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La otra cara del dinero

Felshtinsky: «Solo la intervención directa de la Alianza Atlántica detendrá a Putin en Ucrania»

El historiador rusoestadounidense lleva dos décadas alertando de la naturaleza criminal del régimen de Vladimir Putin y de sus ambiciones imperiales

Felshtinsky: «Solo la intervención directa de la Alianza Atlántica detendrá a Putin en Ucrania»

El historiador rusoestadounidense Yuri Felshtinsky, durante su intervención en la Fundación Rafael del Pino en noviembre. | Daniel Santamaría.

«La democracia no tuvo nunca la menor oportunidad en Rusia», dice Yuri Felshtinsky (Moscú, 1956). Los ocho años de Boris Yeltsin, entre 1991 y 1999, fueron un espejismo, porque tras las bambalinas conspiraban oscuros intereses que no creían ni en la economía de mercado ni en el estado de derecho.

Vale, pienso mientras escucho en la Fundación Rafael del Pino a este historiador rusoestadounidense. Los fácticos no descansan, ni en Rusia ni en ningún otro lado.

Pero Felshtinsky no se queda ahí.

De acuerdo con su tesis, Vladimir Putin es el último representante de una larga dinastía de espías que lleva moviendo los hilos del Kremlin desde 1982. Ese año la sorda batalla que desde 1917 venían librando el Partido Comunista de la Unión Soviética y el Comité para la Seguridad del Estado (más conocido por sus siglas en ruso, KGB) se decantó en favor de este último. «El PCUS colapsó tan fácilmente en 1991 porque a la KGB no le interesaba mantenerlo al frente del país. Sus agentes necesitaban el control absoluto, sin cortapisas ideológicas».

«¿Para qué?», le pregunto.

«Para dominar el continente», responde sin inmutarse, y añade más adelante: «Si echa un vistazo al mapa, no hay ni un vecino al que la URSS no arrebatara una rebanada de territorio». Es, por lo visto, superior a sus fuerzas, y Felshtinsky entiende que a los occidentales nos «suene un poco estúpido, primitivo, irracional, loco», pero en lo más hondo del alma eslava alienta la eterna sospecha de que «todos quieren destruirlos».

Huir a toda costa

Felshtinsky descubrió pronto cuál era la verdadera naturaleza de Putin. Corría 1999 y Boris Berezovski lo había contratado para que escribiera su biografía. El oligarca se hallaba en la cúspide de su carrera. Era propietario de la petrolera Sibneft y accionista mayoritario de la principal televisión del país, la ORT, que había puesto al servicio de Yeltsin. «Se le consideraba la eminencia gris del régimen», dice Felshtinsky. «Nada ocurría supuestamente sin su consentimiento».

Felshtinsky, por su parte, acababa de doctorarse en el Instituto de Historia Rusa después de pasar por mil vicisitudes. Huérfano desde los 17 años, «empecé a tener problemas con el sistema muy temprano». Estando matriculado en la Universidad Pedagógica Estatal de Moscú, uno de sus profesores les explicó una mañana cómo, tres meses después del estallido de la Segunda Guerra Mundial, Finlandia había atacado a la URSS y no pudo por menos que levantar la mano. «Perdone», dijo, «pero fue la URSS quien atacó a Finlandia. ¿Por qué nos miente?»

«Al día siguiente», recuerda Felshtinsky, «el secretario del PCUS en el Departamento de Historia me convocó para decirme básicamente que, como volviera a llegarle una sola queja mía, porque aquella no era la primera vez que interrumpía una clase con alguna pregunta impertinente, me expulsaban sin contemplaciones».

Ese día comprendió que debía irse al extranjero. «No era sencillo. Si no estudiabas, te destinaban al ejército y, una vez dentro de él, la solicitud de un visado se consideraba una traición». Felshtinsky tenía que evitar a toda costa que lo alistaran. Desapareció de su piso, para no firmar la notificación de que debía incorporarse a filas, y no volvió a dar señales hasta que se resolvió favorablemente su permiso de salida.

«Dejé la URSS en 1978. Un año después, se producía la invasión de Afganistán, las fronteras se sellaron y nadie más pudo abandonar el país hasta la era Gorbachov».

