THE OBJECTIVE
Joaquín Jesús Sánchez

Mamá, yo quiero ser corrupto

«Las carteras de cultura están ocupadas por gente que la desprecia, carguitos públicos que se sienten señoritos cortijeros»

Opinión
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Mamá, yo quiero ser corrupto

ROMÁN G. AGUILERA | EFE

Si tuviera afición al cohecho o a la malversación, lo tengo claro: querría ser concejal de cultura. O consejero. No se me ocurre mejor puestito para repartir pasta pública entre los amigotes o, mucho mejor, para hacer todo el rato lo que me salga de las narices.

La última (al menos, la más sonada) ha sido la de Okuda, Revilla y el faro de Ajo. Me he paseado por internet para ver qué opinaba el respetable y he encontrado muchos cofrades del «pues a mí me gusta». El arte –como se sabe– es una cosa de gustos, y el arte público es, esencialmente, cosa del gusto de un político. Revilla se ha apresurado a tuitear que la pintada «le encanta», lo que no tiene mucho mérito, habiéndola encargado él. Uno no se imagina a un teniente de alcalde diciendo que un hospital «le maravilla» o que el asfaltado de una calle «le encanta». «Este año, la recaudación del impuesto de basuras nos ha quedado preciosa». El trazado de una autopista no se hace, para tranquilidad de todos, según las aficiones estéticas de un diputado, sino atendiendo a criterios técnicos. ¿Es que acaso no existen esos criterios en el campo de las artes? Y tanto que sí. Críticos, comisarios, artistas o directores de museo sentados en una mesa te harían un apaño buenísimo. Pero, entonces, los okudas de este mundo (y los boamisturas y los abnegados escultores de rotondas) se quedarían sin trabajo y los revillas de la tierra perderían su cuota de pantalla.

Los medios hablan de «la polémica obra». Para nada. Es una patochada defendida por gente cuyo criterio artístico está aún por demostrar. Para los demás no es polémica: es mala y es escandaloso que se emplee así el espacio y el dinero público. Esto pasa todo el rato. ¿Se nos ha olvidado ya el fauno-coronavirus Víctor Ochoa mandó a la Casa de Correos? ¿El pebetero que hizo el amigo de alguien en la Cibeles? ¿El monumento al barrendero? ¿Los 150 cruceiros que plantaron en Navalcarnero? Así, poquito a poquito (suave suavecito) vamos llenando las ciudades de arte con fecha de caducidad y los bolsillos de tres o cuatro arribistas mediocres con talones de relumbrón.

 Fíjese. Mientras usted lee esto, el Ayuntamiento de Valladolid intenta encasquetarle al Patio Herreriano una exposición de Cristóbal Gabarrón, que no es solo uno de los peores artistas que ha dado este país, sino que es un sacamantecas de cuidado. ¿Saben por qué un ayuntamiento se atreve a cometer una injerencia en la programación de un museo cuyo director ha sido escogido en un concurso público? Porque las carteras de cultura están ocupadas por gente que la desprecia, carguitos públicos que se sienten señoritos cortijeros.

Yo tengo una recomendación: si a la concejala de cultura de Valladolid le gusta Gabarrón, que le compre un monigote y se lo ponga en la salita de estar. Ojalá Revilla hubiese hecho lo mismo.

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