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Gervasio Deferr, una historia de sacrificios, gloria olímpica y descenso a los infiernos

Casi diez años después de bajarse del podio, Deferr encontró su lugar en el mundo en el estigmatizado barrio de La Mina, donde hoy dirige un gimnasio

Gervasio Deferr, una historia de sacrificios, gloria olímpica y descenso a los infiernos

Gervasio Deferr. | EP.

La historia de Gervasio Deferr transita entre el Olimpo y los infiernos. El exdeportista catalán, hijo de padres inmigrantes argentinos, fue descubierto a los cinco años, cosechó desde jovencísimo varios éxitos en la gimnasia artística y, en 2000, alcanzó la gloria deportiva con el oro en salto en los Juegos Olímpicos de Sídney. Sin embargo, muy pocos conocen el alto precio que tuvo que pagar por ella. «Desconocen que para construir el Gervasio Deferr campeón olímpico tuve que convertirme en un killer y encerrar en el sótano a Gervi, mi otro yo», cuenta el propio Deferr en su autobiografía El gran salto (Península). «Que cuando me bajé de la palestra, el alcohol inundó mi vida hasta que pedí ayuda para no ahogarme definitivamente en él; que muchos solo ven las medallas, pero no a la persona que sufre como cualquiera y que está sometida a la presión de jugárselo a todo o nada en un minuto cada cuatro años».

Escritas en colaboración con el periodista Roger Pascual, las memorias del triple medallista olímpico (que Atresmedia convertirá en serie próximamente) ponen de manifiesto, entre otras cosas, que su origen argentino hizo que muchos lo consideraran un extranjero («Siempre me he sentido diferente por tener menos recursos y por ser de fuera», confiesa Deferr), y que la gimnasia es un deporte sacrificado y de escasas recompensas y disciplina infinita. Por no hablar de que, a principios de los ochenta, esta especialidad se enseñaba de forma dictatorial, y que muchos campeones potenciales se quedaron por el camino en sus aspiraciones por culpa de un mal entrenador («El primer pajarraco con el que me topo se llama Marasescu […]. Aquel entrenador rumano me pega unas hostias que te cagas con la varilla de la cinta de rítmica para que apriete las piernas. ¡Zas, zas, zas!», apunta).

Deferr relata en sus memorias que se pasó toda la infancia cansado. Dice que se dormía en el coche y se despertaba en el coche. Y que, aun así, todo valía la pena, porque era «el peaje necesario para poder cumplir mi sueño». A los trece años, el catalán hizo su primer doble mortal, y a los quince le dijo a su padre que quería dejar de estudiar para poder centrarse en preparar los Juegos de Sídney. «Es a los quince cuando emerge definitivamente un Gervasio radical, que dice ‘nunca más’. En aquel momento estoy seguro de que o me hago un caparazón o me voy a la mierda. Tengo que esforzarme para sacar el diablo que tengo dentro, porque yo no soy un killer, sino un puto oso amoroso. Y no puedo seguir siendo ese Gervi de terciopelo al que le rozan y ya se le cae una lágrima».

En el momento de ganar el oro en salto en Sidney, el catalán pensó que todo lo pasado daba igual. Las hostias de su entrenador, las lesiones, las lágrimas de soledad en el CAR de Sant Cugat, las mil horas de entrenos, la ansiedad,… Todo parecía haber valido la pena. Pero aquella felicidad acabó cuando, en 2002, dio positivo en un control antidopaje por fumarse un porro y la broma le hizo perder la plata del Mundial de Debrecen. «Me cae la sanción que me tiene que caer, que no pueden ser más de tres meses», asegura sincero en el libro. «Saben que no he hecho trampa y me sancionan sin competir en un trimestre en el que no hay torneos. Solo quieren darme un palo para que el resto de los gimnastas del mundo no cometa el mismo error. Me usan de cabeza de turco».

Gervasio Deferr de pequeño. | Imagen:EP.

