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Gastronomía

Verduras détox para la cuesta de enero

Me gustaría reivindicar aquí el esplendor incuestionable de las verduras invernales y, particularmente, de mis favoritas de la estación

Verduras détox para la cuesta de enero

Sebastian Coman Photography (Unsplash)

¿Se han pegado ustedes muchas comilonas estas navidades? Supongo que no, dado que el rebrote pandémico invitaba a reducir a la mínima expresión las cenas con amigotes y celebraciones familiares. Y ya se sabe que la limitación de comensales no contribuye especialmente a fomentar el espíritu lúdico-festivo de estas fechas.

Con semejante falta de alegría en la mesa y la sobremesa, los aperitivos se quedan en nada y no se descorchan botellas tan frívolamente. A pesar de la contención casi calvinista a la que nos ha conducido este enésima oleada del virus, sin duda habrá quien haya sabido abstraerse de la sosería circundante para darse –aunque sea en soledad– el homenaje de manjares y libaciones propio de cualquier cambio de ciclo. ¡Me alegro por ellos!

Pensando en el día después de los fastos, en esa cuesta de enero que se vaticina más dura de lo habitual y en una operación detox que, sin ser obligatoria, no debería hacerle daño a nadie, me gustaría reivindicar aquí el esplendor incuestionable de las verduras invernales y, particularmente, de mis favoritas (por orden alfabético) de la estación: borrajas, coles de Bruselas, calçots, cardos, coliflor, lombarda…

Creo que aprendí a magnificar estas hortalizas vinculadas a los meses más fríos del calendario cuando vivía en París. A dos pasos de nuestra casa, el mercado ecológico al aire libre que se montaba, cada mañana de domingo, en el bulevar de Raspail era una auténtica fiesta para la vista, el olfato y el paladar, con decenas de pequeños agricultores exponiendo al comprador avezado y el transeúnte curioso todos esos tesoreros de la tierra, recolectados la víspera las más de las veces.

Siempre se dice que la primavera es la temporada de mayor esplendor para las plantas y verduras porque se produce la floración y hay una exuberancia de colores y sensaciones que flota en el aire. O eso nos han hecho creer los poetas románticos y pintores impresionistas. Pero yo disfruto tanto o más con la agricultura irremediablemente austera que se da en estas fechas, esa gran familia de tubérculos, nabizas y plantas a ras de suelo, con sabores levemente amargos y aromas impertinentes, que obligan a los cocineros a avivar su ingenio en busca de recetas que realcen sus propiedades y suavicen sus defectos. 

Esta despensa verde invernal supone, además, un pequeño reto para los amantes del vino, puesto que su emparejamiento líquido no resulta del todo fácil, a tenor de la explosiva fórmula organoléptica que hemos apuntado anteriormente. Pero no hay nada que no puede arreglarse con un Jerez o un Montilla-Moriles de crianza biológica u oxidativa, un gran blanco fermentado en barrica con algunos años de botella o acaso un tinto de cuerpo medio, con la madera poco presente y la acidez suficiente para mantener el tipo. ¡Gastrónomos aventureros, aunque no lo sepáis, esta puede convertirse en vuestra estación preferida! A continuación, seis hortalizas con mucho carácter que deberían avalar mi discurso.   

Borraja

El refranero español, siempre metiendo el dedo en la llaga, ha adoptado la expresión «quedarse en aguas de borrajas» para referirse a algo que aparenta mucho y luego resulta ser nada. Esta planta comestible poco conocida justifica plenamente esa metáfora porque, al hervir, se reduce espectacularmente. Y la decepción duele aún más, ya que su preparación implica unas operaciones de limpieza lentas y costosas. Así que no se molestarán los amantes de la Borago officinalis si nos atrevemos a definirla como la verdura más ingrata del invierno. Un alimento suculento, cuyo consumo no está demasiado extendido entre nosotros, aunque los navarros de la ribera y los aragoneses mantengan viva la tradición de comerlas, a estas alturas del calendario, rehogadas con ajo y patatas.