Mi vida como un expatriado

Felshtinsky no conserva un recuerdo grato de la «enorme, terrible, ruidosa y sucia Nueva York» en la que desembarcó. «Nunca ha sido un lugar fácil, pero entonces lo era aún menos». Probó a trabajar como encuadernador. «Era una tarea manual y primitiva. Pagaban poco, vivía lejos, se me daba fatal… Los dueños no eran mala gente, pero me dijeron mira, esto no es para ti, y me echaron a las dos semanas».

Entonces, durante una visita a un amigo, descubrió Boston, «una ciudad limpia, llena de jóvenes… Me encantó. De hecho, llevo en ella más de 40 años». Se empleó como mozo de almacén para costearse los estudios, primero en la Universidad Brandeis y luego en la de Rutgers, donde tenían un departamento de historia de Rusia, que era lo que a él le atraía. Finalmente, en 1993, regresó a Moscú para defender su tesis ante el Instituto de Historia Rusa de la Academia de Ciencias.

Así fue cómo recuperó el contacto con su país, conoció a Berezovski y se dio cuenta de que el oligarca era todo fachada.

Auge y caída de un oligarca

«Berezovski no era el político omnímodo que pretendía», dice Felshtinsky. «Fue un mito alimentado por sus medios» y que, aparentemente, él mismo acabó creyéndose. «En marzo de 1999, mientras volábamos en su jet privado, me confesó: ¿Sabes? Ya tenemos al sucesor de Yeltsin. Se llama Vladimir Putin».

Felshtinsky se quedó horrorizado. El próximo presidente de la Federación iba a ser un teniente coronel del FSB, el Servicio Federal de Seguridad heredero de la KGB. Berezovski estaba convencido de que lo había colocado él y, sin duda, algún mérito le cupo en la designación de Putin. Pero la mano que mecía la cuna era otra, como revelaba un sencillo dato: a Yeltsin le habían presentado una terna de candidatos para que escogiera y todos eran o habían sido miembros de la inteligencia soviética.

«Le dije a Berezovski que debían buscar a alguien que no fuera de la FSB. Redacté un memorándum advirtiéndole de que estaban cometiendo un grave error».

La reacción del oligarca fue el silencio. «Empezó a no devolverme mis llamadas, sus asistentes no me pasaban con él, siempre estaba ocupado, así que decidí regresar a Estados Unidos».

Entonces, la misma noche de su partida, Berezovski le llamó a las seis de la madrugada. «Ya sé que te vas», le dijo, «y es una pena, pero la verdad es que llevas demasiado tiempo fuera de Rusia y no comprendes lo mucho que ha cambiado». Y añadió: «Putin es mi amigo».

«Si lo hacéis presidente», replicó Felshtinsky imperturbable, «intentará meterte en la cárcel».

No se equivocó. Al día siguiente de tomar posesión, Putin convocó en el Kremlin a Berezovski para obligarle a vender la cadena ORT. Un año después, el oligarca solicitaba asilo político en el Reino Unido. Finalmente, en marzo de 2013 apareció muerto en su residencia de Londres. «Se supone que fue un suicidio», señala la Wikipedia.

La ley del silencio

«Estamos de nuevo en el poder, y esta vez para siempre», anunció Putin a un grupo de antiguos espías soviéticos en 1999. Felshtinsky relata en La era de los asesinos que «la Compañía», nombre con el que se conoce a la FSB, se ha hecho con el Gobierno de Rusia. El único precedente histórico es la Inglaterra del siglo XVII, cuya agenda imperial también se supeditó a la de otra compañía, la de las Indias Orientales, pero esta «era civilizada en comparación con el KGB», opina el disidente Vladimir Bukovsky.

