libertad de expresión no es absoluta. Insisto: existe el discurso del odio, pero no se puede tratar todo como si lo fuera. Pero no hay que tener miedo de hablar a favor del aborto, o a favor de Israel si se es estudiante judío. Si se tiene miedo, algo va mal.

P.- Usted ha escrito a favor del patriotismo como remedio contra la polarización: la necesidad de forjar un sentido común de pertenencia.

R.-Patriotismo se ha convertido en una palabra maldita. Y puedo entender por qué: nacionalsocialismo, fascismo, franquismo, etc. Todos invocan la Patria. Pero hay una forma de patriotismo que es liberal y tolerante. Dice así: el ciudadano no pertenece al Estado; el Estado pertenece al ciudadano. Ese es el patriotismo republicano y con él viene una disciplina de responsabilidad y deber. El patriotismo puede ser una noble disciplina de amor, no de odio. Y si volvemos un minuto a la religión, y no estoy tratando de hacer proselitismo con nadie aquí –conozco a creyentes que son terribles seres humanos y ateos que son los más nobles, como mi hermano– pero algo que se perdió en la marcha triunfal del secularismo es una voz en el espacio público que hable del deber y no sólo de los derechos. Cuando se va a la iglesia, se oye hablar de los deberes hacia los demás. A la iglesia no vas para oía hablar de tus derechos. Tomemos la Biblia, el Antiguo y el Nuevo Testamento.

Todo lo que admiramos en las lecciones de los Profetas es un vocabulario de deberes, que apunta a la justicia social; nunca sobre derechos, siempre sobre el deber hacia los demás. Esa voz ha desaparecido. Le daré un ejemplo dramático. En los tratados vigentes que constituyen la base jurídica de la Unión Europea, se puede leer «Los nacionales de los Estados miembros son ciudadanos europeos y gozan de todos los derechos y deberes contenidos en ellos». Ese es el único y último lugar con la palabra deber en el texto. Los derechos, en cambio, son omnipresentes. Así, el discurso del deber y la responsabilidad que acompaña al sentido patriótico republicano ha desaparecido de nuestro vocabulario público. Ningún político europeo de hoy podría pronunciar el discurso de Kennedy en 1960. No pregunte qué puede hacer su país por usted, pregunte qué puede hacer usted por su país. Sería un suicidio político. Los europeos nunca se preguntan cuáles son sus deberes; se preguntan cuáles son sus derechos. Y si algo va mal, el deber del Estado es corregirlo. Ese es uno de los precios del laicismo: la desaparición de la figura del deber y la responsabilidad en el discurso público. Hemos puesto, a justo título, el individuo en el centro, pero poco a poco nos hemos ido deslizando a un individuo autocentrado. 

P.-  Me gustaría ahora hablar de Europa. Su obra es ineludible para cualquiera que quiera conocer la historia de la integración europea. Su artículo más famoso, ya un clásico, es La transformación de Europa. Intentaré resumirlo en obsequio al lector no iniciado. En su examen de la integración de Europa en la posguerra, usted percibe un proceso de transformación no declarado, que es dialéctico. Lo importante es que no fue un resultado necesario de los Tratados. El primer momento dialéctico se da en los años sesenta: gracias a la audacia del Tribunal de Luxemburgo, que estableció el principio de primacía del derecho europeo, Europa se convirtió en algo parecido a una comunidad federal, una evolución que no estaba prevista explícitamente en los tratados. Fue la labor jurisprudencial del Tribunal la que hizo de Europa una especie de federación. Para compensarlo, y este es el segundo momento dialéctico, la antítesis, por así decir, los Estados miembros asumieron el control del proceso de decisión. Se convirtieron en los principales legisladores. Así que existen estos dos planteamientos entrelazados y contrarios, como la doble hélice del ADN: por un lado, está el supranacionalismo, y por otro, el intergubernamentalismo. Se equilibran mutuamente. De forma muy original, usted aplicó a este proceso la famosa tríada de Albert Hirchsmann: voz, lealtad y salida. Así, al tener los Estados miembros menos posibilidades de salida, consiguen a cambio más voz. Y todo ello con vistas a generar una especie de nueva lealtad. ¿Lo he explicado bien?

