THE OBJECTIVE
Daniel Capó

Los neorreaccionarios

«Ha surgido en el debate público una nueva figura: la del neorreaccionario, que no es un reaccionario, ni un neocón ni un neoliberal»

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Los neorreaccionarios

Winston Churchill. | Europa Press

Escucho a Keith Jarrett –su ya clásico Arbour Zena– y releo a John Lukacs. Llevo un tiempo haciéndolo a capítulos sueltos: lecturas de un mundo antiguo para otro en profunda transformación. En las jornadas a las que nos convocó la espléndida Universidad de Navarra para conversar sobre el debate público, recuperé su reivindicación del papel del reaccionario en tiempos de crisis. «Un reaccionario se hace, no nace –explicaba Lukacs en sus memorias, aún inéditas en español–. Un reaccionario considera el carácter, pero desconfía de la publicidad; es un patriota, pero no un nacionalista; está a favor de la conservación más que del conservadurismo; defiende las antiguas bendiciones que concede la Tierra y duda de los resultados de la tecnología; cree en la Historia, pero no en la Evolución». Se diría que los conservadores brillan en los periodos de paz, mientras que los reaccionarios se postulan más bien como una respuesta. Uno reacciona contra aquello que no le gusta, que le ofende o que le agrede. Reaccionario era Churchill y no Chamberlain, sostenía también –y creo que con razón– Lukacs; como igualmente era reaccionario el embajador Kennan, a pesar de que el corazón de su estrategia –aquel famoso «telegrama largo» que estructuró la respuesta estadounidense a la Guerra Fría– era ante todo moderantista. Ya ven que un moderado con principios elevados puede ser considerado reaccionario; mientras que un conservador sin principios puede convertirse en un revolucionario. La historia –vista en perspectiva– siempre nos sorprende.

Cuando Lukacs escribió sus libros más relevantes, estaba en su apogeo un término que más tarde también haría fortuna en España; aunque, como suele suceder aquí, caricaturizado hasta convertirse en un espantajo: me refiero al calificativo «neocón» o «neoconservador». Lukacs no lo era –ni creo que tuviera simpatía hacia ellos–, como tampoco –mucho menos– se hubiera definido como neoliberal. Le bastaba con llamarse reaccionario, que era su forma de defender los valores y las virtudes del refinamiento burgués –matizado por un suave cristianismo– frente al capitalismo y al socialismo. Estaba convencido de que esa luz –la de la burguesía– perduraría como hizo Grecia en Roma a través de los siglos, constituyendo un ejemplo de civilización y, por tanto, de humanidad. Pero me doy cuenta de que me estoy desviando del tema. Los neocones y los neoliberales destacaban en aquellos años, mientras que Lukacs se limitaba a definirse como reaccionario. Ahora, sin embargo, ha surgido en el debate público una nueva figura: la del neorreaccionario, que no es un reaccionario, ni un neocón ni un neoliberal, y que tiene como principal teórico –según sostiene Jacob Siegel en un reciente artículo publicado en Tablet Magazine– al bloguero de extrema derecha Curtis Yarvin.

Para Siegel, los neorreaccionarios constituyen «una corriente ideológica que surgió en Internet a finales de la década del 2000 y que asocia la clásica visión del mundo antimoderna y antidemocrática de los reaccionarios del siglo XVIII con un ethos postlibertario que abraza el capitalismo tecnológico como la forma adecuada para administrar la sociedad. Contra la democracia. Contra la igualdad. Contra la fe liberal en un arco de la historia que se inclina hacia la justicia». ¿Tiene esta definición algo que ver con el mundo de Lukacs? No, en absoluto; como tampoco en general los neos tienen mucho que ver con sus fuentes originarias, por no decir nada. Son fuerzas de signo revolucionario que se enfrentan a otras fuerzas de signo distinto. Lo característico de la neorreacción, diríamos, es su fe en la tecnopolítica autoritaria como herramienta de poder, en contra de una sentimentalidad democrática que perciben como decadente, desestabilizadora y fuente de caos. Nos podemos preguntar, cuánto hay de neorreaccionario en el comunismo chino. Quizás más de lo que nos creamos; en gran medida, porque China es el ejemplo más perfecto que conozco del desarrollo y la extensión de la tecnopolítica. Y también de la enorme perversión que supone el uso masivo de la tecnología en el control de nuestras libertades. Y esta es una cuestión, en efecto, que cada vez estará más presente en nuestro debate político. Y que resulta profundamente inquietante. 

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