THE OBJECTIVE
Daniel Capó

Hacia la guerra híbrida

«Rusia ha decidido poner a prueba a la vieja Europa a fin de localizar y sacar a luz sus contradicciones»

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Hacia la guerra híbrida

Vladimir Putin | Alexei Druzhinin/Kremlin Pool (Zuma Press)

Creo recordar que fue Friedrich Nietzsche quien dijo que la fortaleza del hombre radica en su capacidad de soportar la soledad. La frase no es literal –escribo de memoria, sin tener la cita a mano–, pero este es su sentido. Hace unos días, en una columna de The New York Times, el politólogo búlgaro Ivan Krastev reflexionaba en términos similares acerca del conflicto abierto entre Rusia y Ucrania y sus implicaciones para el continente. «Hoy en día –señalaba–, la fuerza geopolítica no se ve determinada solo por el poder económico que un país pueda ejercer, sino por el dolor que pueda tolerar. Tu enemigo, a diferencia de lo que ocurría durante la Guerra Fría, no es alguien que esté detrás de un telón de acero, sino alguien con quien comercias, de quien obtienes gas y a quien exportas productos de alta tecnología. El poder blando ha dado paso a la resiliencia». Las dos ideas son ciertas y nos hablan de una coyuntura muy distinta a la que vivíamos hace apenas unas décadas. Por un lado, los grandes imperios se encuentran ahora íntimamente interconectados como consecuencia de la globalización económica y la deslocalización industrial que se aceleró tras la caída del muro de Berlín. Por otro, una cultura social que favorece el bienestar inmediato por encima de los sacrificios exigidos para obtener frutos a largo plazo ha debilitado nuestra capacidad de soportar no solo la soledad –como observaba Nietzsche–, sino sobre todo el dolor. Se diría que, en una época definida por los narcóticos, el dolor resulta intolerable, pues carece de sentido.

Krastev, en su artículo, sugiere que Putin, más que la guerra abierta –una opción a la que Washington concede más probabilidades que los mandatarios europeos–, busca alterar los equilibrios occidentales a través de una guerra híbrida, puesto que el miedo divide mientras que el conflicto abierto une a los países. Tiene sentido. En alguna ocasión, el historiador John Lukacs ha comentado que el odio crea más vínculos que el amor y, si uno contempla los procesos de construcción de las naciones, comprueba que no iba del todo desencaminado. Si Rusia invadiera Ucrania, es probable que provocara un efecto inmediato de cohesión emocional entre los Estados que conforman la Alianza Atlántica. De repente los riesgos se volverían reales, pues acontecería lo que se cree imposible en la avanzada Europa. La guerra híbrida, en cambio, juega con los miedos de una sociedad que se ha negado a pagar el precio que implica su seguridad nacional. La guerra híbrida, entre la propaganda y las noticias falsas, los costes económicos y la amenaza, supone un desafío mayor de lo que puede parecer a primera vista. El viejo lema romano «divide et impera» muestra así todo su calado, como hemos podido comprobar nosotros mismos en estos últimos años a raíz de la experiencia dolorosa del brexit, el retorno de los populismos o las distintas encrucijadas separatistas que se hacen pasar por eventos necesarios para profundizar la democracia. 

Rusia ha decidido poner a prueba a la vieja Europa a fin de localizar y sacar a luz sus contradicciones. No lo haría si no percibiera como evidentes nuestras debilidades –energéticas, económicas, militares, políticas, de valores culturales– y si no supiera que el riesgo que asume es mucho menor que los objetivos que puede alcanzar forzando la coyuntura. Y tampoco lo haría sin el apoyo lejano de China, que mira de reojo el conflicto con Ucrania. Treinta años después de la caída del comunismo soviético, la sorpresa es lo poco preparado que se encuentra Occidente para afrontar unos desafíos en los que no había pensado. O que, víctima del cortoplacismo electoral y del narcisismo ideológico de finales del siglo pasado, no había querido pensar.

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