R.- Ese fue el núcleo de mi tesis, en efecto. Sigue siendo el artículo más citado sobre la integración europea. En español, por cierto, el título es Europa fin de siglo. En cierto modo era una teoría del equilibrio. La Unión tiene un sistema en el que el supranacionalismo y el intergubernamentalismo son los dos polos. Y ambos son necesarios, son la doble hélice del ADN de la construcción europea. No hay que jugar imprudentemente con ese equilibrio. 

P.- Desde que escribió el artículo, el equilibrio ha sufrido dos fuertes descargas eléctricas. El primero fue la Constitución Europea, en 2005, que no fue ratificada. Una década después tuvimos el Brexit, en 2016. ¿Cómo vivió el fracaso de la Constitución? ¿Sospechó alguna vez que algo como el Brexit pudiera ocurrir? 

R.- El proyecto de Constitución arrolló a todos mis colegas, que se entusiasmaron. No estoy hablando con hipérbole. Todos los profesores de Derecho de la Unión Europea se movilizaron para apoyar la Constitución. Tuve tres debates públicos con Jürgen Habermas. Uno en Múnich, otro en Harvard y otro en Londres. Él apoyaba la Constitución y yo me oponía a ella. Y no fue fácil porque, ojo, había una conferencia muy grande y glamurosa en La Haya. Todo el mundo que era alguien estaba allí y yo era un poco famoso como autor de La transformación de Europa, y se esperaba que apoyara todo el asunto, etcétera. Me invitaron a dar un discurso de apertura en la Convención Europea y se quedaron sorprendidos porque me levanté y dije «voy a explicarles por qué este proyecto es un proyecto muy malo para Europa y por qué va a fracasar». Así que expuse tanto el juicio normativo como el empírico. Y básicamente mi argumento fue que todo el entusiasmo por la Constitución Europea estaba desenfocado; que el tránsito a un sistema de mayoría iba a romper el equilibrio entre supranacionalidad e intergubernamentalismo y crear enormes problemas para la legitimidad de la integración europea. Es curioso, porque cuando la Constitución fue rechazada por los referendos francés y holandés, de repente todo el mundo pretendió haber militado en la resistencia a la Constitución: aparentemente había sido una mala idea desde el principio, bla, bla, bla. Por cierto, yo también me opuse al nombre de Unión Europea. Escribí un artículo diciendo que «Comunidad» era una palabra mucho más rica. «Unión» envía el mensaje equivocado. 

«Emular a EEUU traiciona los valores de Europa. Europa nació contra los excesos del Estado- nación»

P.- Me parece que no le entusiasma la idea de emular a los Estados Unidos de América.

R. Es correcto. Lo he dicho un millón de veces. Emular a Estados Unidos traiciona los valores de Europa. Europa nació contra y en resistencia a los excesos del Estado- nación. Entonces, ¿qué sentido tiene tener un Estado-nación europeo? Y entonces llegó 2008 y la enorme crisis y empezaron a aparecer olas de euroescepticismo por todas partes. Y algunas personas dijeron, bueno, tal vez al final Weiler tenía razón. Porque, ¿qué está pasando a nuestro alrededor? El euroescepticismo ocupa ahora una gran parte de la política dominante. Marine Le Pen ganó las últimas elecciones al Parlamento Europeo. No es solo Polonia y Hungría. Salvini y Meloni son los políticos más importantes actualmente en Italia. Se ha producido el Brexit.

P.- Ahora me inclino a creer que la historia le ha dado la razón. Profundicemos en el Brexit. Usted conocía muy bien la política británica. ¿Lo previó en algún momento?

