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Opinión

¿Está Brasil al borde de la guerra civil?

«La ajustadísima victoria de Lula se va a traducir en una etapa muy difícil para Brasil, porque se va a encontrar en la calle a la mitad del país en pie de guerra»

¿Está Brasil al borde de la guerra civil?

El recién reelegido presidente de Brasil, Lula da Silva. | Zuma Press

La pasada Semana Santa me tomé veinte días de vacaciones y me fui a Brasil. Iba acompañando a mi amigo C., un empresario argentino que ha pasado media vida en aquel país y que tenía que solucionar unos negocios que dejó allí pendientes. Estuvimos en Río de Janeiro y más tarde en Búzios. En Búzios llevábamos una vida muy parecida a la de Don Juan, aquel que a los palacios subió y a las cabañas bajó. Pero sin novicias.

Por las mañanas desayunábamos en la panaria. Una panadería a la que nunca van los turistas. Allí solíamos hablar con los ancianos del lugar, hombres y mujeres que habían contemplado cómo Armação dos Búzios  pasó de ser un pueblecito pesquero  dejado de la mano de Dios a la Ibiza de Brasil.

Solíamos quedar para almorzar con empresarios y burguesía local, la gran mayoría rubios de ojos azules y apellidos alemanes. Recuerdo en particular una cena con unos señores que blasoneaban de un apellido que también está en el instituto más importante de  Armação dos Búzios y en la calle que atraviesa la ciudad. Allí, en Búzios, haber comido con ellos era como haber ido a una recepción con el rey.

A veces, por la tarde, nos pasábamos por una tienda que vendía armas. Lo hacíamos porque había un chico guapísimo que la regentaba, y también porque era el local donde servían las cervezas más baratas del centro de Búzios. Les parecerá a ustedes extraño que vendan armas en un sitio donde también venden cervezas. Les parecerá extraño a ustedes, a los brasileños les parecía lo más normal del mundo. Ah, también vendían camisetas de souvenir.

De noche, nuestra vida era muy diferente. Nos movíamos por la zona gay de la ciudad, que es más o menos clandestina. Más más que menos, en realidad. Éramos amigos de chaperos y traficantes. Todos ellos negros y todos ellos con apellidos portugueses y nombres inverosímiles (Sylvian, Kayman, Jussarao…).

Y al menos tres veces fuimos a la iglesia porque nos encantaba la música que se interpretaba allí y porque vivir una eucaristía en Brasil nada tiene que ver con vivir una misa en España. Allí los fieles cantan, dan palmas e incluso algunos se ponen a llorar y entran en éxtasis. Era una experiencia religiosa en el sentido en el que la canta Enrique Iglesias, un trance. No comulgábamos,  por supuesto, porque no parece que quede muy bien comulgar cuando uno se pasa las noches de palique con gays y traficantes,  pero eso no parecía importarle en absoluto al cura, que estaba encantado con nosotros porque éramos los únicos blancos blanquísimos de la congregación.

C.  andaba todo el día arreglando sus negocios, pero yo no tenía gran cosa que hacer. De forma que a veces tomaba el autobús y me iba a ver playas. En el autobús siempre acababa charlando con la mujer que tenía al lado. Las brasileñas que van en autobús suelen ser mujeres negras de clase trabajadora -porque en cuanto se pueden permitir tener un coche nunca más suben a un autobús– y les puedo asegurar que son las personas más amables y parlanchinas del mundo. A los 10 minutos de viaje ya te habían enseñado la foto de su marido, de sus hijos, de su casa, de su perro y hasta de su amante si lo tenían. Y no exagero: muchas mujeres casadas sobre el papel tienen un novio que no es su marido. El marido lo sabe, pero tampoco está por la labor de divorciarse.

Pues durante esos 20 días en los que charlé con todo tipo de hombres y mujeres, de todas las edades, de todas las procedencias sociales, no encontré a nadie que me dijera que iba a votar a Lula. En la península de Búzios, al menos. Parecía que la población unánimemente estaba a favor de Bolsonaro. Que el odio a «los zurdos»  definía más a esa población que el carácter amable o la piel canela.

