THE OBJECTIVE
Ricardo Dudda

Frankenstein con mascarilla

«No deberíamos convertir en costumbre lo que surge del miedo»

Opinión
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Frankenstein con mascarilla

Xingyue HUANG | Unsplash

El fin de la pandemia me recuerda al fin del capitalismo según el sociólogo alemán Wolfgang Streeck: «Antes de que se vaya al infierno, durante un tiempo previsiblemente largo permanecerá en el limbo, muerto o agonizante por una sobredosis de sí mismo, pero todavía muy presente porque nadie tendrá poder suficiente para apartar del camino su cuerpo en descomposición». A punto de terminar 2021, seguimos en un limbo pandémico, cargando un monstruo de Frankenstein con mascarilla. Está hecho de retazos de catastrofismo, miedos infundados, tics e inercias de 2020, legislación arbitraria y una especie de estrés post-traumático infradiagnosticado.

La pandemia ha tenido un cierre en falso. ¿En qué fase estamos? ¿Lo saben, o informan de ello, las autoridades? En la gestión política de esta crisis, las autoridades nunca fueron transparentes. 

Las restricciones y decisiones políticas siempre parecían sine die, o con una fecha de caducidad basada en «hasta que mejoren las cosas». Los plazos y criterios eran secretos. Luego mejoraban, según unos indicadores opacos, y las restricciones no necesariamente desaparecían. Lo sorprendente e indignante es que a veinte meses del inicio de la pandemia todavía no haya transparencia sobre los siguientes pasos.

Por ejemplo, ¿hasta cuándo vamos a llevar mascarilla? ¿Hay un calendario? La ministra de Sanidad, Carolina Darias, dijo en octubre que «las mascarillas han llegado para quedarse, al menos mientras tengamos virus de la gripe u otros virus posibles en este tiempo otoñal». Si eso es así, si la mascarilla se mantiene a fecha de hoy como algo obligatorio para protegernos de la gripe, ¿por qué no lo fue antes de la COVID-19? En 2018 murieron 1.852 personas de la gripe; en 2019, 1.459. La mascarilla se impuso en 2020 para evitar el contagio de la COVID-19, no de la gripe u otros virus.

Obligar a toda la sociedad, aprovechando la inercia de la pandemia, a usar mascarilla para protegerse de la gripe es un paternalismo humillante e inaceptable. Y manipula y utiliza el miedo de los ciudadanos. Si muchos la siguen llevando incluso por la calle es porque creen que les protege de una pandemia terrorífica y devastadora que ha acabado con casi 100.000 personas.

No la llevan para protegerse de la gripe. El Gobierno parece que olvida esto en su estrategia para defender la salud mental: hay quienes usan la mascarilla diligentemente porque perdieron a familiares por la pandemia. Obligar a la ciudadanía a seguir con ella es transmitirle que la pandemia todavía puede seguir matando como el año pasado, es obligarla a seguir con miedo.

Durante la pandemia, el Gobierno ha aprovechado la vulnerabilidad y estupor de la sociedad para justificar su excepcionalidad. Hemos aceptado cosas solo porque nos enfrentábamos a algo nuevo. La obligatoriedad de las mascarillas es otra de esas cosas, mucho menos grave que los confinamientos y otras restricciones, que hemos aceptado como mal menor.

España ha alcanzado un 80% de vacunados. No es que las cosas hayan mejorado. Es que la pandemia prácticamente ha terminado. La incidencia (que en España es una de las más bajas de Europa) ya no tiene sentido cuando estamos casi todos vacunados. Deberíamos olvidar ese indicador como olvidamos nuestra obsesión con la prima de riesgo, que nunca llegamos a entender del todo.

Entonces, ¿por qué seguimos con mascarillas en interiores? ¿Por que hay limitaciones de aforo? ¿Por qué hay quienes incluso sugieren no juntarse con no convivientes en Navidad? ¿A qué esperan las autoridades a retirar restricciones? ¿A un 100% de vacunados? Mientras no convirtamos la vacunación en algo obligatorio, es un objetivo inalcanzable. Y si valoramos las sociedades abiertas y libres debemos comprender que, mientras algo no sea obligatorio, la unanimidad es imposible. Si, por otra parte, estamos esperando a la desaparición del virus, podemos esperar toda la vida: no va a desaparecer. La vacuna no lo mata; impide que nos mate.

Las autoridades arrastran el cadáver de la pandemia como arrastraba consigo Homer su bocata putrefacto en un capítulo de Los Simpson. Huele fatal y nos sienta muy mal, pero todavía alimenta a muchos, sobre todo a unos medios que han encontrado en el catastrofismo pandémico una fórmula de éxito.

La mascarilla es hoy muchas cosas. Es una forma de protocolo pero también un bálsamo psicológico. En general, la seguimos llevando porque nos obligan. Pero también nos la ponemos simplemente «por si acaso». Porque nunca se sabe. Esta actitud, que parece cautela, en realidad surge del miedo. Y no deberíamos convertir en costumbre lo que surge del miedo.

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