R.- No lo preví y sin duda lo lamento mucho. Ahora bien, cuando ocurrió, escribí una serie de artículos abogando por el pragmatismo. No eran grandes artículos, eran editoriales de la Revista Europea de Derecho Internacional. En uno de ellos hablé del «efecto Versalles» que en mi opinión ha dominado toda la negociación, lo que supone toda un auténtica metedura de pata por parte de la Unión Europea. Me refiero, por supuesto, al Tratado de Versalles con que concluyó la Primer Guerra Mundial. Y corro a señalar que no estoy comparando la Gran Guerra con el Brexit, ni al Reino Unido con la Alemania del Káiser. Me limito a extraer paralelismos en dos negociaciones desastrosamente llevadas por parte del bando más poderoso. Porque, al igual que en Versalles los Aliados, en las negociaciones del Brexit, la Unión Europea era la parte poderosa. No había simetría. Por una parte, los británicos tenían mucho más que perder. Por otra parte, estaban más divididos que la Unión, que mostró una extraña unidad que ya me gustaría ver en sus tratos frente a China o Estados Unidos. La misma asimetría que en 1919, donde también Alemania tenía más que perder y sufría disenso interno. En ambos casos, en el Tratado de Versalles y en las negociaciones post Brexit, el bando fuerte abusó de sus bazas hasta hacerse daño a sí mismo. En ambos casos, prevaleció el ánimo de castigar frente al interés propio en obtener un marco duradero y ventajoso. Debo decir, que en el caso del Brexit, muy seguramente ese punitivismo estaba influido porque en las negociaciones pre-Brexit, la Unión Europea, lideradas por Jean Claude Juncker -quien creo ha sido quizá el presidente más capaz que la Comisión ha tenido- fue extremadamente generosa y magnánima. Se hizo cuanto fue posible por acceder a las condiciones de Cameron.

Cuando todo eso no sirvió para nada, se desató un deseo que quizá no sea exagerado calificar de venganza. Lo puedo entender, pero no justificar. Y otro paralelismo, claro, es que lo pactado, sobre todo lo relativo al Protocolo de Irlanda de Norte, era irreal, como eran irreal el régimen de reparaciones impuesto a Alemania. Así que creo que hay paralelismos que justifican hablar del «efecto Versalles». Y como digo, mi postura fue siempre la del pragmatismo: ofrecer los mejores términos posibles para garantizar una solución duradera. Esto no es como comprar a un coche a un particular: ahí comprador y vendedor negocian sin miramientos ni sentimentalismos. Se parece más a comprar un coche a un concesionario: el concesionario está interesado en establecer algún descuento y generar una lealtad, una fidelización. Los acuerdos a largo plazo no se pueden negociar como si fueran transacciones únicas. Sé cual es la objeción a este planteamiento. Me lo dijo Donald Tusk cuando le expliqué estas mismas ideas: No, no podemos hacer eso; si lo hacemos, los polacos también querrán irse. Y qué más da, le dije. Si quieren irse, que lo hagan. No tiene sentido tener Estados miembros que no quieren estar aquí. El planteamiento de la Unión fue, en mi opinión, erróneo desde el principio. Primero, negociamos el divorcio, perdiendo dos años. Luego, hacemos la asociación, etc. ¿Qué gana Europa con esta batalla legal? Los líderes europeos culpan a los británicos y, por supuesto, es verdad que ellos tienen culpa. Pero a mí no me mueve la compasión, sino el interés egoísta de la Unión. No estaba en el interés de la Unión Europea plantear un Brexit duro.  

El profesor Joseph H.H. Weiler conversa con Juan Claudio de Ramón. | Carmen Suárez

P.- ¿Y desde la perspectiva británica? ¿Cree que fue una mala decisión? ¿Cómo se imagina al Reino Unido dentro de 50 años?

R.- Por supuesto, el Brexit es una decisión terrible para el Reino Unido. He agotado todas las palabras posibles para calificar la desfachatez (en inglés se dice chutzpah, que es una palabra de origen yiddish) de Cameron, la ineptitud de May, la conducta intolerable de Johnson… El Brexit va en contra de 200 años de política exterior británica: estar siempre donde se toman las decisiones más importantes del mundo. Y uno de esos foros es, por supuesto, la Unión Europea. ¿Cómo se puede dejar esa posición de poder? Así que, por supuesto, desde ese punto de vista, fue una decisión idiota y desastrosa para el Reino Unido. No hay duda. Yo era un Remainer. Pero, de nuevo, creo que todo el debate, tanto en el Reino Unido como en Europa, fue siempre de carácter funcional. ¿Es bueno para ustedes? ¿No lo es? No ha habido suficiente examen de conciencia. Por parte del Reino Unido la pregunta debería haber sido: ¿A qué lugar pertenecemos? Por parte de la UE, la pregunta debería haber sido: ¿Por qué se van? Y lo mismo para los Estados miembros recalcitrantes: ¿Quieren que me crea que 20 millones de polacos se han vuelto fascistas de repente?

