THE OBJECTIVE
Joseba Louzao

Las redes sociales no son la vida real

«Algo que define nuestro tiempo es la legitimación del agravio continuado. Se mire por donde se mire hay alguien ofendido por los más variopintos motivos»

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Las redes sociales no son la vida real

Dado Ruvic (Reuters)

El humorista David Chappelle nos dijo en uno de esos monólogos incendiarios que le importaba un carajo Twitter, porque eso no era la vida real. Antes de esto el propio Chappelle se había cuestionado irónicamente tras una pregunta de Jimmy Fallon: «¿Por qué escribiría todos mis pensamientos en la pared de un baño?». Hay algo en este cómico desahogo que es cierto. Chappelle lo sabe porque se ha visto amenazado por una de esas habituales oleadas de cancelación. Las redes sociales no son la vida real. Y nunca lo serán pese a los intentos de los políticos, de los usos y costumbres de los medios de comunicación al hacerse eco de toda polémica que se genere allí o de cualquiera de los que participamos de esta caótica conversación y que, a veces, actuamos como si la vida real estuviera dentro de esas fronteras digitales que nos ofrecen estos espacios semipúblicos. 

Siempre he entendido que la mejor fórmula para explicar la modernidad era la que explicaba que se trataba de una época de legitimación del cambio continuado. Ahora no sé si estamos viviendo tiempos de modernidad tardía, ultramodernidad, posmodernidad o transmodernidad (todo sea por dar una oportunidad a cualquiera de estas conceptualizaciones populares). Pero sí creo que algo que define nuestro tiempo es la legitimación del agravio continuado. Se mire por donde se mire hay alguien ofendido por los más variopintos motivos. Y las redes permiten amplificar cualquier queja hasta límites insospechados. Hace años, al inicio de la eclosión de las redes leí que Facebook era el lugar donde tenías a tus amigos o conocidos y Twitter donde te relacionabas con los que podrían haber sido tus mejores amigos por cercanía en gustos e intereses. Creo que me alegré al considerarme un activo usuario de la segunda. 

Sin embargo, en algún momento todo esto se torció. No estoy queriendo decir que no haya muchos que sigan utilizando estas aplicaciones de este modo, pero un número considerable de personas ha encontrado en las redes el calor necesario para generar tribus morales que se dedican a perseguir a los adversarios de tal forma que se trastocan en enemigos y generar nuevos rituales grupales que afiancen sus estereotipos y prejuicios para reforzar lo que creen que son las virtudes necesarias. Permítanme una de esas boutades que sólo se permiten los columnistas. Los antiguos griegos se aburrieron y descubrieron la filosofía. Nosotros colmamos nuestro aburrimiento con las ordalías en redes. Por eso ha habido un antes y un después del confinamiento. Todo se amplificó en aquellos momentos. 

Si en aquel famoso texto New York Magazine, Andrew Sullivan concluyó que «esta nueva epidemia de distracción es la debilidad específica de nuestra civilización», hoy podemos sumar otra epidemia marcada por la radicalización. Quizá puedan llegar a ser dos caras de la misma moneda. Y por el camino vamos borrando algunas líneas que debemos seguir manteniendo, por ejemplo, entre la ofensa y la incomodidad. Porque hay muchas opiniones que nos pueden incomodar, pero no todo lo que nos desagrada es necesariamente ofensivo. El debate no debe girar sobre el anonimato en las redes. Hay personas con nombre y apellidos, incluso reconocida y popular, que se comportan como auténticos troles y son más responsables aún de las persecuciones que se desatan. Que tire la primera piedra el que esté libre de pecado. Los procesos de narcisismo colectivo están activos y hace que muchos se consideren virtuosos por estar de uno de los lados del conflicto. Sea este cual sea. Sabemos que cualquier sociedad sana necesita conflictos. Es bueno y lógico que los haya. Pero las formas casi siempre terminan perturbando el fondo. Tan necesario es ser consciente del qué como del cómo. 

A pesar de los parecidos razonables que podamos encontrar, Twitter no es la vida real. Porque la vida real es mucho más mestiza. Hay gente con la que compartes muchas cosas, pero con la que jamás te relacionarías. La razón es sencilla: se comportan como unos tarados o son unos idiotas impresentables. Por el contrario, otras muchas veces se construyen amistades duraderas con quien no tienes afinidades. Incluso se puede creer que el otro está fuertemente equivocado en alguna de sus posturas. Pero sabemos que el mundo es un poco mejor porque esa persona está en él. Es la profunda belleza que encierran las amistades que establecemos. Como nos enseñó Emmanuel Lévinas, solamente podemos buscar y obtener la verdad en relación. Así es la vida real. Y si no se reconocen en ella, quizá el problema esté en su tejado.

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