THE OBJECTIVE
Viento nuevo

Leche, galletas y ladrones de jamones

«Con una galleta en el estómago la única viga que puede levantarse es la del suicidio»

Leche, galletas y ladrones de jamones

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En las últimas 48 horas, un millón de personas depositaron 23 millones de kilos en los Bancos de Alimentos. La auténtica Navidad es un caminar (o flanear, sin rumbo ni dirección) con un par de kilos de garbanzos para otro, bajo el iluminado ciudadano y los villancicos interiores. Leche y galletas, los productos más demandados, también aceite, pero los primeros por delante, así niños y ancianos saltan del barco antes, con el bigotito dibujado por la leche y la galletita crujiente en el alma blanca de todos los ruegos imposibles.

Al mismo tiempo que 23 millones de kilos entraban por un sitio, 700 ibéricos salían por otro (448 cañas de lomo; 296 jamones y paletillas). El robo ibérico en Villanueva de Córdoba, detenidos en Getafe, alcanzaba los 20.000 euros. Entre jamones y galletas, leche y tintorro, anda la cosa. No todos los jamones, cuentan, era para su venta, también había de cortesía, que es otro Banco de Alimentos entre conocidos y amigotes con puro, pero, como siempre quiso el clásico: «Quien regala lo que roba, ni roba ni regala». Pobres jamones. Pobres galletas.

Es curioso el dato («dato mata a relato», dicen ahora los cursis): la mayoría de los clientes de los Bancos de Alimentos, en un tanto por ciento que supera ampliamente la mitad, son trabajadores. Obreros a los que un pico en la hipoteca, de doscientos o trescientos pavos, descuadra y derrumba. Obreros que no llegan a fin de mes. Obreros que trabajan y son pobres. Gente de bien.

Mojaba yo mi galleta de luto, en un vaso de leche negra, por los jamones fugados, mientras veía la excelente entrevista de Álvaro Nieto a Cebrián (Janli) y Espada (Arcadi). En uno de los momentos estelares, dice Arcadi que estamos en un periodismo de sablistas, muy de Cansinos Assens en La novela de un literato, con Gálvez paseándose con el hijo muerto en una caja de zapatos y pidiendo limosna para el entierro. Cebrián reía y explicaba a su modo la máxima de Polanco durante años: «El periódico, para ser independiente, tiene que ser rentable» (se puede ahondar en la biografía de Mercedes Cabrera o Juan Cruz). Aquel glorioso mundo de sablistas, bohemios, vocaciones sin hora, profesiones sin sueldo, proletarios de levita, quedó espléndidamente recogida en Cronistas bohemios (Taurus), de Miguel Ángel del Arco, tinta y sed.

España tiene ya su mercado negro de jamones, leche y galletas. El robo y la dádiva se abrazan en los incontables. Hay quien recoge galletas para revenderlas, como una entrada de concierto, y quien regala jamones para cobrarlos sin dinero. Me cuentan, incluso, que en las casas de empeños están encantados con el Bono Cultural, topado en 400 euros, distribuido en más de dos mil comercios, y donde 200 pavos son para conciertos y artes escénicas, incluyendo entradas a museos y festivales; otros 100 para productos culturales en soporte físico, libros, cedés, videojuegos; los últimos 100 para consumo digital o suscripciones. Llegan a las casas de empeño con todo ello en la misma caja de zapatos para el bebé muerto de Gálvez, la pegatina de la tienda sin despegar y plastificados como en el mejor ajuar funerario. Buscan lo mismo que el jamón: pasta, metal, euros calientes, billetes nuevos, nada de peso en el bolso.

Una sobredosis de leche y galletas, sin jamones ni cañas de lomo, sin libros ni cedés, nos hará mucho más inteligentes a todos. Un tío que moja una galleta en un vaso de leche, despacio y a su bola, es otro lúcido calculador. El periodista del futuro será el cliente que llega al bar, bien vestido y sonriente, y pregunta cuánto vale un café con leche. Euro y medio, caballero. ¿Y solo, por favor? Lo mismo caballero: euro y medio. ¿No cobran entonces ustedes la leche? No, caballero. Ah, bueno, gracias, entonces, si es tan amable, póngame un vaso de leche con una galleta. Todos, sí, con un vaso de leche entre las manos y una galleta seremos alguien interesante a ojos ajenos. Los hipsters montaron lo suyo con las gafas del abuelo, alguna infusión y una camisa a cuadros de bazar oriental o por ahí. No tenían para jamón, la mayoría, y masticaban la galleta a plazos.

La España que funciona debería dar en los Bancos de Alimentos jamones grandes y cañas de lomo kilométricas, con vino bueno, cerveza cara y pan de masa madre. El obrero bien alimentado rendiría el doble, el triple, el cuádruple. El obrero bien alimentado no pediría vacaciones. Volverían los piropos a las mujeres guapas por la calle, volvería el obrero cantarín y divertido, en esa música de buenas ganancias y mejores chapuzas. Con una galleta en el estómago la única viga que puede levantarse es la del suicidio. Un trago de leche caliente invita al sueño y no al tajo duro.

Se olvidaron los sabios de la tribu (Espada, Nieto, Cebrián) que cierto grupo informativo (los del toro, los del vino) pagaba a los tertulianos con jamones. José María García lo contó: le llegaban amigos con bonos de un respetable centro comercial, para que los comprase por la mitad de lo que valían. 600 euros. Compró varios, porque García es generoso, y seguro que el monto fue todo para un Banco de Alimentos de gente que nunca probó el jamón ni vio el mar. Hay más sable por arriba que por abajo. Al fin y al cabo, en una pobre camioneta de jamones o galletas, no cabe lo que otros sacaron por el cajero automático en una sola noche de farra. Pedro Luis de Gálvez hoy no pisaría la rúa ni ciego de leche. Despacho y móvil.

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