Tan exquisito manjar es una planta anual de la familia de las borragináceas, originaria de Siria y con propiedades aromáticas y medicinales. De unos 50 centímetros de altura, con tallo grueso y ramoso, hojas grandes a la manera de las espinacas y flores azuladas, todo en ella es comestible y constituye una fuente de vitaminas C y A, potasio y hierro. El tallo se pela y se raspa para eliminar los pelos exteriores y luego se cuece o rehoga. Igual que las hojas, que pueden intervenir en menestras, ensaladas y se emplean, en el Mediterráneo oriental, en vinagretas o para aromatizar el yogur con ese sabor en crudo que recuerda al pepino.

Los alemanes se la echan al caldo y los árabes la rellenan cual hoja de parra. Con las flores –que intervenían también en la composición del decimonónico jarabe de zarzaparrilla–, lo suyo es preparar cordiales o infusiones, muy aptas para catarros debido a su gran poder sudorífico. El naturalista Jean Philippe Derenne, en su excelente tratado La cuisine vagabonde, apunta que la borraja reconforta el corazón, sobre todo si se bebe su jugo acompañado de vino, y nos recuerda que Michel Bras la incorpora a una salsa con colas de langostinos y naranja. Otro maestro de los fogones, el donostiarra Pedro Subijana, la proponía en Akelarre como guarnición de vieira en tempura de cortezas de trigo. He probado también platos estupendos con esta verdura a cargo de Rodrigo de la Calle o Koldo Rodero, pero una receta que guardo especialmente en la memoria es una borraja con cocochas de bacalao y oreja de cerdo que hacía Rubén Catalán en La Torre del Visco (Matarraña, Teruel).

Coles de bruselas

Una col de Bruselas o Brassica oleracea es, según el Diccionario de la Lengua de la RAE, una «variedad de col que, en vez de desarrollarse en un solo cogollo, tiene tallos alrededor de los cuales crecen apretados muchos cogollos pequeños». ¿Por qué lleva el apellido bruselense? Quizá porque los pioneros en su cultivo masivo fueron los belgas, aunque en la actualidad esta planta crucífera, rica en vitaminas B y C, ácido fólico, potasio, magnesio, yodo, zinc, hierro, fósforo y calcio, se cultiva en muchas otras latitudes y, dentro de la piel de toro, destacan las de Aragón.

Rica en fibra y baja en calorías (menos de 50 kcal. por 100 gramos), esta pequeña col de tonalidad verde brillante nunca ha sido tenida en gran estima por los chefs clásicos o contemporáneos. A pesar de que su cultivo se remonta al siglo XIII y fue un acompañamiento glamuroso en las mesas aristocráticas del Segundo Imperio, nunca ha sido considerado un alimento noble debido a su sabor acre, que todo cocinero eficiente debe compensar con toques ahumados o reducciones de carne. 

En ese desafío, por cierto, radica parte de su encanto. Los amos de casa nos conformamos con hacerlas hervidas o al vapor para luego quizá saltearlas con panceta o unos dados de jamón ibérico. Un amigo se atreve a ponerlas crudas en ensaladas porque afirma que así no pierden sus nutrientes y debo reconocer que aportan un interesante toque crujiente. El chef parisino Matthieu Pacaud (L’Ambroisie) prepara con ellas una pequeña milhojas vegetal que acompaña un lomo de lenguado forrado de trufa negra. Me han dicho que está sublime. ¡A 140 € el plato ya puede estarlo! Pero mi receta favorita, mucho menos onerosa, sigue siendo la del israelí afincado en Londres Yotam Ottolenghi, que las sirve braseadas con ajo negro, tahini (pasta de sésamo), gramíneas y hierbas aromáticas. 