P. – ¿Cree que provocará la desintegración del Reino Unido?

R.-Es posible. Durante el debate del Brexit escribí un artículo que me hizo tan impopular en Escocia como mi artículo sobre Cataluña me hizo impopular en Barcelona. Decía que romper el Reino Unido, no solo es malo para Escocia, es moralmente problemático. Verá, equiparar la nación con el Estado es una idea regresiva. Es propio de la Europa de después de la Primera Guerra Mundial. Mientras que el Reino Unido ha encarnado históricamente un tipo de idea muy progresista: nunca tuvieron miedo del concepto de nación de naciones. Eso es básicamente el acuerdo constitucional en el Reino Unido: Nación de Naciones. Y después de la publicación de ese artículo recibí correos electrónicos diciéndome cosas terribles. Pero adopté una cautela: podría cambiar de opinión si la mayoría de los ingleses decide abandonar la Unión Europea y la mayoría de los escoceses deciden permanecer en la Unión Europea. En ese caso, podría haber un fundamento ético para la secesión de Escocia. Así que ahora, de repente, vuelvo a estar de moda entre los escoceses independentistas.

P.-  Europa avanza hacia una comunidad fiscal y económica más integrada y, al mismo tiempo, el euroescepticismo se hace popular. ¿Estamos más cerca de una lenta recuperación de los instintos nacionales o más cerca del ideal de una unión cada vez más estrecha? 

R. La crisis de la COVID mostró dos cosas. En primer lugar, cierta realpolitik, sofisticada y madura, por parte de los gobiernos de los Estados miembros. Un bonito realismo. Recuerden: Alemania, Finlandia, los Países Bajos, el Norte en general, se oponían rotundamente al nuevo instrumento de recuperación respaldado por bonos europeos. Han cambiado de opinión. Merkel demostró una vez más que era una gran estadista. Si Alemania no hubiera tomado la iniciativa, Austria, Finlandia, Holanda, los demás no habrían seguido su ejemplo. Esto, a nivel de la gobernanza de la crisis. Sin embargo, a nivel de la población, lo que hemos presenciado es, una vez más, el fracaso del proyecto de ciudadanía europea. Las opiniones públicas nacionales no muestran el tipo de comprensión de las élites. No hay solidaridad. Resulta útil establecer una comparación con Estados Unidos. Si hay una catástrofe en Luisiana, los habitantes de California y de Maine correrán a ayudar a sus conciudadanos. Nadie se preguntará por qué el dinero de California debería llegar a Luisiana. Ese sentido instintivo de la solidaridad no existe en Europa, al menos todavía. De nuevo, esto se debe al discurso que ve la Unión Europea solo en términos de ventajas sociales y económicas. Falta la unidad espiritual.

«Existe una noción republicana y liberal de patriotismo que hay que volver a explorar»

P.- Por utilizar uno de sus conceptos más apreciados, carecemos del mesianismo político que en su día impulsó la integración europea, la dimensión utópica. Quizá ese tipo de impulso mesiánico, como principal motor de la integración, ha sido sustituido por la realpolitik. En otras palabras, el miedo a los megaEstados: China, Estados Unidos, India y su competencia. Ya no lo hacemos por amor a un ideal, sino por miedo.

