THE OBJECTIVE
Rebeca Argudo

Manifiesto contra los manifiestos

«En este momento de activismo cuqui en redes, es el manifiesto el formato perfecto para hacer la revolución sin mancharse»

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Manifiesto contra los manifiestos

Kiosco en Italia. | Beata Zawrzel (NurPhoto)

Podríamos definir un manifiesto, de manera simple y más o menos intuitiva, como un breve texto en el que un grupo de personas expone un problema o una defensa de manera pública. La RAE lo define, en su segunda acepción, como un «escrito en que se hace pública una declaración de doctrinas, propósitos o programa». Para mí es fundamental, para que cumpla su función, la cualidad de inusual. Y hubo un tiempo en el que lo eran. No era lo habitual. Llegaba alguno, muy de vez en cuando, a favor de una causa justa concreta o en contra de un atropello puntual. Firmé alguno incluso, lo confieso. Aparecía luego en las páginas de los periódicos, con titulares como «Escritor Estupendo, Reconocido Periodista y tropecientas firmas más -aquí iba la mía junto a otras de anónimos entusiastas- suscriben un manifiesto por -inserte aquí la razón que más le motive-». Pensaba entonces que con aquello se conseguía llamar la atención mediática sobre un hecho inaudito, ya fuese a favor o en contra, y se enriquecía el debate público. Llámenme ilusa.

Pero llegó un momento en que tenía más manifiestos por firmar en la bandeja de entrada de mi correo que publicidad de fibra óptica o mails con herencias sorpresivas. Más que insultos y facturas, no exagero. Hasta los libros eran ya manifiestos y así lo explicitaban en sus títulos: en contra de la autoayuda, contrasexual, por la lectura, de felicidad… Hubo una vez que incluso me llegó uno por error, con la consiguiente cadena de mensajes entre ilustres firmantes entre los que yo no debía estar. No se pueden imaginar lo que allí se decía y yo no lo contaré jamás porque soy muy discreta. Los manifiestos cada vez eran por cosas más obvias y, por lo tanto, más prescindible era rubricarlos: manifiesto en contra de la violencia machista. Hombre, pues claro. ¿Quién firmaría a favor de apalizar mujeres indiscriminadamente? Manifiesto por la participación de la mujer en el deporte. Súper a favor de que las mujeres puedan hacer deporte libremente si les apetece (no yo, por supuesto, que me da asquito sudar y me canso, pero a tope con las mujeres que quieren hacer deporte). ¿Contra el hambre en el mundo? Absolutamente. ¿Por una mejor sanidad? Por supuesto, jamás por una peor. ¿Por la juventud? Si no implica aniquilar ancianos y convertirla en obligatoria, a tope con eso también. ¿Por la paz mundial? ¿Por el fin de las guerras? ¿Por la erradicación de todas las enfermedades? ¿Por la felicidad infantil? Sí, sí, sí, sí.

Ya no los leo. Ninguno. He buscado un tutorial en YouTube para marcar como spam y enviar directamente a la papelera todos los mails que contengan la palabra «manifiesto». He bloqueado a amigos en Whatsapp. El abajofirmantismo se ha profesionalizado al mismo ritmo al que yo me he anestesiado. Se ha conseguido, por saturación, neutralizar el efecto que se le presupone a un manifiesto, a ese ideal que todos nos merecemos firmar en algún momento de nuestra vida, convencidos de estar poniendo nuestro pequeño granito de arena para conseguir un cambio sustancial a mejor en esta sociedad. Pero nos lo han robado, hemos desistido de puro hartazgo. 

Yo entiendo que en este momento de prisas, de activismo cuqui en redes con poquito esfuerzo y grandes satisfacciones, de palmaditas en la espalda brutalistas por mediación de cienes de megusteos, retuiteos y follogüers, es el manifiesto el formato perfecto para hacer la revolución sin mancharse, con comodidad y sin perder demasiado tiempo. Con la conciencia tranquila y la satisfacción del trabajo bien hecho, de haber cambiado el mundo desde la confortable butaca de diseño de nuestra sala de estar, cervecita en mano. Pero, por favor, por caridad y por respeto. Por un elemental sentido del decoro, incluso. Por piedad: basta de manifiestos.

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