Las reglas que Putin ha introducido son muy simples, según Felshtinsky. Puedes enriquecerte como te dé la gana, legal o ilegalmente, siempre que no desafíes su autoridad. Ahora bien, como le plantes cara, te perseguirá a sangre y fuego. La inmensa mayoría de los empresarios lo entendieron perfectamente después de ver la suerte que corrieron Berezovski, Vladimir Gusinsky (encarcelado hasta que accedió a malvender su cadena Media Most a Gazprom) o Mikhail Jodorkovski (condenado a 12 años de prisión en un proceso sobre el que, según Amnistía Internacional, «no puede caber la menor duda de que […] estuvo profundamente viciado y políticamente motivado»). Y los pocos opositores que, así y todo, insisten en levantar su voz, han acabado como la periodista Anna Politkovskaya, acribillada en el ascensor de su edificio, o el político liberal Boris Nemtsov, abatido de cuatro tiros desde un coche mientras paseaba por el centro de Moscú.

El historial de atrocidades de Putin ya era largo, pero a raíz de la invasión de Ucrania se ha ampliado con una serie de cargos que la Corte Penal Internacional está investigando. La historia enseña, sin embargo, que únicamente los derrotados acaban pagando por sus delitos.

¿Perderá Putin la guerra?

El órdago nuclear de Putin

«Los ucranianos están matando a los rusos a puñados», dice Felshtinsky. «Putin lo planeó todo para que fuera una operación relámpago, no preparó a su ejército para una campaña larga y se ha quedado sin armas, sin munición y sin soldados. Apenas conserva la capacidad de arrasar infraestructuras desde el aire, aunque ahí hay que reconocer que está realizando una labor magnífica».

Ante este bloqueo, «Putin podría admitir su fracaso y replegarse, pero no va a suceder, básicamente porque sus objetivos son los que se formularon en 1917: ocupar el continente hasta la frontera con Alemania, igual que en la era soviética».

Ucrania debía ser la primera pieza del dominó, pero Putin ha tropezado, por un lado, con la inesperada resistencia de Vladimir Zelenski y, por otro, con la reacción internacional. «En 1939 nadie ayudó a Polonia. Ahora lo hemos hecho mejor que en la Segunda Guerra Mundial». Por desgracia, «la diferencia es que Moscú dispone esta vez de armas nucleares» y, cuanto más se prolongue la situación, «mayores son las probabilidades de que se usen».

Joe Biden ya ha declarado que los Estados Unidos defenderán cada pulgada de territorio de la OTAN, lo que, vuelto por pasiva, significa que no defenderá a Ucrania, que no es miembro de la alianza. Eso abre la puerta a la primera posibilidad: un ataque atómico contra Ucrania.

Ahora bien, hay otra todavía más inquietante (si cabe): el lanzamiento de ojivas sobre Polonia o Lituania. No lo haría el Kremlin. Se lo encargaría a su leal aliado bielorruso Aleksandr Lukashenko. ¿Y cómo reaccionaría Occidente? La retaliación es inviable, porque Bielorrusia está demasiado cerca y la nube radiactiva se extendería por Europa central. Y la OTAN carece de ejército convencional…

«Putin descolgaría entonces el teléfono y les diría a Emmanuel Macron, a Olaf Scholz, a Biden: ¿Os rendís o qué? Ya veis que voy en serio».

Te lo dije

«La hora de las conversaciones de paz ha terminado», escribe Felshtinsky en el prefacio de Ucrania: la primera batalla de la Tercera Guerra Mundial. «Las sanciones [económicas] debilitan a Rusia y la apartan de la comunidad mundial, sí. Pero no son capaces de detener la agresión. Únicamente la intervención militar conjunta de Ucrania y la OTAN puede hacerlo. Como en 1945, la manera de poner fin a esta guerra […] es derrotar a Putin con unas fuerzas de coalición».

Esta llamada a la movilización general de Occidente puede sonar excesiva, igual que esos apocalipsis nucleares que dibuja en Ucrania, Polonia o Lituania. A mí me lo parecen.

Pero cuando Felshtinsky y Alexandr Litvinenko denunciaron en Rusia dinamitada que el FSB estaba saboteando las reformas democráticas y había participado en los salvajes atentados de septiembre de 1999 con los que se justificó la segunda guerra chechena, nadie se los tomó en serio. Hasta que en 2006 Litvinenko murió en Londres envenenado con polonio.

Tampoco Berezovski creyó a Felshtinsky cuando le dijo que terminaría en prisión.

Y la mayoría de los analistas se sonrieron cuando, tras la anexión de Crimea, Felshtinsky profetizó que la cosa no se quedaría ahí.

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