R.- Razones funcionales, sí. Y esa es una base débil, cuando la gente vota solo con el bolsillo y no con el corazón. Verá, con motivo de la concesión del premio Carlomagno, el papa Francisco pronunció este discurso. Preguntó: Europa, ¿qué te pasa? Intenté responder en un artículo. Santo Padre, esto es lo que ha pasado. Es un proceso que lleva muchos años, todo ello como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial. Tres elementos confluyeron en la tormenta perfecta. En primer lugar, la trágica experiencia de los regímenes fascistas eliminó de nuestro vocabulario político la noción de patriotismo. Pero el patriotismo es la política del significado. Y la política del significado está arraigada en la condición humana. Queremos que nuestra vida tenga sentido, y por sentido queremos decir: mi vida no ha sido solo para mí… Hay algo más grande que yo. El patriotismo nos da eso. Porque se trata de mis vecinos, de la sociedad, de mi país, no de mí. Segundo: reducimos totalmente el concepto de deberes; solo hablamos de derechos. El tercer elemento es el laicismo. Ahora bien, no soy proselitista: no defiendo que Europa vuelva a ser cristiana. Pero, como dijimos antes, lo que hemos perdido con el laicismo, porque Europa es una sociedad totalmente laica, es una voz pública que habla del deber. Ahora el único mensaje de patriotismo es el de Le Pen, Orban, Salvini, Vox, etcétera. No se puede luchar contra eso con un discurso vacío de sentido. Existe una noción republicana y liberal de patriotismo que hay que volver a explorar.

P.- Si vinculamos esa noción a los orígenes de la integración europea, quizá no fue casualidad que todos los padres fundadores (Monnet, Schumann, De Gasperi, Spaak, Adenauer) fueran católicos devotos.

R.-Estoy totalmente de acuerdo. No hay duda. En la hora fundacional de Europa prevaleció una profunda ética del perdón y de la redención. Es algo que no hubiera podido hacer Churchill, que quería reventar Alemania y sembrarla con sal. Era un mensaje de perdón. Era un mensaje de esperanza para el futuro. De nuevo: Un sentimiento católico que nos habla de los deberes. Ahora es lo contrario: todo lo que se rompe se supone que se arregla con una nueva ola de derechos.

P.- Los derechos han sufrido un proceso de mercantilización. Nuestros países se han convertido en supermercados de derechos.

R.- Usted utiliza la palabra mercantilización y tiene razón en utilizarla. A veces utilizo el concepto de sociedad mercantil. La forma en que pensamos en la democracia es la forma en que pensamos en una corporación. Es como una junta de accionistas. No me gusta el servicio que me dan, así que compraré en otro sitio. Lo hace todo sobre la rentabilidad individual. Y eso no es una democracia republicana. Aquí, los políticos tienen la culpa, porque están muy interesados en ganar elecciones. Creen que lo único que pueden vender son beneficios materiales. Así que el debate es impuestos más altos, impuestos más bajos, más servicios sociales, menos servicios sociales. Cosas muy importantes. Pero no hay ningún mensaje detrás. Tiene que haber algo más grande que eso.

«La ‘pax americana’ ha terminado y comienza antes de Trump»

P.- Pasemos a la política exterior. Me impresionó mucho hace un par de años, cuando asistí a una reunión en Bruselas, y un tipo muy importante de un think tank muy importante de Washington dijo que la Unión Europea, para todos los que importan en Washington, no es más que un puesto de repostaje para los aviones americanos en su camino hacia Oriente Medio o hacia donde sea. Una escala. ¿Es así?

R. En general, sí. Incluso Barack Obama. A Estados Unidos le gusta tener una relación amistosa con Europa, hacerse fotos, etcétera. Pero no es una asociación realmente importante. Sin embargo, hay algo más. Lo abordé en mi artículo El fin de la Pax Americana. Porque la pregunta que me hace se basa en la premisa de que aún vivimos bajo la Pax Americana. De que todo lo importante geopolíticamente emana de Washington. Pero ya no es así. La Pax Americana ha terminado. Y comienza antes de Donald Trump. Trump solo acentuó la tendencia. Poner a Estados Unidos en primer lugar es renunciar a una hegemonía planetaria. Si tenemos una enorme responsabilidad con el mundo, no podemos poner siempre a América en primer lugar. Y no creo que Europa haya interiorizado que es el fin de la Pax Americana y eso crea tanto una nueva responsabilidad como una nueva oportunidad para la UE.

P. –Usted tiene un vínculo duradero con Europa del Este. Su linaje viene de allí. Tiene, si no me equivoco, una casa en Wroclaw y está aprendiendo polaco. Y como sabe muy bien, los políticos de Europa Occidental a veces dicen cosas terribles sobre los gobiernos de los países del Este. Especialmente el gobierno polaco y el gobierno húngaro están bajo un profundo escrutinio. ¿Cuál es su opinión? 