Y déjenme que esto lo explique. Tampoco conocía a nadie que no fuera religioso. Los pequeños traficantes, los que hacían negocio con la marihuana, eran todos evangélicos. Y no parecía crearles el más mínimo problema moral lo de hacer menudeo y luego irse a la iglesia los domingos. Mis vecinas eran católicas. Y luego conocí a mucha gente que practicaba el candomblé a la vez que era católica. De hecho, una sacerdotisa candomblé fue la que bendijo la casa que C.  acababa de comprar, y era católica. Tampoco parecía crearles ningún problema moral.

¿Que tenían en común todas estas personas? Que pensaban que los de Río de Janeiro o Sao Paulo eran unos pijos, unos mauriziños, y que estaban fervientemente en contra del aborto. Y esto también hay que explicarlo.

La península de Búzios, como gran parte de las zonas rurales  en Brasil, se creó a partir de los quilombos. Desde 1530, y durante más de 350 años, los barcos trajeron a Brasil unos 4,8 millones de africanos esclavizados. Muchos de ellos se escapaban a la selva. Sus amos no podían llegar hasta el corazón de la jungla tropical, porque no soportaban ni los mosquitos ni el calor. Los africanos creaban comunidades en las que era muy importante tener el mayor número de hijos posibles. Cuanto más gente hubiera en el quilombo, más difícil iba a ser que sus captores intentaran entrar a buscarlos. Uno puede intentar perseguir a tres fugitivos, pero no puede enfrentarse con un pueblo entero.

La esclavitud se abolió en Brasil en 1888. Hace poco más de un siglo. Pero la herencia de los quilombos es muy clara. Para los brasileños es lo más normal del mundo que un hombre tenga muchos hijos de muchas mujeres diferentes (de ahí que lo del novio de su mujer le importe poco cuando él tiene a otras dos mujeres)  y no hay ningún problema con las madres solteras. De hecho, otra de nuestras vecinas era hija de un pastor evangélico y tenía dos hijos de dos hombres diferentes sin haber estado casada.

Esa es la herencia del quilombo: la idea de que cuantos más hijos se tengan, tanto mejor. Por eso los afrodescendientes en Brasil son diametralmente opuestos al aborto. Sean evangélicos, sean católicos o sean candombleros. Y en Búzios la la mayoría de la población no es precisamente blanca.

Pues  aunque usted no se lo crea, todos los negros pobres de Búzios, los receptores del auxilio social, votaban a Bolsonaro .

En las pasadas elecciones en Brasil de 2018 , el instituto Datafolha, una de las empresas de sondeos más importantes del país,  había creado dos perfiles que se correspondían con los perfiles de votantes de Bolsonaro y de Lula.

El perfil del votante de Lula se definía así: personas con ingresos de hasta dos salarios mínimos (55%). Receptores de  subsidios de Auxílio Brasil (56%). Residentes de la región Nordeste (57%). Negros autodeclarados (60%). Población LGTB (69%). El perfil del votante de Bolsonaro recibía  ingresos superiores a 10 salarios mínimos (43%). Era residente de la región Norte (43%). Blanco autodeclarado (38%). Y evangélico (49%).

Pero la última encuesta del Instituto Datafolha, divulgada el 29 de julio, reveló un cambio en el perfil del electorado de los dos principales candidatos a la presidencia de la República. Jair Bolsonaro (PL) había ganado espacio entre los votantes considerados más de izquierda. El expresidente Lula (PT) siguió el camino opuesto, avanzando entre los candidatos con mayor estabilidad financiera, los más ricos. Las intenciones de voto por Bolsonaro aumentaron entre las personas consideradas vulnerables, mientras que el candidato del PT se ganó a la izquierda caviar brasileña, para entendernos. Anteriormente, Lula tenía el 57% de las intenciones de voto entre los votantes considerados vulnerables, mientras que Bolsonaro tenía el 19%. Ahora Lula bajaba al 54% y Bolsonaro subía al 24%.

