THE OBJECTIVE
Opinión

Ocho minutos

«Su discurso apenas duró ocho minutos -me dijo la periodista que se dio cuenta de que estaba renunciando en latín- pero fue una lección de humildad para todos»

Ocho minutos

Benedicto XVI.

He de reconocer que cuando se anunció el nombre del nuevo Papa desde la logia del Vaticano el bajón fue notable. Para suceder a Juan Pablo II los cardenales habían elegido al guardián de la ortodoxia durante el largo pontificado del papa polaco, al que se le atribuían algunas de las posturas doctrinales más intransigentes de aquella etapa. Eso por no hablar de un oscuro pasado quizá vinculado a los nazis. Aquel papa alemán nada tenía que ver con el joven Wojtyla. Era un anciano que había pedido varias veces a su Jefe la jubilación, sin que éste, sorprendentemente, hubiera accedido a sustituirle. Y encima, para rematar la faena, elegía un nombre -Benedicto- de extraño recuerdo medieval cuando todos esperábamos -y deseábamos- un Juan Pablo III.

Pero ya se ve que los caminos de los hombres -especialmente si son cronistas vaticanos- poco o nada tienen que ver con los de Dios. 

Por supuesto que la prensa y también el mundo lo recibieron con frialdad. Un papa de transición -decían- que poco más podía aportar que lo ya hecho como Prefecto del Dicasterio de la Doctrina de la Fe durante más de veinte años. Pero, como suele ocurrir cuando analizamos las cosas de arriba con juicios de abajo, nos equivocamos. Benedicto XVI fue todo menos un papa de transición, a pesar de que sus últimos años los haya pasado escondido –«rezando y trabajando» decía- en un monasterio dentro del Vaticano. Y esto me gustaría destacar hoy. 

Tiene bastante culpa de mis opiniones la lectura del libro de Peter Seewald Benedicto XVI. Lo recomiendo. Y no solo porque ofrezca una imagen del anterior papa sorprendente, sino también porque es un relato de historia, de la historia reciente de Europa. 

Joseph Ratzinger nació en una familia pobre. No era hijo de ningún príncipe alemán. Su madre María Rieger era hija ilegítima, que en aquella época era casi un baldón, aunque nada impidió que se casara con un oficial de policía y que formaran una familia profundamente cristiana. Su hermano mayor George fue también sacerdote; y su hermana María, que nunca se casó, se dedicó a administrar la casa de su hermano menor hasta su muerte. Cuenta Seewald los choques familiares con las autoridades nazis. Pero la historia no perdona y el pequeño Joseph terminaría militando en las juventudes hitlerianas en 1939 cuando el régimen nazi exigió la afiliación obligatoria a todos los seminaristas del país. A los dieciséis años fue llamado a filas y destinado a la fábrica BMW en las afueras de Múnich. Aunque desertó en los últimos días de la guerra, fue hecho prisionero por soldados aliados en un campo cerca de Ulm en 1945. Casi inmediatamente fue puesto en libertad y pudo volver al seminario… y a los estudios.

«Ya se ve que los caminos de los hombres -especialmente si son cronistas vaticanos- poco o nada tienen que ver con los de Dios»

Desde 1946 hasta 1951 Ratzinger estudió Teología y Filosofía en la Academia Filosófica y Teológica Frisinga, y en el Ducal Georgianum de la Universidad de Múnich. Según reconocería años después el propio Ratzinger, sus mayores influencias filosóficas fueron Gertrud von le Fort, Ernst Wiechert, Elisabeth Langgässer, Theodor Steinbüchel, Martin Heidegger y Karl Jaspers. También le gustaba recordar a Dostoyevski como su mayor fuente literaria. En Teología estudió especialmente a san Agustín y, de los escolásticos, a san Buenaventura. Así era la cabeza de Ratzinger. 

En 1951 fue ordenado sacerdote y en 1952 nombrado profesor del Seminario de Freising. Ya entonces era un teólogo de los llamados progresistas. En 1953 escribió una tesis sobre san Buenaventura para conseguir la habilitación alemana, pero su texto le fue devuelto con una severa crítica de Michael Schmaus, por considerarlo un trabajo modernista. Sin embargo, su carrera fue meteórica y en 1959 ya era profesor en la Universidad de Bonn. 

Su fama era tal que el cardenal de Colonia Josef Frings -uno de los baluartes del episcopado alemán frente a los nazis- se lo llevó a Roma como ayudante durante el Concilio Vaticano II. Le tocó defender, entre otros documentos, el Nostra Aetate, aquel que se refería al respeto a otras religiones y a la libertad religiosa. Como todas las lecturas, aquella defensa debió durar ocho minutos. Siempre me ha llamado la atención que en ese corto espacio de tiempo fuera capaz de sentar cátedra. Pero lo hizo. Muchos años después, tras hacer una entrevista a un monseñor que trabajaba en el Santo Oficio, le pregunté cómo llegar a un restaurante vecino a San Pedro. Estábamos ya en el patio y quizá hablábamos demasiado alto. Ratzinger, que pasó a nuestro lado, dijo en castellano, sin apenas detenerse: «Si cruza la plaza, son menos de diez minutos» y siguió su camino mientras el monseñor español me decía sonriente: «Ya has conocido al Prefecto». Y por cierto vi también cómo el cruzaba la plaza a pie. Eran otros tiempos.

Luego vendrían sus enfrentamientos con sus amigos Karl Rahner y Hans Küng, con quien coincidió en Tubinga. O la fundación en 1972 de Communio con Hans Urs von Balthasar y Henri de Lubac, entre otros. Ratzinger era un teólogo de primera línea, preocupado por esa Iglesia a la defensiva frente al liberalismo, socialismo o comunismo.

Tampoco eran sus únicos problemas. Ya en su etapa de Prefecto del Santo Oficio le tocó impulsar investigaciones sobre la pederastia que estallaron durante su pontificado, entre 2005 y 2013. No se cortó un pelo. Tampoco cuando tuvo que intervenir en los escándalos del sacerdote mexicano Marcial Maciel, fundador de Los legionarios de Cristo.

Y una última lección. Tras ocho años de pontificado, el 11 de febrero de 2013 anunció su renuncia. Era el primer papa en renunciar en 598 años de historia. «Su discurso apenas duró ocho minutos -me dijo la periodista que se dio cuenta de que estaba renunciando en latín- pero fue una lección de humildad para todos». He pensado, repasando aquellos papeles, que en ocho minutos y quizá, en ocho años, supo dar la vuelta a muchas cosas. Algunas se están contando. Y otras las conoceremos gracias a sus libros y escritos.  

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