R.-Mi familia vivió 500 años en Polonia y puedo decir que los polacos son mucho más inteligentes que los británicos. Tienen su agenda, pero nadie habla de salir de la Unión Europea. Saben que no les conviene estar fuera. En segundo lugar, hay que pensar: ¿por qué el nacionalismo tiene tanto éxito entre una gran parte de la sociedad polaca? Hay muchas razones. La actual oposición estuvo en el gobierno hasta 2015. No era un gobierno de izquierdas. Era un gobierno liberal, casi neoliberal. Y los beneficios de la globalización estaban distribuidos de forma muy, muy desigual en el país. El país era próspero, pero enormes sectores de la sociedad no se beneficiaban de esa prosperidad. El PiS entra en escena. Y hacen esta cosa inmensamente popular: 530 zlotys al mes por niño. Política familiar.

En retrospectiva, fueron más redistributivos que el gobierno anterior. Pero permítame decirlo alto y claro, sin ninguna reserva: los ataques al Estado de Derecho, el control del poder judicial, son realmente inaceptables. Europa no solo tiene que hablar en contra, sino que tiene que hacer lo que pueda para evitarlo. Sin reservas. No podemos aceptar en la Unión Europea a un Estado miembro que no respete plenamente los principios del Estado de Derecho. No podemos transigir con el Estado de Derecho. Hungría es un ejemplo extremo. Hungría y Polonia no se parecen tanto como la gente tiende a pensar. Yo no los equiparo. Pero también tenemos que entender qué es lo que mueve a millones de polacos y húngaros. ¿Qué es lo que ofrece el gobierno, aparte del dinero? Lo que nos remite a nuestra discusión anterior: el deber, la responsabilidad, el sentido son algo importante en nuestra forma de vida. Pero en lugar de hacernos esa pregunta, decimos, bueno, lo que pasa con Polonia, con Hungría, con otros países, es que hay veinte millones de fascistas. (Por cierto: tampoco me gusta el tono paternalista con que la Comisión ha recibido al Gobierno de Meloni en Italia). Pero insisto: no debemos transigir en cuestiones fundamentales, ya sabes, la santa trinidad de los valores europeos: la democracia, los derechos humanos y el Estado de Derecho. Eso es compatible con afirmar que las instituciones deberían medir sus comentarios críticos, que se les pueden volver en contra. 

P.- Volvamos ahora a España. En su identidad es importante ser no solo judío, sino judío sefardí.

R.- Efectivamente. Como dijimos al principio. Soy uno de los seis hijos que mi padre nombró en honor a la tradición sefardí. Mi nombre es Joseph Halevitz Horowitz, en honor al fundador de una de las tres dinastías rabínicas más veneradas de la historia del judaísmo moderno. Se puede ser un judío estadounidense o un estadounidense judío. Pero yo no soy un español judío, soy un judío español. Así que, sí, es muy importante, es parte de mi herencia, de mi historia. Y admiro a España. ¡Eso es lo que me hace no ser español!

P.- ¡Porque un verdadero español ve a España con desprecio!

R. Es cierto. Es sorprendente. Si pienso en quien creó el mundo en el que vivimos, los dos países más importantes fueron Gran Bretaña y España. Pero España no se lo cree. 

«No hay que equiparar autodeterminación con independencia ni equiparar nación con Estado»

P.- Usted participó en el debate sobre el movimiento de secesión de Cataluña. Por lo que leí, no veía una base moral para una sucesión reparadora. Pensaba que la ruptura de la ciudadanía española era un poco como la ruptura de la Unión Europea. Era la idea de romper algo que es dual, mixto, rico y complejo, lo cual le disgustaba. ¿Estoy en lo cierto al suponer que ve a España como una pequeña Unión Europea, que no vale la pena fracturar?