Se estima que el 50% de la población con un perfil socioeconómico considerado vulnerable recibe Auxílio Social de Brasil o vive con un beneficiario de este tipo de subsidio. El impacto de este cambio en el perfil del electorado es más positivo para Jair Bolsonaro (PL), ya que la población vulnerable concentra el 35% del electorado, mientras que la población de mayores ingresos  representa sólo el 20% del electorado.

La cuestión es que durante el Gobierno de Bolsonaro los receptores del auxilio han seguido recibiendo dicho auxilio, de forma que han caído en la cuenta de que Bolsonaro no significaba la pobreza que Lula había prometido. Y la mayoría de los receptores del auxilio social son negros. Y los negros son católicos, evangélicos o candomberos, como ya he explicado antes.

 Apunten el término «desagregación discursiva»,  que volveré a ello más tarde.

En Europa nos negábamos a ver lo evidente y durante meses hemos estado moviendo encuestas falsas que le daban a Lula la mayoría absoluta. Por eso yo me llevé una sorpresa tan enorme cuando regresé de Búzios y vi las encuestas que se publicaban. En Europa se daba por segura la victoria de luna pero en Brasil nunca fue así.

«El proceso de polarización en Brasil ejemplifica un proceso de polarización que se está dando en casi todo el mundo. Las dos partes optan por ataques agresivos en lugar de buscar un diálogo serio y responsable»

 Y Lula ha ganado en una victoria ajustadísima : 50,9 frente a 49, 1.

¿Qué podemos aprender de esto?

1. Sobre la no fiabilidad de las encuestas.

Siempre ha habido encuestas falsas publicadas con el propósito de cambiar futuros resultados electorales. Pero estas encuestas han proliferado como setas en nuestros tiempos de redes sociales. Se trata de encuestas que quieren jugar a la profecía autocumplida. Y presentan a un candidato con supuestas mejores opciones que otros, le definen como triunfador y así animan a la población a votar  -siguiendo la corriente social que se cree predominante-  por aquel que tiene mejores opciones.

Hemos aprendido que no hay que creer en las encuestas que estén publicadas por diarios o por medios que tengan un posicionamiento ideológico claro. 

Las encuestas que daban por ganador a Lula con mayoría absoluta tenían más de wishful thinking que de realidad. Es decir, que se daba por ganador absoluto a Lula porque se deseaba a Lula como ganador, no porque nadie desde aquí tuviera ni idea de cómo funciona Brasil.

Las empresas de demoscopia funcionan igual que las echadoras de cartas: te dicen lo que tú esperas oír. Y el espectador de la Sexta o el lector de eldiario.es no quiere creerse que un negro pobre de Búzios vota a Bolsonaro. Pero como dicen los brasileiros: «Sujo falando do mal lavado  la sartén le dice la olla».  Algo así como que no hablemos tanto de los demás cuando no sabemos mucho de nosotros mismos.

2. Sobre la polarización

La victoria de Lula, al ser tan ajustada, promete un escenario de conflictos en Brasil parecidos a los que sembraron el país a partir del 2013, cuando la oposición inició una presión en las calles para conseguir desbaratar el Gobierno de Dilma Rouseff. Estos años están marcados por numerosos conflictos dialécticos, partidistas e ideológicos en la sociedad brasileña. Dilma fue finalmente destituida en diciembre de 2015.

El proceso de polarización en Brasil ejemplifica un proceso de polarización que actualmente se está dando en casi todos los países del mundo. Las dos partes optan por ofensas y ataques agresivos en lugar de buscar un diálogo serio, responsable y constructivo.

 Y ese enfrentamiento se inserta en factores propios del siglo XXI, como el acceso a Internet, las redes sociales, los smartphones popularizados entre todas las capas de la población y los grupos de chat. 

Ante la ausencia de discursos pragmáticos, coherentes y cohesionados, acabamos generando incomprensión y negación.

