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Opinión

El silencio de Quintero o ya no suena Pink Floyd

«Formaba parte de la banda sonora de nuestro mundo de ayer, cuando ‘La movida’ era nuestro ultraísmo y no sabíamos que la vida iba en serio»

El silencio de Quintero o ya no suena Pink Floyd

Jesús Quintero. | Europa Press

Jesús Quintero fue junto a José María García la gran sensación de las madrugadas de los años ochenta. Las noches de la radio se las repartían los dos. El Butano regentaba el bar del deporte y El loco de la colina, la capilla del psicoanálisis. Escuchar a Quintero en la alta noche era como ir al cine o  acudir a misa. Sonaban las guitarras psicodélicas de Pink Floyd de fondo y tú sabías que se avecinaba una experiencia casi religiosa. Mientras García ponía a caer de un burro a todos los prebostes del deporte, Quintero les arrancaba un trozo de alma a sus entrevistados. Parecía que los tendía en un diván y hasta que espiaba sus sueños. A cámara lenta. Tan lenta que a veces congelaba la imagen y el sonido. Sus silencios eran como una película de suspense y parecían ejecutados con la misma sangre fría que las paradinhas de Panenka. Aquel fundido a negro estaba directamente conectado con la sala de cuidados intensivos. No sabías si a sus entrevistados les iba a clavar un puñal o a practicarles el boca a boca. Tic tac, que no TikTok.

Ese fue  su mejor defecto especial, la principal marca de la casa, a veces porque se le iba la olla y otras porque fallaba el telepromter, según cuentan las gargantas profundas.

Las prisas sólo son buenas para los chorizos y los malos toreros, reconocía García, quien tuvo la elegancia de reconocer que le copiaba los silencios. Todos se los hemos copiado. Quintero era un torero de las ondas, un bohemio disfrazado de Lord Byron con faralaes. A la orilla del Guadalquivir atracaba su barca. La Giralda era para él como el poste repetidor de la RKO. A Quintero tuve la oportunidad de tratarlo cuando fui manager de Amancio Prada (él había estado detrás de las carreras de Mercedes Sosa y de Paco de Lucía) y para nada era el divo que me habían anunciado. Como Umbral, me dio muchos y sabios consejos. El más importante, que me dejase barba:

– Tienes veinte años, pero parece que tienes quince- me dijo.

Y me regaló una maravillosa anécdota que incluí en Un hombre que se parecía a Cunqueiro. Estaba paseando por Cádiz con El Beni, uno de los perros verdes que formaba parte de su particular Parada de los monstruos, y tras contemplar la placa de homenaje que le habían puesto a José María Pemán, le preguntó Jesus al Beni:

-¿Y qué crees que escribirán en tu placa, chiquillo?

– Se vende.

Raúl Del Pozo, que fue su negro, y a quien las necrológicas se le dan casi igual de bien que a Ruano, escribió, con un toque Alvite, que Jesús Quintero era capaz  de convertir un Padre Nuestro en una sinfonía. O un seiscientos en un BMW, pues era un pícaro. Pero había método en su locura porque también  era un golfo ilustrado. Y es que cuando has conocido la pobreza, la imaginación se multiplica exponencialmente y te conviertes en el rey del tuneado. Tú puedes salir de la pobreza, pero la pobreza nunca sale de ti.

El mundo actual me parece  vulgar, yo soy del siglo XX, acaba de declarar Arturo Pérez Reverte. Viendo en YouTube la discusión que mantuvo con Carlos Alsina en un congreso de Málaga organizado por Teodoro León Gross y la última entrevista que le hizo Julia Otero en TV3, hay que concluir que Quintero también era muy siglo XX. Una diligencia frente al AVE, abuelos analógicos frente a los nativos digitales, que es lo que acabamos siendo todos. Quintero formaba parte de la banda sonora de nuestro mundo de ayer, cuando La movida era nuestro ultraísmo y no sabíamos que la vida iba en serio. Ahora por fin Quintero se calla para siempre. Ya no volverá a preguntar y por eso se escucha en su colina un silencio como de catedral. El silencio que seremos. Ya no suena Pink Floyd.

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