R.- Por supuesto. No se trata solo de la cuestión jurídica, de si se tiene derecho o no. Mi principal objeción al secesionismo catalán no era de carácter jurídico. Por supuesto, el argumento legal sigue siendo significativo, pero hay que hacerlo bien. Incluso los políticos contrarios a la secesión cometen el error de equiparar secesión con autodeterminación. Autodeterminación no significa secesión. Si se mira la definición de las Naciones Unidas, lo dice explícitamente. La secesión es una opción, pero es solo una entre muchas opciones, y la autonomía española es una de las más avanzadas y expansivas de la historia del autogobierno. Sin embargo, es el sentimiento ético que hay detrás de la secesión al que me opongo firmemente. Y ahí es donde, a fin de cuentas, me enfado no solo con el movimiento secesionista, sino también con la otra parte. Me invitaron a hablar en el Senado español. Al principio, expliqué mi objeción a la secesión. Mucha gente sonreía, aplaudía, etc. Entonces propuse que, idealmente, se cambiara el Artículo 2 de la Constitución española, para consagrar, junto al principio de democracia e indivisibilidad, una mención a que España es una nación de naciones. Ahí perdí al otro lado. Los secesionistas catalanes se oponen a la nación de naciones, porque no aceptan la nacionalidad española y a los antisecesionistas no les gusta la nación de naciones porque no les gusta el concepto de nación catalana. Pero para mí, esa es la forma progresista y ética de pensarlo. No hay que equiparar autoderteminación con independencia ni equiparar nación con Estado.

P.- Los secesionistas tienden a considerarse una nación política, por eso quieren separarse. Para ellos una nación tiene que ser política, es decir, un Estado, no se conforman con una nación cultural, al modo en que, por ejemplo, Gales, es una nación cultural.

R.-Parece que es así. Recibí más mensajes de odio por mi artículo sobre Cataluña que por cualquier cosa que haya escrito en mi vida.

P. Levanta grandes pasiones.

R.-La razón por la que se enfadaron tanto fue porque les dije que, habiendo sufrido la represión de la identidad catalana durante el franquismo, habían adoptado un planteamiento franquista: una nación, un Estado. En algún momento pensé que tenía que buscarme un guardaespaldas…

P.- Es muy complicado, porque para muchos España no es solo un Estado, es también una nación, y para una parte importante de los catalanes unionistas es su nación. No me importaría una solución como la canadiense. Los canadienses no reformaron la Constitución para hacer explícitamente de su estado un Estado multinacional. Demasiado arriesgado, demasiados problemas. En ninguna parte de la Constitución canadiense se dice que Canadá sea un Estado plurinacional. Sin embargo, el Parlamento canadiense sí aprobó una declaración solemne, muy cuidadosamente redactada: Les quebequois son una nación en un Canadá unido. Se dice les quebequois, y no Quebec en sí, apuntando al sentido cultural y sociológico del concepto. Y eso permite que un montrealés de habla inglesa que se ve a sí mismo como nacional canadiense, no sienta que las naciones en las que vive han cambiado. Siempre que se redacte con cuidado, se puede aprobar una resolución en la línea que sugiere, pero yo prefiero mantenerla fuera de la Constitución.

R.- Tal vez ha dado en el clavo. El concepto que está equivocado es el del siglo XIX, el de Estado-nación. No hay ninguna necesidad de equiparar el estado-nación. Se puede hacer de la manera que dice, tal vez sin una reforma constitucional. Pero hay que romper la asociación Nación y Estado. Por lo que España no es un Estado-nación a romper. España es un Estado indivisible compuesto por una nación de naciones. Eso equivaldría a romper el vínculo entre nacionalidad y ciudadanía. Que es básicamente lo que intenta hacer Europa. Somos nacionales de los Estados miembros y ciudadanos europeos al mismo tiempo, sin contradicción.

P.- Es significativo que la última vez que nos vimos no habláramos sobre Rusia. El conflicto en Ucrania parecía congelado. Quiero saber tu opinión situación actual, pero antes me gustaría preguntarte por tu visión de Rusia en general. ¿Consideras que Rusia es parte integrante de Europa, concebida como unidad o bloque cultural?

R.- Por extensión, Rusia es un continente. Al mismo tiempo, el corazón de Rusia es  parte de Europa. Como en cualquier familia, hay hijos fáciles e hijos difíciles, pero  realmente no creo que podamos pensar en nosotros mismos como europeos sin incluir en la familia a Tolstoi, Dostoievski o Ajmatova. Los rusos son víctimas de setenta años de totalitarismo comunista seguidos de una década larga de imperio de una clase cleptocrática. Su historia es una tragedia. Debemos ser políticamente muy cautelosos con ellos, porque no responden a la misma racionalidad que esperaríamos en otros.