El punto de inflexión en Brasil ocurrió en 2013. Durante casi veinte años antes de 2013, Brasil había disfrutado de  una estabilidad, caracterizada por una competencia partidista sana y respetuosa, en un marco claramente democrático. Entre 1995 y 2002, el país había estado gobernado por el Partido Socialdemócrata Brasileño, de centro-derecha. El relevo lo tomó el PT (Partido de los Trabajadores), de centro-izquierda, que ejerció el poder a partir de 2003, inicialmente bajo la dirección del Lula.  Y desde 2011 hasta 2016, bajo el mando de  su sucesora, Dilma Rousseff. 

Eso en apariencia, porque Dilma era más bien fachada. Lula se presentaba como vicepresidente de Dilma pero todo el país sabía que las riendas las llevaba en realidad Lula. No olviden ese dato.

La polarización política en Brasil se intensificó a partir del 2013, cuando la calle se llenó de  manifestaciones a favor del gobierno, organizadas por movimientos sindicales y de izquierda. Eso de las manifestaciones «a favor de» es una maniobra populista típicamente latinoamericana que aquí ha copiado Podemos. Estas manifestaciones se vieron de pronto contratacadas por manifestaciones organizadas  por grupos evangélicos no partidistas  y por movimientos sociales como el MBL (Movimento Brasil Livre).

Protestas masivas, inmensas demostraciones multitudinarias recorrían las calles: algo que no se había visto desde el retorno a la democracia, en 1979.

 El PT de Lula logró la reelección en 2014, pero después de una campaña electoral extremadamente agresiva por ambos bandos, y caracterizada por el uso sistemático de ataques y noticias falsas, viralizados a través de las redes y sobre todo a través de los grupos de WhatsApp. Se creó un  ambiente enrarecido. Imposible el retorno a la normalidad después de las elecciones.

El odio carnicero entre el PT (los petistas)  y sus oponentes limitó la capacidad legislativa del segundo Gobierno de Rouseff (y de Lula). Rousseff no solo enfrentó una importante recesión económica. También salió a la luz una trama de corrupción de proporciones históricas que involucraba a grandes empresas como Petrobras y Odebrecht. Finalmente, Dilma Rouseff  hubo de enfrentarse a un juicio político en 2016.

Este juicio generó un profundo antagonismo y arrastró la polarización a un punto crítico. Todo esto en un clima de corrupción masiva, de crecimiento económico crónicamente bajo, y de una crisis de seguridad pública. De hecho, si en Búzios había una tienda de armas que era tan popular es porque los brasileños consideran que el problema de seguridad es tan grave como para que te tengas que hacer con tu propia pistola o revólver.

Como el PT no estaba en absoluto dispuesto a a reconocer las  numerosas y graves irregularidades ocurridas durante sus trece años en el poder y y muchísimo menos a disculparse públicamente, se creó un entorno político tóxico en el que se enfrentaban los elementos leales al PT contra viento y marea, contra los que odiaban al PT. La intransigencia del PT a permitir que otro partido liderase a la izquierda en las elecciones presidenciales se percibió como una prueba más de corrupción y no dejó ningún espacio a la aparición de un candidato más moderado.

Y así resurgió el discurso opositor, fuertemente determinado por las acusaciones de corrupción.

La aparición de Bolsonaro

En este panorama, en 2017, apareció Bolsonaro.

Apareció en el extremo derecho de un espectro polarizado, en el  que rara vez se permite el debate argumental o la argumentación. Esto se sustituye por actos de intolerancia, odio y difamación hacia el contrario que terminan consolidándose en ataques violentos y agresivos.

Una explicación plausible a este fenómeno hay que buscarla en la desagregación discursiva que se viene dando desde 2013 (ya les dije que el término volvería). Esto quiere decir que las redes clientelares tradicionales de la derecha se pasaron el bando del PT, ya fuera por ideología o por un cálculo de beneficio. Por lo tanto, nadie tenía claro qué era derecha o qué era izquierda y sí tenía claro que unos llevaban una camiseta roja y otros llevaban una camiseta verde. La polarización no se basa en argumentos racionales, sino emocionales.