Foto: Dmitry Dreyer | Unsplash

Calçots

Los calçots son esa pequeñas y sabrosas cebolletas tarraconenses, originarias del Baix Camp, en torno a las cuales ha crecido una pasión gastronómica que vive cada año su momento álgido el último domingo de enero en la popular calçotada de Valls. Allí se concentran miles de aficionados en torno a una comilona pública, donde hay tragaldabas que han llegado a engullir más de 200 (tres kilos) en menos de una hora.

Existe una técnica para comerlos y para cocinarlos, que apenas tiene un siglo de historia. La leyenda cuenta que un tal Xat de Benaiges, agricultor de la zona, asó las cebolletas apresuradamente, en un arranque de hambre, directamente sobre una llama viva, sentando las bases del divertido ritual del calçot. El producto ya cocinado se envuelve luego en papel de estraza y se deposita sobre una teja puesta al fuego previamente, para conservar su calor. La cebolleta se coge con las manos, el exterior carbonizado se pela, el delicioso tallo interior se moja en la salsa adecuada (salbitxada o romesco, ambas deliciosas y con una base similar de tomates, ñoras, ajo, aceite y frutos secos machacados) y luego, ¡para dentro! Entran como pipas, pero el peligro de mancharse es grande.

La palabra calçot procede del verbo catalán calçar (acollar) ya que se amontona tierra alrededor de los brotes para que crezcan alargados, blancos y tiernos. Su momento óptimo de consumo siempre ha sido febrero y marzo, pero la temporada se ha alargado de diciembre a abril debido al éxito. Aunque ya se encuentran con facilidad fuera de su comarca de origen, casi 300.000 turistas peregrinan cada invierno a Valls para disfrutar del invento. El menú típico, que se disfruta más poniéndose un babero, suele incluir embutidos catalanes con pan amb tumaquet, los imprescindibles calçots y una parrillada con butifarra y conejo acompañados de montgetes. La tradición es regarlo todo con cava servido en porrón, pero ustedes en casa pueden hacer lo que gusten. Es un banquete que se disfruta mejor en grupo, con amigos de mucha confianza. Invita a la risotada y requiere un anfitrión que no escatime la bebida.  

Cardo

«Símbolo de lo desagradable, de lo hosco e inaccesible», como lo definía José Iglesias en un tratado sobra la simbología masónica de los alimentos, el cardo se ha considerado siempre comida de burros, ya que son los únicos animales a quienes sus púas urticantes parecen despertar el apetito. «Eres como un cardo borriquero» es una expresión popular castellana que se empleaba originalmente para criticar a las mozas ariscas y groseras. Los ingleses, siempre tan puntillosos en el lenguaje, distinguen el espinoso cardo borriqueño o yesquero (cotton thistle), del cardo comestible (cardoon), dejando claro que, aunque ambos pertenecen a la misma familia de plantas compuestas, el parecido se reduce a ese lejano parentesco.

Pero cardos hay muchos y el brasileño Paulo Eiró Gonsalves enumera, en su Livro dos Alimentos, hasta seis especies comestibles, destacando el llamado cardo santo (Cabernia benedicta), con propiedades tónicas y diuréticas, ingrediente habitual del famoso licor Benedictine; o el cardo-melao (Echinocactus tenuispinus), que los nativos centroamericanos ingerían en infusión, dentro de un rito místico. Sus alcaloides son peligrosos según la dosis y pueden producir alucinaciones.

No hay cuidado con nuestro Cynara carduculum, inofensiva y deliciosa verdura mediterránea perenne con un sabor a medio camino entre el apio y el salsifí. Una planta que llega a crecer en torno al medio metro y cuya parte más satisfactoria al paladar son los tallos, carnosos y aplanados, también llamados pencas, que deben ser pelados y blanqueados antes de cualquier preparación culinaria. De esta forma está más tierno y se reduce su sabor amargo.