«Ningún error estratégico de la OTAN justifica esta guerra de Putin»

P.- Hay un choque de relatos, por así decir. En su versión simplificada y sin matices,  según uno, la invasión responde a la provocación de la OTAN, que al expandirse hasta su frontera ha generado un miedo existencial en Rusia. Según el otro relato -que yo creo más acertado- la invasión trae causa del hipernacionalismo -y todas las demás conductas que lo acompañan- del Kremlin y en particular de Putin. 

R.- Dos ideas. No hay –insisto, no hay– ningún modo de justificar la invasión rusa. Menos aun la brutal manera en que el conflicto se está desarrollando, incluyendo crímenes de guerra. Es una aberración, contraria a todo derecho y moral. Lo que sucede, y me duele decirlo, es que al mismo tiempo la OTAN ha suministrado, voluntariamente o no, un pretexto, una excusa, para el expansionismo de Putin. Para ellos no es difícil alegar que durante la crisis de los misiles, EEUU no toleró presencia militar hostil en su frontera. Y el embargo de la isla decretado por Kennedy cabe considerarlo un acto de guerra. Pero, insisto, ningún error estratégico de la OTAN justifica esta guerra de conquista.  

El profesor Joseph H.H. Weiler en la sede de THE OBJECTIVE. | Carmen Suárez

P.- En su opinión, ¿están en esta crisis los intereses de EEUU y Unión Europea alineados? ¿Favorece una defensa europea autónoma, más robusta? 

R.-No se trata solo de si los intereses están alineados. Lo que esta crisis deja al descubierto es la completa y absoluta locura de haber creído, durante setenta años de construcción europea, que la defensa es el corazón intocable de la soberanía, el único área donde la Unión Europea no puede hacer nada. Esa noción es de chiste. Es palmario que ningún país europeo puede defenderse solo. Y siendo eso así, es ridículo considerar que la defensa no debe ponerse en común. Por lo demás, incluso desde un punto de vista individual, tomados de uno en uno, los Estados europeos han descuidado su defensa, pensando –basándose en el recuerdo del siglo XX– que en caso de necesidad siempre acudirá la caballería americana. ¿Están los intereses de Europa y EEUU alineados? ¡Primero habría que preguntarse si los intereses de los Estados miembros están alineados! No es una pregunta fácil. La Italia de Meloni, por ejemplo, es más agresiva hacia Rusia que la Francia de Macron. Creo que la OTAN es necesaria, algo a preservar. Pero tal y como existe, la dependencia de Estados Unidos es excesiva. Europa debe intentar corregir esa asimetría. Lo interesante, por otro lado, es que si se suma el gasto militar de todos los Estados miembro de la UE, y también el de Reino Unido, resulta que el monto total es superior al gasto militar de Rusia. Pero no hay una estructura común, una bandera común, que lo canalice y exhiba. Hay tanques españoles que los alemanes no pueden usar y fragatas francesas que los italianos no pueden usar y vicerversa. No hay nada, en esta materia, a lo que propiamente podamos llamar europeo.  

P.- Entiendo entonces que la idea de un ejército europeo no le asusta. 

R.- No me asusta en absoluto. Los pueblos deben ser responsables de su destino. Y no lo digo desde una mentalidad de halcón. Lo digo, de nuevo, como ha sido la tónica en nuestra charla, desde el punto de vista de un destino compartido. Tal y como están las cosas, estamos totalmente endeudados con Estados Unidos. Pero si estamos gastando el mismo dinero que Rusia en defensa es idiótico no tener una fuerza propia que muestre esa inversión y ese músculo. 

P.- ¿Cuál es el desenlace que considera deseable y cuál considera probable?

R.- El desenlace deseable, por supuesto, es que Rusia se retire de Ucrania (dejando de lado la cuestión de Crimea, que en mi opinión, es harina de otro costal). El desenlace probable… no lo sé. Sinceramente, no lo sé.

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