Vuelvo a recordar que el vicepresidente de Dilma Rousseff era Lula y que siempre se dijo que quien realmente manejaba los hilos del estado era Lula y no Dilma (Lula había sido el presidente del 2003 al 2006).

 La identificación partidaria es claramente un tipo de identidad social. Una identidad que se basa en la oposición. Una identidad similar a lo que podría sentir alguien de Lepe con respecto a alguien de Huelva. O alguien del Atleti con respecto a alguien del Real Madrid. Una fuerza enfrentada de dos sentimientos, que no se refiere tanto a divisiones ideológicas relevantes como al esquema de oposición identitaria «nosotros contra ellos». Los petistas pro Lula vestidos de rojo; y los  pro Bolsonaro vestidos con la camiseta verde y amarilla de la selección brasileña de fútbol.

 En resumen: la polarización política se dio cuando ambos partidos ‘izquierda/derecha’ optaron por ofensas y ataques agresivos en lugar de buscar un diálogo serio, responsable y constructivo. Los ataques se produjeron en manifestaciones callejeras y redes sociales, con memes (bromas y críticas preparadas); noticias falsas (fake news), virales en Internet (vídeos cortos al estilo reel que pueden ser muy graciosos, pero que no dan espacio a la argumentación basada en datos). Todo viralizado por redes sociales o grupos de WhatsApp.

Cuando esto empezó a suceder en Brasil a nosotros nos contaban que los partidarios de Bolsonaro difundían noticias falsas a través de las redes y de los grupos de WhatsApp, y nos parecía una exageración. Hoy ya lo estamos viviendo en España: desde el sector de Podemos se están moviendo día sí y día también reels propagandísticos de un minuto. Minivideos que apelan mucho más a la emoción que a la información.

 Si bien la identificación partidaria y la polarización del electorado son fenómenos distintos, bajo ciertas condiciones el aumento de la polarización tiende a favorecer el fortalecimiento de las identidades partidarias. Es decir, la polarización se puede crear respecto a cualquier tema, por ejemplo taurinos contra no taurinos. El problema es cuando ser taurino se identifica claramente con un bando y  ser no taurino con el otro.

En España nos sucede lo mismo con la monarquía. Conozco personas de mi edad que han sido antimonárquicas toda la vida pero que ahora mismo defienden a Leonor, no tanto porque la monarquía les interese lo más mínimo como porque Podemos se ha hecho detentador exclusivo del discurso anti monárquico.

Cuando se crean estas batallas culturales, un partido no tiene tanto que ver con lo que pueda prometerte social o económicamente como por los rasgos populistas que defiende. Y el proceso de polarización partidaria aumenta.

Aumenta  la diferenciación de los partidos en el electorado, y el resultado son preferencias partidarias más intensas del público. Y también más irracionales. Uno no vota a Podemos porque se haya leído su programa económico y social , sino porque no le caen bien Leonor ni Fran Rivera y además tiene un amigo trans.

Pero esta intensidad tiene que ver con un instinto tribal de definición por oposición y, por lo tanto, rara vez se permite la discusión argumentada o el debate razonado. Los discursos populistas se terminan  consolidando en ataques violentos y agresivos.

La ajustadísima victoria de Lula se va a traducir en una etapa muy difícil para Brasil. Y esto no tiene tanto que ver con las políticas económicas o sociales de Lula como por el hecho de que se va a encontrar en la calle a la mitad del país prácticamente en pie de guerra.

Y ahora reflexionemos: acusaciones de corrupción, discursos populistas encarnizados en redes sociales, noticias falsas, memes, vídeos, mundo rural contra mundo urbano, izquierda que en realidad es muy pija, derecha que en realidad es muy pobre… ¿No les suena a ustedes todo esto? Pues yo les diría que cuando las barbas de tu vecino veas cortar…

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