Verdura con virtudes salutíferas, tiene apenas 20 Kcal. por cada 100 gramos: casi igual que la lechuga. Es rica en potasio, ayuda a controlar el colesterol y mejora la función hepática. Ya Plinio el Viejo, en su Historia natural, estudió su cultivo, que requiere determinados cuidados para que las hojas permanezcan blancas. El romano Marco Gavius Apicius, en De re coquinaria, ofrece más recetas de cardos que de otra hortaliza, confirmando la devoción del Imperio por su sabor y textura peculiares. Algunos ejemplos: cardo con garum y huevos duros; fritos; con comino; cocido con miel y pasas; en albóndigas, con piñones… Siglos después, Alejandro Dumas, en su Petit Dictionnaire de cuisine, alaba los cardos españoles como los mejores del mundo, «a pesar de resultar más espinosos, por su tallo ancho y carnoso» y sugiere blanquearlos para luego rehogados con un fondo de caldo de carne y tuétano. Una receta clásica imbatible. 

 Efectivamente los ejemplares navarros de la ribera de Tudela son un producto de primera clase, que compite por el podio europeo con la región francesa de la Lorena, en cuyo emblema figura esta planta junto a la divisa «El que se arrima se pincha», acaso en alusión a su posición fronteriza y su histórica pugna con el invasor alemán. Y es que la política puede llegar a inmiscuirse incluso en temas hortícolas.

Si el lector se lanza a la aventura de hacer cardo en casa, hará bien en seguir los consejos de Paul Bocuse en La cocina del mercado, que incluyen una segunda cocción con limón antes de ejecutar ninguna receta. Después, hay preparaciones sencillas y familiares como son al horno, con nata o bechamel, gratinado o incluso frío con mayonesa o vinagreta y guisado con jamón. El historicista Manuel Martínez Llopis cita, en Las cocinas de España, una receta de cardo con tocino a la madrileña, pero no hemos podido hallar quien la ejecute en el actual mapa hostelero capitalino. En el plano más imaginativo, nuestros tres platos predilectos son el pulpo con cardo de Ricard Camarena (Valencia), el cardo con salsa de almendras y arenque de Carmelo Bosque (Lillas Pastia, Huesca)  y el cardo mariano con boletus, tocino vegetal y piñones que Miguel Ángel de la Cruz sirve en La Botica de Matapozuelos (Valladolid).

Coliflor

«Los tres enemigos de la gastronomía son el humo del tabaco, el llanto de los niños y el olor a coles hervidas», reza un viejo axioma gastronómico. Y es verdad que toda la familia hortícola de las brassicas, con la coliflor a la cabeza, resulta altamente odorífera durante su cocción, debido a ciertos componentes azufrados presentes en dichas verduras que son, a su vez, responsables también de su poder antioxidante. O sea, que no todo iban a ser desventajas.

Ya desde su nombre científico (Brassica oleracea botrytis), la coliflor arrastra el estigma popular de su molesto aroma. Se trata de una planta crucífera originaria de Oriente Próximo, que viajó de allá a la antigua Grecia y luego a Roma antes del advenimiento de Cristo, época en que ya se le atribuían efectos medicinales contra la sordera, la diarrea y el dolor de cabeza. Su adopción como producto gastronómico de altura data del Renacimiento, cuando llega a la corte francesa traída por los nobles italianos. Dicen que Luis XIV las tomaba cocidas en un consomé aromatizado con macis y que los chefs palaciegos llegaron a inventar una coliflor à la Du Barry, en honor de la amante de Luis XV. Cuando los cocineros dedicaron la receta a dicha cortesana, esta hortaliza sólo estaba al alcance de la aristocracia y se hallaban muy lejos de sospechar que, pasado el tiempo, se convertiría en un alimento popular. 

Mejor para todos, ya que la coliflor se ha revelado como fuente de vitaminas E y C (¡tiene más que el zumo de naranja!), ácido fólico, potasio, zinc, carotenos… Es buena para las articulaciones y hasta protege contra el cáncer de colon. Por contra, al mal olor de su cocción habría que añadir su propensión a la flatulencia, que se genera en el comensal a medida que el intestino metaboliza la celulosa que contiene la dichosa hortaliza. 