A los treinta años, decidió decir adiós a la competición

Aquel mismo año, Deferr se rompió los dos hombros y pasó un año en su casa con unos dolores terribles. Pese a la incertidumbre provocada por aquella convalecencia (en la que llegó a fantasear con el suicidio), se redimió y en 2004 logró el oro en salto en Atenas (pese a que empezó a prepararse apenas cinco meses antes de la cita olímpica). Después de la gesta, harto ya del salto, se empecinó en hacerse con un oro olímpico en Pekín 2008. «Pero cuando empiezo ya sé que no voy a ganar al chino Kai», dice. «Le han dado una nota exagerada (16.050), inalcanzable para mí, aunque su ejercicio no ha sido ni mucho menos excepcional. El mío es mejor, pero me quedo con 15.775, la plata, que es lo máximo a lo  que podía aspirar. Es la primera vez que siento que me han robado en unos Juegos Olímpicos».

Tras aquella medalla agridulce, llegó la cuesta abajo. Durante años, Deferr viviría un calvario de lesiones y, ya en los últimos tiempos, no podía entrenarse debido al dolor de espalda. A los treinta años, decidió decir adiós a la competición con todo el dolor de su alma. Ya en 2013, con treinta y dos años, volvió a preparar saltos para ganar un concurso titulado Splash! Famosos al agua. «Me pongo a entrenar como un cabrón y vuelvo a contener la respiración a la espera de las notas del jurado», recuerda en su autobiografía. «La diferencia es que esta vez en lugar de medallas hay 50.000 euros en juego y no caigo sobre una colchoneta, sino dentro de una piscina. Es la única victoria que tendré en la larga sucesión de derrotas desde mi retirada: la muerte de mi queridísimo Andreu [Vivó], la pérdida de [mi novia] Raquel, problemas de salud de mis padres y mi intento infructuoso de pasar de campeón olímpico a entrenador de gimnastas que persiguen el mismo objetivo».

Poco después de bajarse de la palestra, las adicciones inundaron la vida de Deferr, que en sus memorias reconoce que el alcohol «ha estado presente durante casi toda» su vida: «Si estoy mal, bebo porque estoy mal; si estoy bien, bebo porque hay que celebrar algo; si no pasa nada, bebo para que pase algo. Cuando compito no tengo tiempo de estar haciendo el imbécil todo el día, porque tengo un objetivo muy claro. Cuando ese objetivo desaparece, me quedo a la deriva, sin rumbo, y tan solo queda la botella». Deferr tocó fondo el día que se despertó en la cama de un hotel de Río de Janeiro, desconcertado y hecho polvo. Unos meses después, tras varios años bebiendo a diario, decidió pedir ayuda al presidente del COE, Alejandro Blanco, e ingresó durante casi un año en una clínica de desintoxicación en la que le dieron una medicación que «me dejó impotente seis meses».

Aquella terapia ayudó a Deferr a descubrir que no consumía por necesidad física. «Entiendo que lo que me pasa, como a muchísima gente, es por incapacidad de gestionar mis emociones», apunta el exdeportista, que logró exorcizar el fantasma del suicidio y hacer las paces consigo mismo y con la gente que realmente le importaba. Casi diez años después de bajarse del podio, encontró su lugar en el mundo. Lo hizo en La Mina, un estigmatizado barrio cercano a Barcelona donde aún existe un grave problema de tráfico de drogas. Allí dirige hoy un gimnasio, fundado en 2010 gracias a la iniciativa de distintos deportistas olímpicos, en el que entrena a jóvenes y transmite la pasión y los valores del deporte. «Les digo a mis alumnas y alumnos que yo no soy más listo que nadie», apostilla. «No sé de casi nada. Pero de esto sé muchísimo, aprovechémoslo y pasémoslo bien. Les insisto en que siempre hay dos opciones, la buena y la mala, y que a la hora de elegir, al final van a estar ellos solos».

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