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Opinión

Sánchez, la nación y la infamia

«Por contagio o por naturaleza propia, nuestro presidente tiene gran afición a la mentira»

Sánchez, la nación y la infamia

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. | Europa Press

Pedro Sánchez tiene un altísimo sentido de sí mismo. Un ego Alpha premium falcon digno de un profundo análisis psicológico. No concibe desde hace tres años estar fuera del poder, vivir fuera de su Palacio de la Moncloa. No concibe que haya gente que no piense como él, o que esa gente no asuma de forma rendida e inmediata todos los pensamientos del presidente, aunque sean cambiantes y contradictorios cada dos días. Quiere que todos los españoles seamos como Patxi López, que de forma servil repite ahora como un papagayo todas y cada una de las contradicciones de Sánchez. Lejos queda aquel debate para las primarias a la secretaría general del PSOE, cuando el político vasco quiso, y consiguió, ridiculizar a Sánchez, con el «Vamos a ver, Pedro, ¿sabes lo que es una nación?». Parece, escuchando ahora a López, que Sánchez se hubiera vengado haciendo que su portavoz parlamentario quede constantemente en ridículo al negar tajantemente cuestiones que, en apenas horas, se ve obligado a defender y a hacer creer que las sabía.

Patxi López acertó en su día con aquella pregunta. Sánchez ya lo sabe y los españoles sabemos que lo sabe. Sánchez piensa que la nación es él. La nación es lo que él decida. La nación es todo lo que le permita seguir siendo presidente. Da igual lo que ocurra. Crisis económica, muertos en Melilla o apoyos gratuitos, serviles y secretos a Marruecos. Todo eso se diluye en un Congreso narcotizado por la presidenta Meritxell Batet. Todo se controla y regula para que Sánchez, el presidente con menos escaños de su partido en la historia de España, siga gobernando. Necesita los votos de su extrema izquierda y de los independentistas. Y lo que creíamos que era su penitencia ahora es su adicción. Busca y prefiere los votos de los que dieron un golpe contra la Constitución y la legalidad española declarando la independencia de Cataluña. Los votos de los hijos ideológicos del terrorismo etarra. Los votos de ese PNV que gobierna desde hace décadas en el País Vasco y cuyo lehendakari, Iñigo Urkullu, aprovecha el caos, para no solo aplaudir la supresión del delito de sedición, sino pedir la supresión también del artículo 155 de la Constitución.

El mítico artículo 155 que fue el que permitió volver a la normalidad democrática y a la legalidad tras el golpe secesionista de Puigdemont. Lo más hipócrita es que dice Urkullu que lo pide para adaptar la Constitución al siglo XXI. Lo dice el partido que defiende a muerte su concierto de competencias y su «cuponazo» de dinero, por unos derechos forales de hace siglos. No es la coherencia la mayor de las cualidades de los independentistas. Ni la verdad.

«Sánchez tendrá capítulo propio en los libros de Historia de España del futuro como el presidente que aceptó que los amigos de romper la nación pudieran hacerlo de nuevo»

Y tampoco lo es de Sánchez. Por contagio o por naturaleza propia, nuestro presidente tiene gran afición a la mentira. Mintió cuando dijo que no iba a reducir las penas por el delito de sedición. Mintió cuando dijo que Europa demandaba homologar las penas. Miente cuando dice que las penas son ahora similares a los de los países de la UE. Si Puigdemont y Junqueras hubieran hecho en Alemania o Francia lo mismo que hicieron en 2017, podían haber terminado con condenas de hasta cadena perpetua. Si lo hubieran hecho en la cercana Portugal podrían haber tenido penas de 10 a 20 años. Y Sánchez miente cuando dice que el actual delito de sedición era de 1822. Fue modificado en 1995, cuando precisamente se eliminó la perpetua que podía caer a los condenados por sedición.

Sánchez miente tanto que al final ni siquiera ha rebajado las penas. Directamente ha derogado el delito. No lo dice. Lo de derogado lo dicen sus socios de Unidas Podemos o Aragonés, el president de la Generalitat que avisa que esto es solo el principio, que ahora irán a por la amnistía y a por otro referéndum de autodeterminación. A Sánchez le da igual todo. Lo convierte en «desórdenes públicos agravados», como si una declaración de independencia con actos masivos de fuerza en las calles fuera como un mero enfrentamiento de bandas callejeras o de grupos ultra de fútbol. Lo que en Europa es alta traición en España a partir de ahora se llamara «desórdenes públicos agravados».

Agravados sí que pueden ser los problemas que van a tener que superar ahora todos los candidatos socialistas de las próximas elecciones autonómicas y locales. Faltan siete meses y ese es también uno de los motivos de las urgencias de Sánchez. Por un lado, consigue un año más de gobierno, aprueba sus presupuestos (eso sí, con más chorros de dinero para Cataluña y País Vasco) y sobre todo, aleja la polémica lo máximo en el tiempo que podía de la cita en las urnas de mayo. Veremos si la distancia es suficiente. Los barones socialistas que hace dos semanas no querían hacerse la foto en Sevilla con Sánchez y que ahora se rasgarán de nuevo las vestiduras, en mayo pueden haber sido domesticados de nuevo por Sánchez.  

Pedro Sánchez siempre ha querido hacer historia. Y la está haciendo. Tendrá capítulo propio en los libros de Historia de España del futuro como el presidente que aceptó que los amigos de romper la nación pudieran hacerlo de nuevo, pero sin apenas pagar por ello. Que los delincuentes condenados en sentencia firme por el Tribunal Supremo sean los que eliminen el delito de sedición del Código Penal. Sánchez sacrificó el urgentísimo acuerdo sobre el CGPJ con Feijoó por esta infamia. 

Sánchez ya protagoniza la historia, la historia de la infamia. 

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