Foto: Amber Faust | Unsplash

En el mercado, conviene seleccionarla firme y bien blanca, sin manchas, olvidarse del tallo y las hojas, que resultan un tanto agrias, y cocer solo las duras flores, aunque no por mucho tiempo, para evitar que pierdan sus propiedades sápidas y nutrientes. En nuestro país, solemos comerla hervida y con mayonesa, rehogada con ajo, gratinada con bechamel o acaso guisada con bacalao y almendras, que es plato muy navideño en Galicia, Vizcaya o Extremadura. Pero también existen recetas más suculentas y ambiciosas, los mongetes del ganxet con coliflor y butifarra del restaurante Hispania, en Arenys de Mar (Barcelona) o el falso couscous de coliflor de Ferran Adrià en El Bulli, que pueden ustedes intentar perpetrar en casa: en vez de sémola, se tritura la verdura casi cruda hasta obtener una apariencia similar y se le agregan especias y hierbas aromáticas.

Al margen de todas estas opciones, el mayor especialista de este producto es Martin Beresategui, que tiene innumerables recetas con base de crema de coliflor fría o templada, acompañada de mejillones en escabeche y anchoa, vieiras, berberechos o incluso caviar de salmón o trucha. En todos los casos, una conjugación acertada de textura sedosa y sabores yodados.

Lombarda

Con su textura dura y su atractivo color violáceo, la col roja o lombarda (Brassica oleracea var. Capitata) es una crucífera de hojas compactadas que siempre ha estado entre nosotros. Popularizada en toda Europa por los romanos hace más de 30 siglos, en la Antigüedad lo que más se apreciaba eran sus cualidades benéficas. Dicen que Catón el Viejo se curaba únicamente con caldo de lombarda y Plinio el Viejo y Galeno contribuyeron luego con sus escritos a difundir la buena fama de esta verdura, que en algunos textos medievales posteriores es descrita como “el médico de los pobres”.

«La col lombarda es uno de los tesoros más preciosos del hombre», escribe en el siglo XII el holandés Rembert Dodens en su Historia de las plantas. No le faltaba razón, puesto que contiene solo 21 calorías por 100 gramos y es rica en fibra, vitamina K, vitamina B6 y tiamina, riboflavina, retinol y ácido fólico, vitamina C, manganeso, potasio, magnesio, calcio y hierro. Venerada desde tiempos pretéritos por sus virtudes antioxidantes y anti-inflamatorias, se ha descubierto más recientemente que es también un alimento idóneo para prevenir el cáncer.

¿Por qué les cuento todo esto antes de habar de sus cualidades más lúdicas? Pues porque el uso primitivo de esta hortaliza fue terapéutico y, con el paso del tiempo, ha ido consumiéndose con fines alimenticios e incluso gastronómicos. Ideal en ensalada, la col roja cruda ofrece un sabor picante y una textura crujiente que la hacen apta para ser emparejada con otras hojas y brotes verdes menos impertinentes. Cuando se cuece, todo cambia, su gusto se torna más suave e incluso dulce, además de adquirir una tonalidad azulada.

Tradicionalmente cocinada con bechamel o rehogada con pasas y manzana, ha sido siempre un acompañamiento recurrente en la cocina cinegética francesa y centroeuropea, con un faisán asado o un lomo de corzo. En elaboraciones más atrevidas, me gustan mucho la del parisino Alain Passard (L’Arpège), que la hace entera, rellena de carne de pato con una salsa de hibisco. Pero mi favorita indiscutible es la de Fernando del Cerro en Casa José (Aranjuez): esa adictiva lombarda acidulada con granada, manzana roja y polvo de castaña –actualización de un plato materno de su infancia– que, cuando la temporada lo permite, puede venir acompañada de una magnífica grouse.

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