THE OBJECTIVE
Juan Marqués

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«Es absurdo ese lamento del ‘ay, cuánto me gustaría leer más…’, porque, salvo casos dramáticos, hay pocas cosas en el mundo más fáciles que hacerlo»

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Stefano Guidi | Zuma Press

No me gusta nada que me digan cosas como «cuánto lees» o «estás todo el día leyendo»…, porque así es como me demuestran que no es verdad. Quiero decir que se lo recuerdan a esa parte de mí que todavía querría dedicarse exclusivamente a leer tranquilo, con tiempo y lapiceros por delante. Pero sucede que después de muchos años de esforzarme a fondo con la misantropía y el aislamiento, me estoy convirtiendo en una persona bastante social, me vuelve a gustar hablar con la gente, me gusta que los amigos tengan llaves de mi casa y suban cuando quieran, si pasan por el barrio, a tomar prestado un libro o a hacerse un café o a echar una siesta. Carmen y yo organizamos en mi diminuto piso de Legazpi tertulias literarias clandestinas: tan exclusivas son que ni siquiera los invitados son advertidos, y después tampoco parecen darse cuenta de que se ha hablado básicamente de sus libros, de modo que el club de lectura es tan secreto que solo los anfitriones sabemos que lo es, y de paso nos ahorramos así el sonrojo de convocar tertulias literarias, que, aunque puedan ser tan singulares como las nuestras, es algo que, admitámoslo, tiene en sí algo un poco penoso: que no se corra la voz, por favor y, si algún día sois invitados, disimulad y someteos.

Pero todo esto es tiempo arrebatado a los libros, a la lectura. Igual que se habla del «terreno ganado al mar», habría que hablar del «tiempo ganado al mar»: que cada cual decida si ese tiempo es el dedicado a leer o, al revés, el que se ocupa en otras cosas (muchas de ellas necesarias, nunca lo discutiría). Sea como sea, es absurdo ese lamento del «ay, cuánto me gustaría leer más…», porque, salvo casos dramáticos, hay pocas cosas en el mundo más fáciles que hacerlo. Basta con que todos reflexionemos un minuto sobre a qué dedicamos el tiempo de una semana, por ejemplo. ¿Quieres leer más? Pues apaga la tele o, mucho mejor, véndela. No me quiero poner muy moralista ni muy pesado con esto, porque sé que arremeter contra la tele es el primer síntoma de estar envejeciendo mal, pero quienes, fútbol y olimpiadas aparte, vemos la tele diez minutos al año, nos damos cuenta de algo que al parecer no advertís quienes la veis varias horas el día, que es la degradación alucinante de los contenidos. Es como cuando ves a un niño cada tres meses: te sobresaltas con los cambios mucho más que sus padres. O como cuando se va a una ciudad cada cinco años, etcétera. La publicidad, por ejemplo. O esos programas de entrevistas que al parecer son exitosísimos: creedme que es simplemente ultrajante el poco respeto que les merecéis los espectadores: esos guiones obvios, esas malas interpretaciones, esa absoluta falta de espontaneidad, esa falta de naturalidad, esa imposibilidad de la sorpresa verdadera. O los canales de música, que siempre me ponen en cuanto entro a leer o trabajar a una cafetería silenciosa y vacía: yo me pasé los años 90 escuchando buena música, que estaba por todas partes, también en esas emisoras, aunque de vez en cuando te pinchaban algo malísimo. Ahora es al revés: solo excepcionalmente ofrecen alguna canción respetable, y, dejando a un lado la calidad de los videoclips, hay que mirar a la pantalla para comprobar si se ha estropeado o no, si esa música uniforme, constantemente idéntica, chirriante y mal cantada va de verdad pasando o se ha detenido en un bucle de pocos segundos que suena incesantemente.

Cuando nos dicen eso, tan previsible, de que somos muy previsibles y que desde los comienzos de la humanidad los que empezamos a no ser jóvenes creemos estar asistiendo a la degradación de las cosas, cuando lo que sucede es que echamos de menos nuestra juventud, tan gloriosa o tan ridícula como la actual y que bla, bla, bla, uno puede aportar ese argumento irrebatible de los 40 Principales. En ese aspecto particular, la degradación es objetiva, muy fácilmente documentable. Y si alguien me sale con un «bueno, es cuestión de gustos; a ti te gustaba REM y Counting Crows y Red Hot Chili Peppers… y a mí me gustan éstos»… pues entonces estamos ante un problema filosófico. Quizá por eso quieren quitar la filosofía, el latín y el griego del currículo escolar. No vaya a ser que los niños sepan, que las niñas piensen, que podamos seguir distinguiendo entre cultura y consumo.

Una vez dije algo ante varias autoridades culturales que molestó mucho, cuando yo creo que en ese mismo momento me deberían haber entregado el Premio Nacional al Fomento de la Lectura. «¿Qué hay que hacer para leer más», se me preguntaba, y yo dije que, para empezar, no asistir nunca a actos como aquél. Allí había directores de ferias del libro, concejalas de cultura… toda esa gente que anda tan ocupada con la promoción de la lectura que jamás los ha visto nadie con un libro en la mano. La Noche de los Libros por ejemplo, que es una mala buena idea, yo la celebro siempre leyendo en casita. Y así con todo: menos presentaciones, menos sociología, menos suplementos literarios, menos artículos como éste… ¿Quieres leer más? Pues es muy sencillo: basta con coger un libro, sentarse, abrirlo y empezar. No pongamos más excusas.

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